martes, 11 de octubre de 2011

La desmesura de Herzog




"El vuelo podría no repetirse", dice en off el viejo Werner Herzog, mientras se lo ve asegurado con arneses dentro de una especie de bote. Está a punto de elevarse en un zeppelín similar al que unos años antes, en el mismo lugar, se vino abajo. En el accidente murió el camarógrafo Dieter Plage, que iba sentado donde ahora está Herzog. El zeppelín debe sobrevolar la jungla de Guyana y Herzog se ha enamorado del sueño del inglés que está al frente del proyecto; la pasión de volar, más fuerte que el trauma angustiante por el error que costó la vida de un amigo. Metido en el sueño, Herzog necesita tomar imágenes de algo que ningún hombre jamás vio. Pese a las protestas de sus asistentes, es el primero del equipo en subir. "El vuelo podría no repetirse", relatará más tarde en off, y agregará "por eso he llevado la cámara".

Por supuesto, algo falló. Herzog había tomado al inglés mostrando la pieza que luego produciría el desperfecto. Pero afortunadamente nadie salió herido y el rodaje siguió adelante para convertirse en El diamante blanco, documental que se estrenará en Argentina en el ciclo Mis Films son lo que Yo Soy.

El desperfecto del zeppelín y el ingeniero mostrando en flashback la pieza que estuvo a punto de causar un desastre, es una entre tantas anécdotas de las películas de Herzog. Las suyas son del tipo de aventuras alrededor de las cuales crecen y se enredan junglas de leyendas, las que naturalmente terminan siendo la verdad.





Muchas anécdotas surgen de su estilo de realización catch-as-catch-can, cine a las patadas o, como lo estableció él mismo, "el cine tiene que ser físico". Prender fuego todo, jugarlo todo. El director Volker Schlöndorff ha explicado que Herzog siempre hace documentales: crea situaciones singulares e irrepetibles y las filma. Herzog hace lo que hace, absorto. O poseso. Es él en relación muy directa con su asunto. De allí dentro aparecen en procesión furiosa sus demonios del medioevo en Bavaria. Es un despliegue de acción pura de fertilidad inagotable. Werner Herzog va a la cabeza de una romería a la que la gente se va sumando. Actores, intelectuales, público de cine se va apropiando del mundo que abre con su nave de los locos. Klaus Kinski es el caso más expresionista: encuentra en Herzog un formidable suelo, tal vez el mejor que encontró en su vida, para agarrarse clavándole las uñas de sus patas con la fuerza necesaria para hacer de sí lo que adoraba ser: la máscara de un anticristo paranoico. Los espectadores nos agarramos también del suelo de Werner Herzog para sopapearnos con su obra.

En el libro Werner Herzog (coedición de Jovis, el Film Museum de Berlín y el Goethe Institute) el director Herbert Achternbusch asegura que "Werner ha despertado en mí la vida del modo en que sólo el amor puede hacerlo" y confiesa que no habría hecho ninguna película sin la inspiración que le ha causado Herzog. Y filmó 28.

Herzog atrae discípulos como un Elegido porque trabaja en la carne de su cerebro un motor de calidad mística, el que lo impulsa a encontrar algo, que es siempre lo mismo. Toda la vida, a lo largo de sus más de 40 películas, Herzog dijo lo mismo y seguirá diciendo lo mismo. Se lanza a atrapar el mismo algo en cada expedición, que no son paseos por el Central Park. Estamos ante el patriarca del rodaje en condiciones extremas, del Cine o Muerte.

Pero fracasa, no encuentra El Dorado. Con voz desgarrada dirá que vuelve de un Apocalipsis que ya no encierra ningún sentido. Sin embargo, he aquí que trae de la expedición unas cicatrices, que resultan ser la marca de los arañazos de la Verdad. Sus películas. Quedan muchos vestigios (libros, fotos, las anécdotas), pero él eligió hacer cine, de modo que nos quedan de sus expediciones, básicamente, películas.






No parece importarle a Herzog otra cosa que su búsqueda. Ha dicho "siempre tuve muy claro que lo único que importaba era lo que quedaba reflejado en la pantalla". También aseguró que sus películas son "más importantes que cualquiera de las vidas de las personas que trabajen en ellas o se opongan durante el rodaje a ellas", y su mujer contó que dijo algo así como "la posteridad me chupa un huevo".

En las películas de Herzog no ve el espectador a unos inversores forzando escenas a un director taquillero, sino algo así como una expedición zambullida de este hombre dentro del mundo para encontrar las sirenas que ha escuchado cantar. Aguirre, la ira de Dios muestra la historia de un conquistador que encara una empresa demencial y demuestra que Herzog está haciendo en ese momento una hazaña en la misma sintonía. Adentro de su cabeza Herzog parece abocado a una batalla a muerte con los seres estrambóticos que reinan allí. Ellos guardan la verdad cuyo sentido Herzog persigue maníaca e implacablemente, pero viven en un caos terrible. El desquicio es la contracara de la parsimonia y racionalidad alemana de Werner Herzog. Fiestas de un desquicio frenético componen las mejores escenas de Aguirre, También los enanos empezaron pequeños, Cobra Verde e inclusive Nosferatu. En Mi enemigo íntimo, tras convencer al espectador de que Klaus Kinski vivía entregándose a su rabia demencial, admite que en un momento en que el actor amenazó con abandonar el rodaje de Aguirre, él con aplomo le anunció que le metería ocho balazos en la cabeza. El chiste se eleva de tono cuando aparece el dato de que Herzog le había regalado a Kinski, para esa filmación, un Winchester. Herzog cuenta también, tentado de risa, que años después, en la misma selva, los indios le ofrecerían matar a Kinski. "¡Querían matarlo realmente! Utilicé eso en la película".

Herzog es "amad y haced lo que queráis". De algo así saca Werner Herzog su libertad densa e irrevocable. Hagamos un film sobre lo enano, pensó una vez —y de allí salió También los enanos empezaron pequeños. Y entonces la mente de Werner Herzog es forjada por sus ocurrencias. Escuchó la risa de otro mundo de uno de los enanos que reclutó y pensó: este sonido dice la verdad. Lo metió en la película, obsesivamente y uno termina medio alienado por esa risa. En la película dos gallos de riña pelean hasta matarse en una secuencia insoportablemente eterna. Los rodean los enanos. Cruza el cuadro el humo de las fogatas que los enanos, en su revuelta dentro del instituto donde están encerrados, han encendido en las macetas con plantas con flores. Los enanos ríen y saltan con los gallos que se masacran. Se escucha una música que viene de un tiempo perdido, de México o de España. Con el salto de imagen comienza a escucharse otra música, africana, de otro tiempo abandonado; voces y tambores para los enanos que ahora en procesión llevan una gran cruz con un Cristo crucificado. Pero no es un Cristo, es un mono vivo. A unos metros entra y sale de escena un automóvil que los enanos han puesto a dar vueltas en círculo sin conductor (gira desde el principio de la película y no se detendrá ). Como si fuera incienso, los enanos llevan las macetas humeantes. Hay una silla prendida fuego. El monito se revuelve en la cruz.

Por tres décadas los seguidores de Werner Herzog han terminado llenos de arañazos luego de asistir al infierno en el hospicio de los enanos. Son arañazos que provienen de muy lejos, de la remota época en que los enanos eran tratados crudamente como monstruos y respondían con rencor asesino, horror, perversión y carcajadas. Herzog está seguro de que en nuestro subconsciente saltan exaltados los seres del medioevo y nos los pone adelante, demostrando que la razón moderna, con la que creemos haberlos domesticado, es un chiste.






Klaus Kinski describió a Werner Herzog: "No entiendo en absoluto de qué está hablando, excepto que está enamorado de sí mismo sin motivo aparente y está fascinado por su propia osadía, que no es más que la ignorancia de un diletante" (en la autobiografía de Kinski, Yo necesito amor). "El solitario de los más solitarios", se dice del Francisco Manoel Da Silva de Cobra Verde. Un loco, un enajenado, pero poseído por un asunto, tiene gente en la terraza. Herzog acepta el rol sin problemas. Romántico, Herzog habla del mundo en su estado crudo. Un crítico explicó que "viene de los espesos bosques alemanes, en los cuales no penetró jamás un rayo de sol". Herzog menosprecia las ruindades que gobiernan la actualidad considerándolas insignificantes en el contexto de una historia de milenios. En esa continuidad encuentra lo auténtico, suceda esta verdad en el Amazonas, el Tibet o en Bavaria. Adscribiendo con entusiasmo a la tradición germánica de beber en los manantiales atávicos, dirigió la ópera Tannhäuser, en franca lucha cuerpo a cuerpo con Wagner. Los antiguos dioses germánicos de la Naturaleza llegan casi sin traducción por boca de Herzog al siglo XXI.

En El diamante blanco la cámara sigue a unos pájaros negros, que vuelan rápidos, gráciles, perfectos, delante de masas planetarias de aguas anaranjadas que se arrojan al mundo con una fuerza colosal. Las fuerzas de la Naturaleza son tan descomunales que se vuelven abstractas a la vista. El documental trata de la pasión humana en su incesante berretín de volar. Pero en algunos pasajes Werner Herzog ha extendido los límites. En la escena de la catarata, los ojos del espectador pueden mirar los pájaros o seguir las masas de aguas cayendo. Una experiencia que sólo podrá tener con una película, y lo que estará viendo será algo más que una imagen bella, será una visión, de una hermosura tan atroz capaz de hacerlo llorar a los gritos.

Se ha amado la rebeldía inquebrantable de Herzog. La frustrada generación posdictadura en Argentina, la que se quedó sin hermanos mayores y conoció a Werner Herzog en el año 1984 (con el estreno de Fitzcarraldo, con las proyecciones en la Cinemateca de la SHA), ha celebrado su desprecio por las formas de la industria cinematográfica, libre y rabioso, por fuera de todo canon: porque en sus películas el diálogo con el espectador se establece por un entendimiento creativo y singular y no a través de las convenciones de Hollywood. Dando lugar en la pantalla a lo otro, lo prohibido por anómalo, lo raro, los seres más desgraciados de la Humanidad.



Por GUSTAVO EMILIO NG LORENZO
Revista Ñ
Buenos Aires, 2 de julio de 2005



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