sábado, 9 de febrero de 2013

Fedor Dostoievski - El palacio de cristal


Ustedes creen en el palacio de cristal, indestructible, eterno, al que no se le podrá sacar la lengua ni mostrar el puño a escondidas. Pues bien, yo desconfío de ese palacio de cristal, tal vez justamente porque es de cristal e indestructible y porque no se le podrá sacar la lengua, ni siquiera a escondidas.
Verán ustedes: si en vez de un palacio de cristal tengo un simple gallinero, cuando llueva podré cobijarme en él; pero, aunque le esté muy agradecido por haberme preservado de la lluvia, no lo tomaré por un palacio. Ustedes se ríen y me dicen que en este caso un palacio y un gallinero tienen el mismo valor. Y yo les responderé que así es, pero que no vivimos sólo para no mojarnos.
¿Qué le vamos a hacer si se me ha metido en la cabeza que no se vive solamente para eso y que hay que vivir en un palacio? Ésta es mi voluntad porque éste es mi deseo. Y ustedes no conseguirán despojarme de mi voluntad si no modifican mis deseos. Pueden intentarlo, presentarme otro objetivo, ofrecerme otro ideal. Pero hasta que logren su propósito, me niego a tomar un gallinero por un palacio de cristal. Es posible que el palacio de cristal sea sólo un mito, que las leyes de la naturaleza no lo admitan y que lo haya inventado yo neciamente, impulsado por ciertas costumbres irracionales de nuestra generación. Pero ¿qué me importa que ese palacio sea inadmisible? ¿Qué me importa, si existe en mis deseos o, para decirlo con más exactitud, si existe mientras existan mis deseos? Se ríen ustedes de nuevo, ¿verdad? Bien, ríanse tanto como les plazca. Acepto todas las burlas pero me niego a decirme que estoy saciado cuando todavía tengo hambre. No me conformaré con un compromiso, con un cero que se renueva indefinidamente, por la única razón de que está de acuerdo con las leyes naturales y existe realmente. No admitiré que el coronamiento de mis deseos pueda ser una casa de ladrillo con alojamientos baratos cedidos en arrendamiento para mil años y que ostente el rótulo del dentista Wagenheim. Destruyan mis deseos, derriben mi ideal, preséntenme una meta mejor, y yo los seguiré. Me dirán ustedes, tal vez, que no vale la pena preocuparse por mí; pero piensen que yo puedo responderles lo mismo. Estamos discutiendo seriamente, pero les advierto que si ustedes no se dignan concederme su atención, no me echaré a llorar. Tengo mi subsuelo.
¡Pero mientras yo exista, mientras yo desee, que mis manos se sequen si llevo un solo ladrillo a esa casa! No me digan que yo mismo he renunciado hace poco al palacio de cristal por el único motivo de que no podía sacarle la lengua. Si he hablado así no ha sido porque me guste sacar la lengua. Acaso lo que me irrita es precisamente que, entre todos los edificios que tienen ustedes, no haya uno solo al que no se le tenga que sacar la lengua. Es decir, me haría cortar la lengua, en un impulso de agradecimiento, si se arreglasen las cosas de modo que yo perdiese las ganas de sacar la lengua. Pero ¿qué me importa que las cosas no puedan arreglarse así y que haya que conformarse con tener un alojamiento económico? ¿Por qué tengo semejantes deseos? ¿Acaso no estoy constituido así para poder comprobar que esta constitución es sólo una broma de mal gusto? Pero ¿es éste verdaderamente el único objetivo? No lo admito.
Por otra parte, ¿saben ustedes lo que les digo? Que estoy persuadido de que nosotros, los hombres del subsuelo, debemos estar atraillados. El hombre del subsuelo es capaz de permanecer silencioso en su cobijo durante cuarenta años; pero si sale del subsuelo, empieza a hablar, y ya no hay modo de detenerlo.

En Memorias del subsuelo
Traducción de Rafael Cañete

James Joyce - Duplicados



El timbre sonó rabioso y, cuando Miss Parker se acercó al tubo, una voz con un penetrante acento de Irlanda del Norte gritó furiosa:
- ¡A Farrington que venga acá!
Miss Parker regresó a su máquina, diciéndole a un hombre que escribía en un escritorio:
- Mr Alleyne, que suba a verlo.
El hombre musitó un ¡Maldita sea! y echó atrás su silla para levantarse. Cuando lo hizo se vio que era alto y fornido. Tenía una cara colgante, de color vino tinto, con cejas y bigotes rubios: sus ojos, ligeramente botados, tenían los blancos sucios. Levantó la tapa del mostrador y, pasando por entre los clientes, salió de la oficina con paso pesado.
Subió lerdo las escaleras hasta el segundo piso, donde había una puerta con un letrero que decía Mr Alleyne. Aquí se detuvo, bufando de hastío, rabioso, y tocó. Una voz chilló: - -¡Pase!
El hombre entró en la oficina de Mr Alleyne. Simultáneamente, Mr Alleyne, un hombrecito que usaba gafas de aro de oro sobre una cara raída, levantó su cara sobre una pila de documentos. La cara era tan rosada y lampiña que parecía un gran huevo puesto sobre los papeles. Mr Alleyne no perdió un momento:
- ¿Farrington? ¿Qué significa esto? ¿Por qué tengo que quejarme de usted siempre? ¿Puedo preguntarle por qué no ha hecho usted copia del contrato entre Bodley y Kirwan? Le dije bien claro que tenía que estar listo para las cuatro.
- Pero Mr Shelly, señor, dijo, dijo…
- Mr Shelly, señor, dijo… Haga el favor de prestar atención a lo que digo yo y no a lo que Mr Shelly, señor, dice. Siempre tiene usted una excusa para sacarle el cuerpo al trabajo. Déjeme decirle que si el contrato no está listo esta tarde voy a poner el asunto en manos de Mr Crosbie… ¿Me oye usted?
- Sí, señor.
- ¿Me oye usted ahora?… ¡Ah, otro asuntico! Más valía que me dirigiera a la pared y no a usted. Entienda de una vez por todas que usted tiene media hora para almorzar y no hora y media. Me gustaría saber cuántos platos pide usted… ¿Me está atendiendo?
- Sí, señor.
Mr Alleyne hundió su cabeza de nuevo en la pila de papeles. El hombre miró fijo al pulido cráneo que dirigía los negocios de Crosbie & Alleyne, calibrando su fragilidad. Un espasmo de rabia apretó su garganta por unos segundos y después pasó, dejándole una aguda sensación de sed. El hombre reconoció aquella sensación y consideró que debía coger una buena esa noche. Había pasado la mitad del mes y, si terminaba esas copias a tiempo, quizá Mr Alleyne le daría un vale para el cajero. Se quedó mirando fijo a la cabeza sobre la pila de papeles. De pronto, Mr Alleyne comenzó a revolver entre los papeles buscando algo. Luego, como si no hubiera estado consciente de la presencia de aquel hombre hasta entonces, disparó su cabeza hacia arriba otra vez y dijo:
- ¿Qué, se va a quedar parado ahí el día entero? ¡Palabra, Farrington, que toma usted las cosas con calma!
- Estaba esperando a ver si…
- Muy bien, no tiene usted que esperar a ver si. ¡Baje a hacer su trabajo!
El hombre caminó pesadamente hacia la puerta y, al salir de la pieza, oyó cómo Mr Alleyne le gritaba que si el contrato no estaba copiado antes de la noche Mr Crosbie tomaría el asunto entre manos.
Regresó a su buró en la oficina de los bajos y contó las hojas que le faltaban por copiar. Cogió la pluma y la hundió en la tinta, pero siguió mirando estúpidamente las últimas palabras que había escrito: En ningún caso deberá el susodicho Bernard Bodley buscar… Caía el crepúsculo: en unos minutos encenderían el gas y entonces sí podría escribir bien. Sintió que debía saciar la sed de su garganta. Se levantó del escritorio y, levantando la tapa del mostrador como la vez anterior, salió de la oficina. Al salir, el oficinista jefe lo miró, interrogativo.
- Está bien, Mr Shelly -dijo el hombre, señalando con un dedo para indicar el objetivo de su salida.
El oficinista jefe miró a la sombrerera y viéndola completa no hizo ningún comentario. Tan pronto como estuvo en el rellano el hombre sacó una gorra de pastor del bolsillo, se la puso y bajó corriendo las desvencijadas escaleras. De la puerta de la calle caminó furtivo por el interior del pasadizo hasta la esquina y de golpe se escurrió en un portal. Estaba ahora en el oscuro y cómodo establecimiento de O'Neill y, llenando el ventanillo que daba al bar con su cara congestionada, del color del vino tinto o de la carne magra, llamó:
- Atiende, Pat, y sé bueno: sírvenos un buen t.c.
El dependiente le trajo un vaso de cerveza negra. Se lo bebió de un trago y pidió una semilla de carvi. Puso su penique sobre el mostrador y, dejando que el dependiente lo buscara a tientas en la oscuridad, dejó el establecimiento tan furtivo como entró.
La oscuridad, acompañada de una niebla espesa, invadía el crepúsculo de febrero y las lámparas de Eustace Street ya estaban encendidas. El hombre se pegó a los edificios hasta que llegó a la puerta de la oficina y se preguntó si acabaría las copias a tiempo. En la escalera un pegajoso perfume dio la bienvenida a su nariz: evidentemente Miss Delacour había venido mientras él estaba en O'Neill's. Arrebujó la gorra en un bolsillo y volvió a entrar en la oficina con aire abstraído.
- Mr Alleyne estaba preguntando por usted -dijo el oficinista jefe con severidad-. ¿Dónde estaba metido?
El hombre miró de reojo a dos clientes de pie ante el mostrador para indicar que su presencia le impedía responder. Como los dos clientes eran hombres el oficinista jefe se permitió una carcajada.
- Yo conozco el juego -le dijo-. Cinco veces al día es un poco demasiado… Bueno, más vale que se agilice y le saque una copia a la correspondencia del caso Delacour para Mr Alleyne.
La forma en que le hablaron en presencia del público, la carrera escalera arriba y la cerveza que había tomado con tanto apuro habían confundido al hombre y al sentarse en su escritorio para hacer lo requerido se dio cuenta de lo inútil que era la tarea de terminar de copiar el contrato antes de las cinco y media. La noche, oscura y húmeda, ya estaba aquí y él deseaba pasarla en los bares, bebiendo con sus amigos, entre el fulgor del gas y tintineo de vasos. Sacó la correspondencia de Delacour y salió de la oficina. Esperaba que Mr Alleyne no se diera cuenta de que faltaban dos cartas.
El camino hasta el despacho de Mr Alleyne estaba colmado de aquel perfume penetrante y húmedo. Miss Delacour era una mujer de mediana edad con aspecto de judía. Venía a menudo a la oficina y se quedaba mucho rato cada vez que venía. Estaba sentada ahora junto al escritorio en su aire embalsamado, alisando con la mano el mango de su sombrilla y asintiendo con la enorme pluma negra de su sombrero. Mr Alleyne había girado la silla para darle el frente, el pie derecho montado sobre la rodilla izquierda. El hombre dejó la correspondencia sobre el escritorio, inclinándose respetuosamente, pero ni Mr Alleyne ni Miss Delacour prestaron atención a su saludo. Mr Alleyne golpeó la correspondencia con un dedo y luego lo sacudió hacia él diciendo: Está bien: puede usted marcharse.
El hombre regresó a la oficina de abajo y de nuevo se sentó en su escritorio. Miró, resuelto, a la frase incompleta: «En ningún caso deberá el susodicho Bernard Bodley buscar…», y pensó que era extraño que las tres últimas palabras empezaran con la misma letra. El oficinista jefe comenzó  apurar a Miss Parker, diciéndole que nunca tendría las cartas mecanografiadas a tiempo para el correo. El hombre atendió al taclequeteo de la máquina por unos minutos y luego se puso a trabajar para acabar la copia.Pero no tenía clara la cabeza y su imaginación se extravió en el resplandor y el bullicio del pub. Era una noche para ponche caliente. Siguió luchando con su copia, pero cuando dieron las cinco en el reloj todavía le quedaban catorce páginas por hacer. ¡Maldición! No acabaría a tiempo. Necesitaba blasfemar en voz alta, descargar el puño con violencia en alguna parte. Estaba tan furioso que escribió «Bernard Bernard» en vez de «Bernard Bodley», y tuvo que empezar una página limpia de nuevo.
Se sentía con fuerza suficiente para demoler la oficina él solo. El cuerpo le pedía hacer algo, salir a regodearse en la violencia. Las indignidades de la vida lo enfurecían… ¿Le pediría al cajero un adelanto a título personal? No, el cajero no serviría de nada, mierda: no le daría el adelanto… Sabía dónde encontrar a los amigos: Leonard y O'Halloran y Chisme Flynn. El barómetro de su naturaleza emotiva indicaba altas presiones violentas. 
Estaba tan abstraído que tuvieron que llamarlo dos veces antes de responder. Mr. Alleyne y Miss Delacour estaban delante del mostrador y todos los empleados se habían vuelto, a la expectativa. El hombre se levantó de su escritorio. Mr. Alleyne comenzó a insultarlo, diciendo que faltaban dos cartas. El hombre respondió que no sabía nada de ellas, que él había hecho una copia fidedigna. Siguieron los insultos: tan agrios y violentos que el hombre apenas podía contener su puño para que no cayera sobre la cabeza del pigmeo que tenía delante.
—No sé nada de esas otras dos cartas —dijo, estúpidamente.
—«No-sé-nada.» Claro que no sabe usted nada —dijo Mr. Alleyne—.Dígame —añadió, buscando con la vista la aprobación de la señora que tenía al lado—, ¿me toma usted por idiota o qué? ¿Cree usted que yo soy un completo idiota?
Los ojos del hombre iban de la cara de la mujer a la cabecita de huevo, y viceversa; y, casi antes de que se diera cuenta de ello, su lengua tuvo un momento feliz:
—No creo, señor —le dijo—, que sea justo que me haga usted a mí esa pregunta.
Se hizo una pausa hasta en la misma respiración de los empleados.Todos estaban sorprendidos (el autor de la salida no menos que sus vecinos), y Miss Delacour, que era una mujer robusta y afable, empezó a reírse. Mr. Alleyne se puso rojo como una langosta y su boca se torció con la vehemencia de un enano. Sacudió el puño en la cara del hombre hasta que pareció vibrar como la palanca de alguna maquinaria eléctrica.
—¡So impertinente! ¡So rufián! ¡Le voy a dar una lección! ¡Va a saber lo que es bueno! ¡Se excusa usted por su impertinencia o queda despedido al instante! ¡O se larga usted, ¿me oye?, o me pide usted perdón!
Se quedó esperando en el portal frente a la oficina para ver si el cajero salía solo. Pasaron todos los empleados y, finalmente, salió el cajero con el oficinista jefe. Era inútil hablarle cuando estaba con el jefe. El hombre se sabía en una posición desventajosa. Se había visto obligado a dar una abyecta disculpa a Mr. Alleyne por su impertinencia, pero sabía la clase de avispero que sería para él la oficina en el futuro. Podía recordar cómo Mr.Alleyne le había hecho la vida imposible a Peakecito para colocar en su lugar a un sobrino. Se sentía feroz, sediento y vengativo: molesto con todos y consigo mismo. Mr. Alleyne no le daría un minuto de descanso; su vida sería un infierno. Había quedado en ridículo, ¿Por qué no se tragaba la lengua? Pero nunca congeniaron, él y Mr. Alleyne, desde el día en que Mr. Alleyne lo oyó burlándose de su acento de Irlanda del Norte para hacerles gracia a Higgins y a Miss Parker: ahí empezó todo. Podría haberle pedido prestado a Higgins, pero nunca tenía nada. Un hombre con dos casas que mantener, cómo iba, claro, a tener…
Sintió que su corpachón dolido echaba de menos la comodidad del pub. La niebla le calaba los huesos, y se preguntó si podría darle un toque a Paten O'Neill's. Pero no podría tumbarle más que un chelín — y  de qué sirve un chelín. Y, sin embargo, tenía que conseguir dinero como fuera: había gastado su último penique en la negra y dentro de un momento sería demasiado tarde para conseguir dinero en otro sitio. De pronto, mientras se palpaba la cadena del reloj, pensó en la casa de préstamos de Terry Kelly, en Fleet Street. ¡Trato hecho! ¿Cómo no se le ocurrió antes?
Con paso rápido atravesó el estrecho callejón de Temple Bar, diciendo por lo bajo que podían irse todos a la mierda, que él iba a pasarlo bien esa noche. El dependiente de Terry Kelly dijo: «¡Una corona!» Pero el acreedor insistió en seis chelines; y como suena le dieron seis chelines. Salió alegre de la casa de empeño, formando un cilindro con las monedas en su mano.En Westmoreland Street las aceras estaban llenas de hombres y mujeres jóvenes volviendo del trabajo y de chiquillos andrajosos corriendo de aquí para allá gritando los nombres de los diarios vespertinos. El hombre atravesó la multitud presenciando el espectáculo por lo general con satisfacción llena de orgullo y echando miradas castigadoras a las oficinistas. Tenía la cabeza atiborrada de estruendo de tranvías, de timbres y de frote de troles, y su nariz ya olfateaba las coruscantes emanaciones del ponche. Mientras avanzaba repasaba los términos en que relataría el incidente a los amigos:
Así que lo miré a él en frío, tú sabes, y le clavé los ojos a ella. Luego lo miré a él de nuevo, con calma, tú sabes. «No creo que sea justo que usted me pregunte a mí eso», díjele.
Chisme Flynn estaba sentado en su rincón de siempre en Davy Byrne'sy, cuando oyó el cuento, convidó a Farrington a una media, diciéndole que era la cosa más grande que oyó jamás. Farrington lo convidó a su vez. Al rato vinieron O'Halloran y Paddy Leonard. Hizo de nuevo el cuento.
O'Halloran pagó una ronda de maltas calientes y contó la historia de la respuesta que dio al oficinista jefe cuando trabajaba en la Callan's de Fownes's Street: pero, como su respuesta tenía el estilo que tienen en las églogas los pastores liberales, tuvo que admitir que no era tan ingeniosa como la contestación de Farrington. En esto Farrington les dijo a los amigos que la pulieran, que él convidaba.
¡Y quién vino cuando hacía su catálogo de venenos sino Higgins! Claroque se arrimó al grupo. Los amigos le pidieron que hiciera su versión del cuento, y él la hizo con mucha vivacidad, ya que la visión de cinco whiskys calientes es muy estimulante. El grupo rugió de risa cuando mostró cómo Mr. Alleyne sacudía el puño en la cara de Farrington. Luego, imitó a Farrington, diciendo: «Y allí estaba mi tierra, tan tranquila», mientras Farrington miraba a la compañía con ojos pesados y sucios, sonriendo y aveces chupándose las gotas de licor que se le escurrían por los bigotes.
Cuando terminó la ronda se hizo una pausa. O'Halloran tenía algo, pero ninguno de los otros dos parecía tener dinero, por lo que el grupo tuvo que dejar el establecimiento a pesar suyo. En la esquina de Duke Street, Higgins y Chisme Flynn doblaron a la izquierda, mientras que los otros tres dieron la vuelta rumbo a la ciudad. Lloviznaba sobre las calles frías, y, cuando llegaron a las Oficinas de Lastre, Farrington sugirió la Scotch House. El bar estaba colmado de gente y del escándalo de bocas y de vasos. Los tres hombres se abrieron paso por entre los quejumbrosos cerilleros a la entrada y formaron su grupito en una esquina del mostrador. Empezaron a cambiar cuentos. Leonard les presentó a un tipo joven llamadoWeathers, que era acróbata y artista itinerante del Tívoli. Farrington invitó a todo el mundo. Weathers dijo que tomaría una medida de whisky del país y Apollinaris. Farrington, que tenía noción de las cosas, les preguntó a los amigos si iban a tomar también Apollinaris; pero los amigos le dijeron a Tim que hiciera el de ellos caliente. La conversación giró en torno al teatro. O´Halloran pagó una ronda y luego Farrington pagó otra, con Weathers protestando de que la hospitalidad era demasiado irlandesa. Prometió que los llevaría tras bastidores que él y Leonard irían pero no Farrington, ya que era casado; y los pesados ojos sucios de Farrington miraron socarrones a sus amigos, en prueba de que sabía que era chacota. Weathers hizo que todos bebieran una tinturita por cuenta suya y prometió que los vería algo más tarde en Mulligan´s de Poolbeg Street.
Cuando la Scotch House cerró se dieron una vuelta por Mulligan´s. Fueron al salón de atrás y O’Halloran ordenó grogs para todos. Empezaban a sentirse entonados. Farrington acababa de convidar otra ronda cuando regresó Weathers. Para gran alivio de Farrington esta vez pidió un vaso de negra. Los fondos escaseaban, pero les quedaba todavía para ir tirando. Al rato entraron dos mujeres jóvenes con grandes sombreros y un joven de traje a cuadros y se sentaron en una mesa vecina. Weathers los saludó y les dijo a su grupo que acababan de salir de Tívoli. Los ojos de Farrington se extraviaban a menudo en dirección a una de las mujeres. Había una nota escandalosa en su atuendo. Una inmensa bufanda de muselina azul pavoreal daba vueltas al sombrero para anudarse en un gran lazo por debajo de la barbilla; y llevaba guantes color amarillo chillón, que le llegaban al codo. Farrington miraba, admirado, el rollizo brazo que ella movía a menudo y con mucha gracia; y cuando más tarde, ella le devolvió la mirada, admiró aun más sus grandes ojos pardos. Todavía lo fascinó la expresión oblicua que tenían. Ella lo miró de reojo una o dos veces y cuando el grupose marchaba, rozó su silla y dijo Oh perdón con acento de Londres. La vio salir del salón en espera de que ella mirara hacia atrás, pero se quedó esperando. Maldijo su escasez de dinero y todas las rondas que había tenido que pagar, particularmente los whiskys y las Apollinaris que tuvo que pagarle a Weathers. Si había algo que detestaba era un gorrista. Estaba tan bravo que perdió el rastro de la conversación de sus amigos.
Cuando Paddy Leonard le llamó la atención se enteró de que estaban hablando de pruebas de fortaleza física. Weathers exhibía sus músculos al grupo y se jactaba tanto que los otros dos llamaron a Farrington para que defendiera el honor patrio. Farrington accedió a subirse una manga y mostró sus bíceps a los circunstantes. Se examinaron y comprobaron ambos brazos, y finalmente se acordó que lo que había que hacer era pulsar. Limpiaron la mesa y los dos hombres apoyaron sus codos en ella, enlazando las manos. Cuando Paddy Leonard dijo: «¡Ahora!», cada cual trató de derribar el brazo del otro. Farrington se veía muy serio y decidido.
Empezó la prueba. Después de unos treinta segundos, Weathers bajó el brazo de su contrario poco a poco hasta tocar la mesa. La cara color de vino tinto de Farrington se puso más tinta de humillación y de rabia al haber sido derrotado por aquel mocoso.
—No se debe echar nunca el peso del cuerpo sobre el brazo —dijo—.Hay que jugar limpio.
—¿Quién no jugó limpio? —dijo el otro.
—Vamos de nuevo. Dos de tres.
La prueba comenzó de nuevo. Las venas de la frente se le botaron a Farrington, y la palidez de la piel de Weathers se volvió tez de peonía. Sus manos y brazos temblaban por el esfuerzo. Después de un largo pulseo, Weathers volvió a bajar la mano de su rival, lentamente, hasta tocar la mesa. Hubo un murmullo de aplauso de parte de los espectadores. El dependiente, que estaba de pie detrás de la mesa, movió en asentimiento su roja cabeza hacia el vencedor y dijo con confianza zoqueta:
—¡Vaya! ¡Más vale maña!
—¿Y qué carajo sabes tú de esto? —dijo Farrington furioso, cogiéndola con el hombre—. ¿Qué tienes tú que meter tu jeta en esto?
—¡Sió! ¡Sió! —dijo O'Halloran, observando la violenta expresión de Farrington—. A ponerse con lo suyo, caballeros. Un sorbito y nos vamos.
El hombre, con cara de pocos amigos, esperaba en la esquina del puente de O'Connell el tranvía que lo llevaba a su casa. Estaba lleno de rabia contenida y de resentimiento. Se sentía humillado y con ganas de desquitarse; no estaba siquiera borracho; y no tenía más que dos peniques en el bolsillo. Maldijo a todos y a todo. Estaba liquidado en la oficina, había empeñado el reloj y gastado todo el dinero; y ni siquiera se había emborrachado. Empezó a sentir sed de nuevo y deseó regresar al caldeado pub. Había perdido su reputación de fuerte, derrotado dos veces por un mozalbete. Se le llenó el corazón de rabia, y cuando pensó en la mujer del sombrerón que se rozó con él y le pidió «¡Perdón!», su furia casi lo ahogó.
El tranvía lo dejó en Shelbourne Road y enderezó su corpachón por la sombra del muro de las barracas. Odiaba regresar a casa. Cuando entró por el fondo se encontró con la cocina vacía y el fogón de la cocina casi apagado. Gritó por el hueco de la escalera:
—¡Ada! ¡Ada!
Su esposa era una mujercita de cara afilada que maltrataba a su esposo si estaba sobrio y era maltratada por éste si estaba borracho. Tenían cinco hijos. Un niño bajó corriendo las escaleras.
—¿Quién es ése? —dijo el hombre, tratando de ver en la oscuridad.
—Yo, papá.
—¿Quién es yo? ¿Charlie?
—No, papá, Tom.
—¿Dónde se metió tu madre?
—Fue a la iglesia.
—Vaya… ¿Me dejó comida?
—Sí, papá, yo…
—Enciende la luz. ¿Qué es esto de dejar la casa a oscuras? ¿Ya están los otros niños en la cama?
El hombre se sentó pesadamente a la mesa mientras el niño encendía la lámpara. Empezó a imitar la voz blanca de su hijo, diciéndose a media: «A la iglesia. ¡A la iglesia, por favor!» Cuando se encendió la lámpara, dio un puñetazo en la mesa y gritó:—¿Y mi comida?
—Yo te la voy… a hacer, papá —dijo el niño.
El hombre saltó furioso, apuntando para el fogón.
—¿En esa candela? ¡Dejaste apagar la candela! ¡Te voy a enseñar por lo más sagrado a no hacerlo de nuevo!
Dio un paso hacia la puerta y sacó un bastón de detrás de ella.
—¡Te voy a enseñar a dejar que se apague la candela! —dijo, subiéndose las mangas para dejar libre el brazo.
El niño gritó: «Ay, papá», y le dio vueltas a la mesa, corriendo y gimoteando. Pero el hombre le cayó detrás y lo agarró por la ropa. El niño miró a todas partes desesperado, pero al ver que no había escape, se hincó de rodillas.
—¡Vamos a ver si vas a dejar apagar la candela otra vez! —dijo el hombre, golpeándolo salvajemente con el bastón—. ¡Vaya, coge, maldito!
El niño soltó un alarido de dolor al sajarle el palo un muslo. Juntó las manos en el aire y su voz tembló de terror.
—¡Ay, papá! —gritaba—. ¡No me pegues, papaíto! Que voy a rezar un padrenuestro por ti… Voy a rezar un avemaria por ti, papacho, si no me pegas… Voy a rezar un padrenuestro…


En Dublineses
Traducción: Guillermo Cabrera Infante

Alberto Laiseca: La caída del Rey Nan


El rey Nan se despertó solo, naturalmente. ¿Quién iba a despertarlo si sus sirvientes habían huido? Siempre fue un hombre muy animoso que por las mañanas revisaba decenas de expedientes, aun cuando ello no tuviera utilidad alguna ya que sus órdenes no se cumplían, incluso en aquella época. Obligábase a ello para evitar desmoralizaciones, propias y ajenas. Siempre se levantó de un salto, el último soberano de la dinastía Chou. El protocolo establecía que su sueño fuese interrumpido por el Mandarín del Despertar. Éste lo hacía, en efecto, claro que con miles de cuidados y gestos de disculpas: agitaba una campanilla de jade en su oreja, si esto no daba resultado apelaba a una campanilla más grande, y luego a otra aún mayor, hasta llegar a la súper, gigante y de bronce, idónea para príncipes parranderos y remolones. Como es lógico, aquel instrumento de broncíneo acento no podía usarse así como así: este acto dramático requería poco menos que una consulta de Estado. Se recordaban por lo menos tres casos de Mandarines del Despertar que debieron —absolutamente horrorizados y lívidos— poner en funciones tan fastidioso e impopular instrumento. Uno de los Mandarines fue enterrado vivo. Otro debió padecer el suplicio de la Arena del Viento de Mongolia y el tercero sufrió la legendaria Muerte de las Mil Heridas, ya citada por Confucio. Esta última constituye un fin de naturaleza tan atroz que evitaré detallarlo, a fin de que el lector no se horrorice por anticipado. Claro que todo esto no ocurrió con el rey Nan sino con otros monarcas Chou, sus predecesores; en primer lugar porque Nan siempre fue muy humano y jamás dio suplicio sin motivos o por un arrebato o un ataque de furia inspirado por faltas insignificantes (ni siquiera lo daba, muchas veces, cuando el otro lo merecía de sobra). En segundo lugar digamos que tenía el sueño muy ligero y acostumbraba levantarse solo, sin ayuda del Mandarín del Despertar, ni del de la Primera Colación, ni del Horóscopo del Día, ni de la Lectura de las Audiencias, ni del Ayudante de las Babuchas Imperiales u otras estupideces. Tales protocolos le parecían estúpidos, al menos. Sus faltas contra el ceremonial de la madrugada le trajeron no pocos problemas.
"El ritual abastece al príncipe en su concordia. Lo calma, lo comunica con los ancestros y así es como éstos pueden ayudarlo", decían sus Consejeros. Y él: "Qué tontería. Aunque tengan algo de razón igual estoy en desacuerdo. Si mi destino es ser ayudado lo seré de todas formas. Los tiempos se aceleran. El enemigo se acerca". "Justo por eso, mi Señor. Más que nunca debes tener la calma que otorga el ritual. No procedas como un bárbaro que lo primero que toca es su espada, no bien se despierta. Las armas pierden su filo con el transcurso del día. ¿No es más prudente acercarse a ellas por la tarde, para que así su poder se conserve intacto?" Pero él, con frialdad: "Ordena que traigan mis expedientes".
Y ahora, por fin había llegado su mañana postrera. Ya nadie lo importunaría por no haber esperado a la campanilla de jade. La Cámara Real de Nan estaba casi vacía pero cubierta de azul: tal el cromatismo de las losas del piso y de la seda que ocultaba las paredes. Sólo su cama era roja y parecía una cuevita o la caparazón de una tortuga. Esto es: la cama constaba en la parte superior de una suerte de dosel cóncavo, de madera, como ella, semejante a la defensa de un gliptodonte. En el centro del techo de la cámara, pintado, un fénix de oro: tan diminuto que para distinguirlo hubiera sido preciso treparse a un taburete. El azul descansa, el rojo potencia, el fénix protege.
Ahora, en el extremo de su vida, el rey Nan se despertó por última vez. Como siempre le costó salir de su gliptodonte. Miró el fénix y se vistió de prisa. Los ladrones no se habían animado a entrar en la cámara, aunque nada demasiado valioso hubieran podido encontrar en ella, pero Nan no ignoraba que el resto del Palacio, a estas horas, estaría totalmente desvalijado. Salió al corredor gigantesco lleno de columnas y dragones. Ni risas de mujeres ni órdenes lejanas de guardias. ¿Qué se había hecho del cuchicheo de los eunucos, siempre charlatanes? El Palacio estaba tan desierto que parecía Gobi. Sobre el pavimento, Nan pudo ver sangre, ropas tiradas, porcelana rota y hasta el cabo de una lanza sin su punta de hierro. Muy cerca, a la derecha del ancho pasillo, se abría la puerta policromada del sector de las concubinas. La tarde anterior, antes de encerrarse en su aposento, el Emperador habló con sus mujeres a fin de explicarles la situación. Los ejércitos de Chou habían sido derrotados y las tropas de Chau Siang, Rey de Ch'in, se acercaban. Ignoraba si la intención del enemigo era tomar Lo, la Capital, pero esto era lo de menos: la dinastía estaba muerta. "No esperen clemencia. Ustedes, como mis esposas, serán maltratadas y usadas como pasto de tropa. Quizá las maten o las vendan como esclavas. A nada las obligo. La que quiera escapar al Este, y así sobrevivir un tiempo más, puede hacerlo. Yo permaneceré aquí, pero nadie tiene por qué acompañarme a los Torrentes Amarillos (1). Quedan, como mis guardias y asistentes, liberadas del servicio. Sólo les recomiendo que tomen su decisión cuanto antes. Dejo veinte monedas de oro a cada una y mis últimos veinte hombres, que se harán matar con tal de abrirles paso hasta Chou Oriental. Allá gobierna mi pariente, pero no se hagan ilusiones pues él también está en grave peligro y su caída es sólo cuestión de tiempo. Les digo adiós y que el Cielo las acompañe."
Cuando Nan terminó de hablar el escándalo estalló entre las mujeres. Algunas daban gritos, otras lloraban; las menos permanecían en silencio, pálidas, de rodillas y mirando el suelo. Una de estas últimas, Ciruelo Dorado, era joven y hermosa. Levantó el rostro, miró a Nan y le pidió sin aspavientos ni lágrimas: "Déjame permanecer contigo". Ciruelo Dorado era su favorita y, al ver su rostro de niña, él siempre se conmovia. La sola idea de suponerla muerta lo ponía loco, de modo que ideó una estratagema a fin de salvarla: "En mi hora final no necesito mujeres. Esta noche dormiré solo". Dio media vuelta y se marchó raudo, a fin de que su rostro no denunciara la debilidad. Ciruelo Dorado, impenetrable, miró el diminuto fénix del techo de las concubinas.
Esa mañana, al ver la puerta de madera polícroma del gineceo, decidió entrar a fin de verificar si alguna se había quedado ganándose el derecho a morir con su Emperador. Pero tuvo una horrible sorpresa: Ciruelo Dorado y otras siete se habían quitado la vida.
Ternura, horror y culpa. Por salvarlas perdió la felicidad final de morir juntos. Qué omnipotencia pensar que los demás siempre obrarán como uno espera.
Una tos discreta, a su espalda, lo hizo volver. Era Li, su último mago fiel. Éste entendía todo sin preguntas y dijo, luego de una respetuosa reverencia:
—Mi Señor. ya nada puedes hacer aquí. Salgamos al jardín pues quiero hablarte.
—Li. Ella, anoche... Ciruelo Dorado me dijo que deseaba quedarse, pero yo creí que podía...
—Cuando uno trata de mejorar ciertos destinos sólo consigue complicarlos. Vámonos de este sitio, te lo suplico.
Las puertas del Palacio estaban abiertas y también las del muro externo. El pasto de los jardines había sido cortado pocas jornadas atrás pero era tal la sensación de abandono, en aquel desolado erial, que el espejismo de imaginarios yuyos se levantaba entre las junturas de las losas, al pie de las plantas frutales, los pinos y los macizos de flores. Nan y Li cruzaron un pequeño puente sobre un arroyuelo y desembocaron en una pequeña pradera esplendorosa. La persistencia enjoyada del pasto debíase a que los ladrones y la gente entrada en pánico no lo habían pisoteado. No por respeto, ciertamente, sino debido a una superstición. Las residencias reales, en China, siempre fueron descentralizadas. Los reyes europeos, y también muchos asiáticos, ordenaron para su gloria la erección de grandes edificios compactos, con cientos de habitaciones y poderosas murallas, capaces de resistir un asedio. En tal sentido se dan la mano los palacios asirios y egipcios, babilónicos e ingleses. Los chinos, en cambio, más individualistas y respetuosos de los distintos estadios del alma (que, a veces, desea estar sola), construyeron para sus Emperadores sistemas arquitectónicos discontinuos. Para ellos era inconcebible que las mujeres, los guardias, los eunucos, el Museo, las armas y el Tesoro Real estuviesen confundidos en el mismo edificio con el Hijo del Cielo, en un mazacote único, promiscuo, sin flores y sin belleza. Ríos artificiales y pequeños puentes separaban las distintas partes del todo. Si en el Palacio Imperial del último Chou el dormitorio del soberano era contiguo con el recinto de las concubinas, ello se debió a una orden de Nan a sus arquitectos. Darles tanta importancia y jerarquía a las mujeres, tanta como para desear tenerlas excesivamente cerca, fue una decisión muy criticada por los cortesanos. De todos los puentes que salían de la residencia propia de Nan, sólo uno estaba reservado con exclusividad al soberano. Por una curiosa superstición, muy difícil de explicar, los mismos que no se hicieron matar por él y que incluso robaron sus pertenencias en la huida respetaron en cambio el imperial Puente del Fénix. Como nadie pasó por allí, la pequeña pradera esplendorosa de la cual hablamos pudo salvarse de la destrucción.
Nan y Li se sentaron sobre el pasto. El mago había traído una diminuta caja de madera, en cuya tapa corrediza estaba grabado el símbolo Yin—Yang rodeado por los ocho trigramas del Pa Kua, y un envoltorio más voluminoso. Dejando la cajita a un lado procedió a desenvolver el paquete grande.
—Traje un poco de comida de mi casa, pues imaginé que en tu Palacio tan enorme los cobardes no habrían dejado ni un puñado de trigo con gorgojos. A ver. Veamos qué tenemos aquí: verduras en salmuera, arroz con pollo, el Huevo Chino de los Cien Años y algo de vino. Te propongo que comamos sin más ceremonias. —Li peroraba a fin de distraerlo. No quería que el Hijo del Cielo muriese domesticado por el dolor. Miró de reojo a su Rey y prosiguió: Estás muy silencioso, mi Señor. Quizá te ofende que haya violado el protocolo.
—Ciruelo Dorado, pobrecita... ¿Por qué me habrá querido tanto, si no soy más que un viejo?
—Y no era la única en quererte. Otras siete se mataron con ella.
—Es cierto. Aun ahora soy inhumano. No tendrán funerales, pobres hermosas, ni tableta ancestral que las recuerde.
—Hazles funerales dentro de ti. Que tu propio corazón sea la tableta con ideogramas.
—Pronto arrasarán el Panteón de los Chou. Yo mismo padeceré en el otro mundo por falta de ofrendas, recién ahora se me ocurre.
—No es que te recomiende que lo hagas, pero es mi obligación recordarte que aún puedes huir al Este. Tengo caballos.
—Si huyo a Chou Oriental quedaré transformado en un Emperador irrisorio. Caeré cada vez más bajo. Cuando los Imperios cambian su Capital es porque ha llegado el fin de la dinastía. Bonito espectáculo daría yo, huyendo, cuando hasta mis mujeres han tenido el valor de matarse. Estos cobardes han huido porque creen que Ch'in tomará Lo. Yo no lo creo. La reserva como postre, para cuando tome todo Chou, incluyendo la parte del Este.
Más allá de la pradera esplendorosa, donde reposaban Nan y Li cruzando un riacho y al lado de un macizo de flores amarillas pisoteadas, al aire libre pero frente a la puerta del Museo, podían verse unos objetos cilíndricos de basalto negro: los famosos tambores de piedra de la dinastía Chou. Eran rocas con más o menos la apariencia de tambores. Allí estaban grabados setecientos ideogramas que daban cuenta de cierta expedición de caza que realizó un Emperador quinientos cincuenta años antes de Nan. Esta expedición había sido importante, y sobre todo lo fue consignarla, pues así como se caza se guerrea. Las palabras comenzaban a borrarse pero aún eran legibles.
Mientras Li partía el Huevo Chino de Cien Años en partes iguales, dijo Nan luego de tomar un sorbo de vino:
—Si no fuera por lo que pesan, esos bandidos se hubiesen llevado hasta los tambores de piedra.
—No te preocupes: ya se los llevarán los Ch'in a su Museo de la Guerra —comentó Li con indiferencia, tendiéndole la mitad del Huevo.
—Los Ch'in. Pensar que seis siglos atrás uno de mis antepasados nombró Duque de Ch'in a un tal Fei Tzi, que no era otra cosa que un caballerizo. Sin duda mi antecesor no se soñaba que los descendientes de ese hombre se tragarían a Chou como el gusano devora la manzana. Incluso es probable que el buen rey Chau Siang corte la cabeza de mi cadáver para construirse con ella una copa y tomar vino. Éstas son algunas de las bonitas costumbres que tomaron de los Hsiang Nu, los Hu y otros bárbaros.
—Si quieres puedo quemar tu cabeza para que Chau no pueda darse ese gusto.
—No, nada de eso. No lo prives de ese placer. Después de todo se lo ha ganado. Ch'in esperó seiscientos años este glorioso momento. Pienso, en cambio, crearle una preocupación menor con los Nueve Tripodes Sagrados (2). Hace tres días los saqué de Lo. Al fin, claro, caerán en sus manos, pero lo hago para molestarlo.
En ese instante, del Oeste al Este pasó volando una grulla negra. El rostro de Nan ensombreció:
—Es la Grulla de Ch'in.
Li echó un rápido vistazo al ave y siguió comiendo y tomando cortos sorbos de vino sin hacer comentarios. Nan prosiguió:
—Me parece que por primera vez veo las cosas. Sonidos, colores. Con la realidad de los sueños pero mejor, pues aquí soy dueño de mi persona.
—¿Por qué "la realidad de los sueños"?
—Porque los sueños son violentos y reales, pero te dominan. Y este sitio es tan verdadero como un sueño pero incomparablemente superior. Durante cincuenta y ocho años he sido un Emperador de fantasía, que ni siquiera fue Rey...
—Has sido un gran Rey y quizás el más noble de todos los Emperadores Chou.
—Pero no tenía poder verdadero y mis órdenes no se cumplían. Todo me salió mal y, aparte, el Dragón Negro de los Ch'in está muy alto en el Cielo. Pero no es de esto que deseaba hablarte. Por más Emperador de pacotilla que yo haya sido lo fui durante cincuenta y ocho años, y con las mismas obligaciones y servicios que un verdadero Hijo Celestial. Nunca tuve una mañana para mí. No hemos sido campesinos ni tú ni yo, Li.
—Yo sí.
—Ah: es verdad que tú vienes del Ducado de Lu, lo mismo que Confucio.
—Y fui muy pobre. Hasta que tú me elevaste, mi Señor.
—Me olvidé. Han pasado tantos años. Pena que no fui campesino. Lamento no saber qué es la expectativa de levantarse cada mañana y ver el bosque. Sus sonidos y colores. Ya no podré hacerlo. Es una lástima.
—Si te sirve de consuelo te diré que el campesino tampoco puede. No tiene tiempo.
—No lo había pensado. El campesino es una de las cosas que nunca miré. —El Rey (o quizás Emperador) Nan se quedó meditando. Luego preguntó: —¿Entonces nadie tiene tiempo de ver el bosque, en China?
—Solamente los poetas. Esos que algunos tontos llaman desocupados, ociosos e inservibles. Por eso siempre sostuve que el Estado debe protegerlos, para que alguien pueda ver y oír. Dicen que las montañas no cambian, pero es mentira. Sí que cambian. La montaña respira y su mole se mueve. Las aguas del Wei no son las mismas hoy que ayer. ¿Cómo van a saber, las personas de dentro de dos o tres mil años, la forma que tenía un árbol mientras vivían los Chou? La poesía es la historia secreta de nuestro país.
Nan miró el sol que seguía subiendo.
—¿Qué harías tú, Li, si yo te ordenase viajar al Oriente y salvar tu vida?
—Sentiría mucha pena porque nunca desobedecí una orden de mi Emperador. Me aterra la posibilidad de terminar toda una vida de servicio con un acto tan reprochable.
Nan suspiró.
—Podríamos aún concedernos dos horas para hablar de las cosas buenas que vivimos: de las sopas de tortuga y nido de golondrina, de las codornices cocidas en queso, de las hierbas aromáticas y los picantes, de la infancia y los juegos del amor... —recordó de pronto a Ciruelo Dorado y a las otras siete—. Pero todo ello haría más difícil la tarea inevitable. Es preciso entonces no vacilar y endurecer el corazón.
Li asintió y procedió a tomar la cajita de madera que tenía grabados el Pa Kua y el símbolo Yin—Yang. Corrió la tapa mostrándole al Rey Nan su interior:
—Hay aquí dos perlas negras, tal como puedes ver. Las obtuve de las amapolas (3). Son una sustancia muy particular, que sirve para curar, apagar el dolor o viajar a los Torrentes Amarillos sin dificultades ni molestias. Caerás en un sueño cada vez más profundo. Al principio raro pero placentero. Después aparecerán algunos monstruos, pero no temas: no es más que la vida, ansiosa de seguir viviendo y que se defiende. Por último aparecerán en lontananza las Nueve Cisternas, señal de que falta poco. Para ese entonces la vida habrá dejado de luchar y los Torrentes te conducirán en forma placentera hacia el fondo. Toma esta perla y bébela con un poco de vino. —Nan se apresuró a obedecerlo. Luego Li prosiguió:— Mientras esperamos... aguarda un instante a que yo tome la otra... te contaré un cuento. Es uno que inventé para mi hijo, que cuando era pequeño tenía mucho miedo a la muerte. Tú ya seguramente recuerdas que murió catorce años atrás, como oficial tuyo, combatiendo contra Ch'in (4) ¡Cómo los derrotamos en aquella ocasión! Pero eran otros tiempos. El cuento se llama El Fantasma y el Dragón. Un hombre perdió la vida y su espectro dirigióse a los Torrentes Amarillos. Caminó y caminó por un páramo desolado, con cenizas de un metro de alto. Luego de vadear la ceniza se encontró con la horrenda Catarata que, oro y espectral, se precipitaba desde una enorme elevación. Parte de la ceniza del camino caía en copos, revoloteando como la nieve. El hombre, para cumplir con su muerte, se arrojó. Tardó cien años en llegar al fondo, tan profundo es ese abismo. Abajo encontró un dragón que acababa de morir. Empezaron a caminar juntos hasta el Castillo de los Muertos, donde los esperaba el Príncipe  Yen. Hacía mucho frío. —Li vio de reojo que Nan, con los ojos cerrados, temblaba levemente—, y debieron atravesar ríos de mercurio a cuyas márgenes crecían plantas de piedra. Caminaron días y días. El dragón se limitaba a mirarlo cada tanto, pero sin responder a ninguno de sus comentarios. Caminaron meses y meses. El hombre empezó a cansarse de tanto silencio. "Oye, dragón, ¿por qué no me hablas? Después de todo estás tan muerto como yo." El dragón lo observó con lástima y afecto. Se ve que no podía hablar. Caminaron años y años. El Castillo de los Muertos estaba cada vez más cerca. El umbral de la entrada solo era más alto que las montañas de la cordillera Tsinglin. "Pronto deberemos trepar el altísimo umbral y aún no te has dignado dirigirme la palabra. Quisiera saber, por ejemplo, los motivos de tus cambios de color. Cuando te encontré eras azul. Luego, al marchar, te tornaste negro, verde, rojo. Ahora eres como de plomo, con partículas doradas. ¿Cuál es el misterio?" —Nan ya estaba inmóvil.— El dragón parecía a punto de hablar, pero justo en ese momento se oyeron tres fuertes golpes que conmovieron todo, hasta el Castillo de los Muertos. Las partículas doradas del dragón crecieron hasta ocupar su cuerpo, que se hizo de oro esplendente, como en fragua. El hombre despertó en su cama. A un lado vio a su mujer llorando de alegría y a cierto médico taoísta. "Estuviste sin sentido durante tres días y muerto por completo durante un minuto", dijo el médico. "Felizmente, luego de golpearte tres veces en el pecho, logré mutar el dragón a tiempo." Y le mostró un vaso lleno de líquido dorado. Cuatro días más tarde el hombre trabajaba otra vez en el arrozal.
Li auscultó a Nan y pudo verificar que el Hijo del Cielo estaba muerto. El mago, tal su intención, había tragado una falsa perla, inofensiva e inocua. Ahora, ya cumplido el servicio, sacó de entre sus ropas el opio verdadero y se apuró a tragarlo con la ayuda de un poco de vino.
El anciano Rey Chau Siang, de Ch'in, no tomó Lo, capital de Chou. Tal como Nan había predicho la "reservaban como postre": todo Chou cayó siete años después de la muerte de Nan Hwang, el último Emperador Chou. En cuanto a los Trípodes Sagrados de los Shang, que estuvieron nueve siglos en manos de la dinastía Chou, fueron capturados por Ch'in en el año 255 antes de la era cristiana (uno después del suicidio del glorioso rey Nan).

Notas
(1) Los Torrentes Amarillos o Las Nueve Fuentes Arnarillas: el Mundo de los Muertos, para los antiguos chinos.

(2) Los Nueve Trípodes Sagrados eran de bronce y fueron fabricados durante la dinastía Shang. En ellos estaban grabados los rnapas del Imperio y sus nueve divisiones. Los Chou los conservaron novecientos años en su poder, pues representaban el poder imperial. Quien no tenía los Trípodes no era reconocido como Hijo del Cielo.

(3) La introducción del opio, en China, es muy posterior a la muerte del rey Nan. El mago Li, con seguridad, descubrió la droga por su cuenta. En su casa tenía amapolas para sus magias.

(4) Si bien el Emperador Nan no se involucró directamente en ese conflicto, envió oficiales a luchar, disimuladamente, contra Ch'in. Este último Estado advirtió a Nan que la repetición de tales acciones bélicas encubiertas desembocaría en guerra franca.


En La mujer en la muralla
Buenos Aires, Planeta, 1990

Fernando Pessoa - Diario lúcido


Mi vida, tragedia fracasada bajo el pateo de los dioses y de la que sólo se ha representado el primer acto.
Amigos, ninguno. Sólo unos conocidos que creen que simpatizan conmigo y que tal vez sentirían pena si un tren me pasase por cima y el entierro fuese un día de lluvia.
El premio natural de mi distanciamiento de la vida ha sido la incapacidad, que he creado en los demás, de sentir conmigo. En torno a mí hay una aureola de frialdad, un halo de hielo que repele a los demás. Todavía no he conseguido no sufrir con mi soledad. Tan difícil es conseguir esa distinción de espíritu que permite al aislamiento ser un reposo sin angustia.
Nunca he concedido crédito a la amistad que me han mostrado, como no lo habría concedido al amor, si me lo hubiesen mostrado, lo que, además, sería imposible. Aunque nunca haya tenido ilusiones respecto a quienes se decían mis amigos, he conseguido siempre sufrir desilusiones con ellos: tan complejo y sutil es mi destino de sufrir.
Nunca he dudado que todos me traicionasen; y me he asombrado siempre que me han traicionado. Cuando llegaba lo que yo esperaba, era siempre inesperado para mí.
Como nunca he descubierto en mí cualidades que atrajesen a nadie, nunca he podido creer que alguien se sintiese atraído por mí. La opinión sería de una modestia estulta, si hechos sobre hechos ―esos inesperados hechos que yo esperaba― no viniesen a confirmarla siempre.
No puedo concebir que me estimen por compasión, porque, aunque sea físicamente desmañado e inaceptable, no tengo ese grado de encogimiento orgánico con que entrar en la órbita de la compasión ajena, ni tampoco esa simpatía que la atrae cuando no es patentemente merecida; y para lo que en mí merece piedad, no puede haberla, porque nunca hay piedad para los lisiados del espíritu. De modo que he caído en ese centro de gravedad del desdén ajeno en el que no me inclino hacia la simpatía de nadie.
Toda mi vida ha sido querer adaptarme a esto sin sentir en exceso su crudeza y su abyección. Es necesario cierto coraje intelectual para que un individuo reconozca valerosamente que no pasa de ser un harapo humano, aborto superviviente, loco todavía fuera de las fronteras de la internabilidad; pero es preciso todavía más valor de espíritu para, reconocido esto, crear una adaptación perfecta a su destino, aceptar sin rebeldía, sin resignación, sin gesto alguno, o esbozo de gesto, la maldición orgánica que me ha impuesto la Naturaleza. Querer que no sufra con esto es querer demasiado, porque no cabe en el ser humano el aceptar el mal, viéndolo bien, y llamarle bien; y, aceptándolo como mal, no es posible no sufrir con él.
Concebir desde fuera ha sido mi desgracia: la desgracia para mi felicidad. Me he visto como me ven los demás, y he pasado a despreciarme, no tanto porque reconociese en mí un orden tal de cualidades que mereciese desprecio por ellas, sino porque he pasado a verme como me ven los demás y he sentido un desprecio cualquiera que ellos sienten por mí. He sufrido la humillación de conocerme. Como este calvario no tiene nobleza, ni resurrección unos días después, no he podido sino sufrir con la innobleza de esto.
He comprendido que le era imposible a nadie amarme, a no ser que le faltase del todo el sentido estético; y, entonces, yo le despreciaría por ello; y que incluso simpatizar conmigo no podía pasar de ser un capricho de la indiferencia ajena.
¡Ver claro en nosotros y en cómo nos ven los demás! ¡Ver esta verdad frente a frente! Y, al final, el grito de Cristo en el Calvario, cuando vio, frente a frente, su verdad: Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?


En Libro del desasosiego
Traducción: Ángel Crespo

Friedrich Nietzsche - Los médicos del alma y el dolor


Todos los predicadores de moral, al igual que todos los teólogos, incurren en el mismo despropósito: tratan de convencer a los hombres de que están muy enfermos y de que les es indispensable una cura definitiva, enérgica y radical. Y como todos los hombres, sin excepción, han prestado demasiada atención durante siglos a estos maestros, han acabado por creer la superstición de que están muy enfermos, hasta el punto de que ahora se hallan sumamente dispuestos a gemir y a no encontrar nada bueno en la vida. Unos y otros ponen una cara afligida como si la vida fuera demasiado insoportable. A decir verdad, están irreductiblemente seguros de su vida, furiosamente enamorados de ella, plagados de indecibles sutilezas y astucias para destruir el elemento desagradable y quitarse la espina del dolor y la desgracia. Me parece que se creen en la obligación de hablar siempre del dolor de forma exagerada, como si fuera una delicadeza hacer hincapié en esto. Procuran silenciar intencionadamente que hay numerosos remedios contra el dolor, como los estupefacientes, el pensar con una prisa febril, el adoptar una postura de serenidad, o el recurrir incluso a recuerdos, intenciones o esperanzas, buenos o malos y a toda forma de orgullo y de compasión que tengan la virtud de producir un efecto casi anestésico, habida cuenta de que el dolor en su más alto grado genera estados de impotencia. Sabemos perfectamente endulzar nuestras amarguras, principalmente las amarguras del alma; disponemos de recursos como el orgullo y la grandiosidad, al igual que de los delirios más nobles de la sumisión y la resignación. Una pérdida apenas se vive como tal durante una hora, y en cualquier caso descubrimos a la vez un don como caído del cielo, una fuerza nueva; con lo que la pérdida en cuestión no sería sino una ocasión más de adquirir fuerza. ¡Cuántas fantasías han elaborado los predicadores de moral con motivo de la «miseria» del malvado y cuántas mentiras han dicho respecto a las desgracias del hombre apasionado! Efectivamente, mentir es aquí la palabra correcta, pues sin duda saben perfectamente que tales hombres son muy felices, pero lo silencian sistemáticamente, ya que ello representa una refutación de su teoría según la cual la felicidad sólo se da destruyendo las pasiones y acallando la voluntad. En lo relativo al remedio que recetan todos estos médicos del alma y a la cura radical y enérgica que prescriben, cabe preguntarse: ¿tan dolorosa y molesta es nuestra vida como para que sea preferible cambiarla por la forma petrificante de vida del estoico? No nos sentimos tan mal como para tener que enfermarnos igual que los estoicos.


En La Gaya Ciencia
Traducción: Jorge Javier Valencia

Haruki Murakami - Cangrejo




Los dos descubrieron aquel pequeño restaurante por azar. Al atardecer del día que llegaron a la playa de Singapur se les ocurrió, sin más, meterse en un callejón donde acabaron topando casualmente con el local. Era una construcción de una sola planta, rodeada por una tapia de ladrillo alta hasta la cintura. En el jardín, donde crecían unas palmeras bajas, sólo había cinco mesas de madera. El edificio principal, hecho de argamasa, estaba pintado de un vivo color rosado. Sobre las mesas se abrían unas sombrillas de lona de tonos desteñidos. Como todavía era temprano, apenas había clientes. Sólo dos ancianos con el pelo corto, chinos al parecer, sentados el uno frente al otro a una de las mesas, bebiendo cerveza y picando de una variedad de platos en silencio. No decían una palabra. A sus pies, un perrazo negro con los ojos entrecerrados permanecía tumbado en el suelo con aire somnoliento. Por la ventana de la cocina se alzaba vapor de agua blanco, cuya forma recordaba la cola de algún espíritu, y se esparcía un delicioso olor a hervido. También se oían las animadas voces de los cocineros y el alegre entrechocar de los cacharros de cocina. El sol poniente hacía resaltar el verde de las hojas de las palmeras mecidas por la brisa.
La mujer se detuvo y permaneció unos instantes observando aquella escena.
—¿Y si cenáramos aquí? —dijo ella.
El joven leyó el nombre del restaurante junto a la puerta de entrada y buscó el menú. Pero fuera no había ninguno. Ladeó la cabeza.
—¡Uf! No sé. Eso de comer en un lugar desconocido, en el extranjero....
—Yo, con los restaurantes, tengo mucho ojo. Los sitios buenos los huelo enseguida. No fallo nunca. Créeme. Aquí se come bien. Estoy segura cien por cien. ¿Qué? ¿Entramos?
El hombre cerró los ojos y aspiró una gran bocanada de aire. No sabía de qué comida se trataba, pero realmente olía muy bien. Además, la apariencia del restaurante tenía algo que atraía.
—¿Crees que estará limpio?
La mujer le tiró del brazo.
—Estás cargado de manías. Tranquilo. Por una vez que hacemos un viaje largo, bien podemos ir un poco a la aventura, ¿no te parece? Eso de no salir del restaurante del hotel, la verdad, es un aburrimiento. ¡Va! Entremos.
Una vez dentro descubrieron que era un restaurante especializado en platos de cangrejo. La carta estaba escrita en inglés y en chino. La gran mayoría de los clientes era gente del lugar y el precio era módico. Según la explicación adjunta al menú, en Singapur había infinidad de clases de cangrejos y se cocinaban más de cien variedades. Ambos tomaron cerveza del país, pidieron algunos de los tipos de cangrejo que más o menos pudieron identificar y se los comieron entre los dos. Las raciones eran generosas; los ingredientes, frescos y la condimentación, ligera.
—¡Qué bueno! —exclamó el hombre admirado.
—¿Qué te decía yo? Tengo un talento especial para descubrir buenos restaurantes.
—Pues sí, la verdad —reconoció el joven.
—Y este talento es más útil de lo que parece —dijo ella—. Comer es más importante de lo que la gente piensa. En la vida hay siempre un momento en el que debes comer algo bueno. Y, en esas ocasiones, el hecho de que entres en un buen restaurante o en uno malo, puede hacer cambiar tu vida por completo. En resumen, que te caigas de este o del otro lado de la tapia.
—Comprendo —dijo él—. La vida no es una broma.
—Exacto —dijo ella. Y luego levantó el dedo índice con aire burlón—. La vida no es una broma. Menos de lo que tú te imaginas.
El joven asintió.
—Y nosotros hemos caído dentro de la tapia.
—Exacto.
—Pues, muy bien —dijo el hombre como si hablara consigo mismo—. ¿Te gusta el cangrejo?
—¡Huy, sí! Siempre me ha encantado el cangrejo. ¿Y a ti?
—A mí también. Podría comer cangrejo todos los días.
—Pues ya tenemos algo más en común —dijo ella. Y sonrió.
El hombre también sonrió. Los dos alzaron el vaso de cerveza y brindaron de nuevo.
—Volvamos mañana —propuso ella—. Restaurantes tan baratos y que sirvan platos de cangrejo tan buenos como éstos, se pueden contar con los dedos de una mano.
Los tres días siguientes acudieron al restaurante. Por la mañana iban a la playa, nadaban hasta hartarse y tomaban el sol, y por la tarde paseaban por la ciudad e iban a tiendas de artesanía a comprar souvenirs. Al anochecer, casi siempre a la misma hora, se dirigían al restaurante del callejón, probaban distintas variedades de cangrejo y luego volvían al hotel, hacían el amor con tiempo sobre la cama y dormían sin soñar. Unos días dignos del paraíso. Ella tenía veintiséis años y enseñaba inglés en un instituto privado femenino. Él tenía veintiocho y trabajaba en un gran banco, en el departamento de investigación financiera de empresas. Había sido casi un milagro que los dos hubieran podido tomarse vacaciones al mismo tiempo, y en aquel momento disfrutaban intensamente de aquellos días de libertad en los que podían estar solos sin estorbos. Ambos se esforzaban en no sacar temas de conversación que significaran malgastar aquel precioso tiempo.
El cuarto día (el último de sus vacaciones), para cenar, los dos comieron cangrejo. Mientras extraían la carne de las patas del cangrejo con un delgado utensilio metálico, los dos hablaron de lo irreal y lejana que les parecía su frenética vida cotidiana en Tokio estando en aquel lugar, donde se pasaban los días nadando y comiendo deliciosos platos de cangrejo. Hablaron principalmente del presente. Durante la comida, el silencio cayó sobre ellos en varias ocasiones y, en cada una de ellas, ambos se sumieron en sus propias reflexiones. Pero no era un silencio incómodo. Porque entre ellos mediaban una cerveza muy fría y unos platos calientes de cangrejo.
Al salir del restaurante volvieron al hotel y, como de costumbre, hicieron el amor sobre la cama. De manera tranquila, pero satisfactoria. Luego, los dos se ducharon y, acto seguido, se quedaron dormidos.
Sin embargo, poco después, el joven se despertó. Se encontraba muy mal. Sentía el estómago como si se hubiera tragado una pequeña y pesada nube. Corrió al lavabo, se puso en cuclillas, metió la cabeza dentro del inodoro y arrojó con fuerza todo lo que tenía dentro del estómago. Y dentro del estómago tenía montones de carne blanca de cangrejo. Ni siquiera le había dado tiempo de encender la luz, pero pudo vislumbrarlo gracias a la enorme luna llena que flotaba en el cielo. Respiró hondo, cerró los ojos y, sin cambiar de posición, dejó transcurrir el tiempo. Tenía la cabeza embotada y era incapaz de hilvanar las ideas. Simplemente esperaba. Luego le vino otra arcada, como una nueva ola que va a romperse a la orilla, y volvió a vomitar con fuerza todo lo que aún le quedaba en el estómago.
Al abrir los ojos vio que, sobre el agua del váter, flotaban sus vómitos convertidos en una amalgama blanca. El volumen era considerable. «¿Tanto cangrejo he comido?», pensó medio asombrado. «¡Uf! Si todos los días he comido esta cantidad, no me extraña que haya acabado vomitando. ¡Qué bárbaro! En estos cuatro días he comido cangrejo para dos o tres años.» Sin embargo, al fijar la mirada, le pareció que aquella masa que flotaba por encima del agua se movía un poco. Al principio pensó que se trataba de una alucinación. La pálida luz de la luna crea estas ilusiones. De vez en cuando, alguna nube ocultaba la luna a su paso y, por un instante, la oscuridad se hacía más densa. El joven cerró los ojos, respiró hondo despacio y volvió a abrirlos.
Pero no cabía duda. Aquella carne se estaba moviendo. No era una ilusión.
Como si se crispara, la superficie de la carne temblaba nerviosamente. El joven se levantó y encendió con decisión la luz del baño. Y, al acercar la vista, descubrió que aquel temblor no era más que una multitud de gusanos blancos. Incontables, gusanos diminutos del mismo color blancuzco que la carne estaban adheridos a la superficie de ésta.
Volvió a sentir la necesidad de vomitar todo lo que tenía en el estómago.
Pero dentro ya no le quedaba nada. El estómago se le había reducido al tamaño de un puño. Mezclado con los vómitos, arrojó amargos jugos gástricos de color verde. A pesar de eso, bebió con ansiedad para enjuagarse la boca y volvió a vomitar. Luego tiró de la cadena para que el agua del depósito arrastrara todo lo que flotaba por encima del agua del inodoro. Tiró de la cadena una y otra vez hasta que no quedó nada. Se lavó bien la cara en el lavabo, se frotó con fuerza la boca con una toalla blanca limpia y se cepilló a conciencia los dientes. Luego apoyó ambas manos sobre el lavabo y contempló su cara reflejada en el espejo.
Su rostro estaba demacrado, se le marcaban las arrugas, su tez tenía un tono terroso. No parecía su cara, sino la de un anciano exhausto.
Al salir del lavabo se recostó en la puerta y contempló la habitación. Su novia dormía profundamente sobre la cama. No parecía sentir nada. Con la cabeza hundida en la almohada, se la oía respirar sumida en el sueño. Su largo pelo le cubría la mejilla y el hombro como un abanico. Detrás del omóplato tenía dos pequeños lunares, uno al lado del otro, como dos gemelos. En la espalda se le destacaban con claridad las huellas del traje de baño. La clara luz de la luna penetraba silenciosamente en la habitación a través de la persiana y el mar nocturno hacía resonar el monótono rumor de las olas. A la cabecera de la cama, el despertador electrónico mostraba los dígitos de color verde. No se apreciaba ningún cambio. Pero también en el interior de la mujer había cangrejo.
Aquel día por la noche, los dos habían compartido la comida del mismo plato.
Sólo que ella todavía no se había dado cuenta de lo que pasaba.
El joven se hundió en el sillón de mimbre que había junto a la ventana, cerró los ojos y respiró de una forma pausada y regular. Se llenó los pulmones de aire nuevo y, cuando éste se enrareció, lo espiró. En la medida de sus fuerzas, intentó cambiar todo el aire que contenía su cuerpo. Al hacerlo, quería abrir todos sus poros. Se oía cómo le latía el corazón con unos latidos duros y secos igual que un antiguo despertador resonando en una estancia vacía.
Contemplando la figura de la mujer tendida sobre la cama, el joven imaginaba la multitud de diminutos gusanos que estarían pululando por el interior de su vientre. ¿Debía despertarla y decírselo? ¿Debía tomar alguna medida al respecto? Tras dudar unos instantes, el joven desechó la idea. Seguro que no sería de ninguna utilidad. Ella no se daba cuenta. Y ése era el problema más grave.
La tierra rotaba de un modo anormal. Él podía percibir su mudo chirrido.
Algo había sucedido y el mundo había sufrido un cambio. El orden de una multitud de cosas se había alterado y ya era imposible volver atrás. Ahora sólo restaba que aquellas cosas que habían cambiado prosiguieran, tal cual, su avance hacia delante. A la mañana siguiente ellos regresarían a Tokio. Volverían a su vida cotidiana. Como si, en la superficie, nada hubiera cambiado. Pero él lo sabía. «Tal vez las cosas jamás vuelvan a funcionar bien entre esta mujer y yo. Quizá nunca más vuelva a experimentar hacia ella los mismos sentimientos que experimenté hasta ayer.» Pero no se trataba sólo de eso. «Quizá ni siquiera yo vuelva a llevarme bien conmigo mismo nunca más», se dijo. «Nosotros, en cierto sentido, hemos caído de una alta tapia hacia dentro. Sin hacer ruido, sin dolor. Y ella ni siquiera se ha dado cuenta.»
El joven permaneció hasta el amanecer en la silla de mimbre, respirando en silencio. Durante la noche cayeron, a intervalos, varios aguaceros. De vez en cuando, las gotas de lluvia azotaban la ventana con fuerza, como si la estuvieran castigando. Cuando las nubes se alejaban, volvía a asomar la luna. Esto se repitió varias veces. Pero la mujer no se despertó. Ni siquiera se dio la vuelta. Sólo a veces le temblaban un poco los hombros. Él hubiera dado cualquier cosa por dormir. Cuando, tras un sueño profundo, se despertara, quizá ya todo se habría resuelto y todas las cosas seguirían su curso, igual que antes, como si nada hubiese pasado. El joven deseaba con ansia atrapar el sueño. Pero, por más que alargó el brazo, no logró alcanzar el sitio donde éste se encontraba.
El joven se acordó de la primera noche, cuando pasaron por delante del restaurante. Los dos ancianos chinos del pelo corto, los platillos que éstos comían en silencio, el perro negro con los ojos entrecerrados a sus pies, los viejos parasoles desteñidos. Ella lo agarró del brazo. Todo parecía haber ocurrido en un pasado remoto. Pero en realidad hacía sólo tres días. Y durante esos tres días, a manos de una extraña fuerza desconocida, él se había convertido en un viejo infeliz de rostro macilento. En las solitarias y hermosas playas de Singapur.
Levantó ambas manos hasta situarlas delante de su cara y las observó con atención. Contempló durante unos instantes el dorso de las manos, luego les dio la vuelta y contempló las palmas. Tanto si la giraba hacia un lado como hacia otro, la mano se veía sacudida por un ligero temblor.
—¡Huy, sí! Siempre me ha encantado el cangrejo. ¿Y a ti? —oyó que decía la mujer.
«No lo sé», pensó él.
Algo amorfo le rodeaba el corazón, envuelto en un misterio profundo y blando. Ya no tenía la menor idea de qué dirección tomaría su vida a partir de aquel momento y qué diablos le esperaba a él en aquel lugar. Sin embargo, cuando el cielo del este empezó a tomar un color lechoso, él pensó aquello de repente.
«Hay una única cosa cierta. De aquí en adelante, vaya a donde vaya, jamás volveré a comer cangrejo.»


En Sauce ciego, mujer dormida
Traducción: Lourdes Porta