Ustedes creen en el palacio de cristal, indestructible, eterno, al que no se le podrá sacar la lengua ni mostrar el puño a escondidas. Pues bien, yo desconfío de ese palacio de cristal, tal vez justamente porque es de cristal e indestructible y porque no se le podrá sacar la lengua, ni siquiera a escondidas.
Verán ustedes: si en vez de un palacio de cristal tengo un simple
gallinero, cuando llueva podré cobijarme en él; pero, aunque le esté muy
agradecido por haberme preservado de la lluvia, no lo tomaré por un
palacio. Ustedes se ríen y me dicen que en este caso un palacio y un
gallinero tienen el mismo valor. Y yo les responderé que así es, pero
que no vivimos sólo para no mojarnos.
¿Qué le vamos a hacer si se me ha metido en la cabeza que no se vive
solamente para eso y que hay que vivir en un palacio? Ésta es mi
voluntad porque éste es mi deseo. Y ustedes no conseguirán despojarme de
mi voluntad si no modifican mis deseos. Pueden intentarlo, presentarme
otro objetivo, ofrecerme otro ideal. Pero hasta que logren su propósito,
me niego a tomar un gallinero por un palacio de cristal. Es posible que
el palacio de cristal sea sólo un mito, que las leyes de la naturaleza
no lo admitan y que lo haya inventado yo neciamente, impulsado por
ciertas costumbres irracionales de nuestra generación. Pero ¿qué me
importa que ese palacio sea inadmisible? ¿Qué me importa, si existe en
mis deseos o, para decirlo con más exactitud, si existe mientras existan
mis deseos? Se ríen ustedes de nuevo, ¿verdad? Bien, ríanse tanto como
les plazca. Acepto todas las burlas pero me niego a decirme que estoy
saciado cuando todavía tengo hambre. No me conformaré con un compromiso,
con un cero que se renueva indefinidamente, por la única razón de que
está de acuerdo con las leyes naturales y existe realmente. No admitiré
que el coronamiento de mis deseos pueda ser una casa de ladrillo con
alojamientos baratos cedidos en arrendamiento para mil años y que
ostente el rótulo del dentista Wagenheim. Destruyan mis deseos, derriben
mi ideal, preséntenme una meta mejor, y yo los seguiré. Me dirán
ustedes, tal vez, que no vale la pena preocuparse por mí; pero piensen
que yo puedo responderles lo mismo. Estamos discutiendo seriamente, pero
les advierto que si ustedes no se dignan concederme su atención, no me
echaré a llorar. Tengo mi subsuelo.
¡Pero mientras yo exista, mientras yo desee, que mis manos se sequen si
llevo un solo ladrillo a esa casa! No me digan que yo mismo he
renunciado hace poco al palacio de cristal por el único motivo de que no
podía sacarle la lengua. Si he hablado así no ha sido porque me guste
sacar la lengua. Acaso lo que me irrita es precisamente que, entre todos
los edificios que tienen ustedes, no haya uno solo al que no se le
tenga que sacar la lengua. Es decir, me haría cortar la lengua, en un
impulso de agradecimiento, si se arreglasen las cosas de modo que yo
perdiese las ganas de sacar la lengua. Pero ¿qué me importa que las
cosas no puedan arreglarse así y que haya que conformarse con tener un
alojamiento económico? ¿Por qué tengo semejantes deseos? ¿Acaso no estoy
constituido así para poder comprobar que esta constitución es sólo una
broma de mal gusto? Pero ¿es éste verdaderamente el único objetivo? No
lo admito.
Por otra parte, ¿saben ustedes lo que les digo? Que estoy persuadido de
que nosotros, los hombres del subsuelo, debemos estar atraillados. El
hombre del subsuelo es capaz de permanecer silencioso en su cobijo
durante cuarenta años; pero si sale del subsuelo, empieza a hablar, y ya
no hay modo de detenerlo.
En Memorias del subsuelo
Traducción de Rafael Cañete
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