El rey Nan se despertó solo, naturalmente. ¿Quién iba a despertarlo si sus sirvientes habían huido? Siempre fue un hombre muy animoso que por las mañanas revisaba decenas de expedientes, aun cuando ello no tuviera utilidad alguna ya que sus órdenes no se cumplían, incluso en aquella época. Obligábase a ello para evitar desmoralizaciones, propias y ajenas. Siempre se levantó de un salto, el último soberano de la dinastía Chou. El protocolo establecía que su sueño fuese interrumpido por el Mandarín del Despertar. Éste lo hacía, en efecto, claro que con miles de cuidados y gestos de disculpas: agitaba una campanilla de jade en su oreja, si esto no daba resultado apelaba a una campanilla más grande, y luego a otra aún mayor, hasta llegar a la súper, gigante y de bronce, idónea para príncipes parranderos y remolones. Como es lógico, aquel instrumento de broncíneo acento no podía usarse así como así: este acto dramático requería poco menos que una consulta de Estado. Se recordaban por lo menos tres casos de Mandarines del Despertar que debieron —absolutamente horrorizados y lívidos— poner en funciones tan fastidioso e impopular instrumento. Uno de los Mandarines fue enterrado vivo. Otro debió padecer el suplicio de la Arena del Viento de Mongolia y el tercero sufrió la legendaria Muerte de las Mil Heridas, ya citada por Confucio. Esta última constituye un fin de naturaleza tan atroz que evitaré detallarlo, a fin de que el lector no se horrorice por anticipado. Claro que todo esto no ocurrió con el rey Nan sino con otros monarcas Chou, sus predecesores; en primer lugar porque Nan siempre fue muy humano y jamás dio suplicio sin motivos o por un arrebato o un ataque de furia inspirado por faltas insignificantes (ni siquiera lo daba, muchas veces, cuando el otro lo merecía de sobra). En segundo lugar digamos que tenía el sueño muy ligero y acostumbraba levantarse solo, sin ayuda del Mandarín del Despertar, ni del de la Primera Colación, ni del Horóscopo del Día, ni de la Lectura de las Audiencias, ni del Ayudante de las Babuchas Imperiales u otras estupideces. Tales protocolos le parecían estúpidos, al menos. Sus faltas contra el ceremonial de la madrugada le trajeron no pocos problemas.
"El ritual abastece al príncipe en su concordia. Lo calma, lo comunica
con los ancestros y así es como éstos pueden ayudarlo", decían sus
Consejeros. Y él: "Qué tontería. Aunque tengan algo de razón igual estoy
en desacuerdo. Si mi destino es ser ayudado lo seré de todas formas.
Los tiempos se aceleran. El enemigo se acerca". "Justo por eso, mi
Señor. Más que nunca debes tener la calma que otorga el ritual. No
procedas como un bárbaro que lo primero que toca es su espada, no bien
se despierta. Las armas pierden su filo con el transcurso del día. ¿No
es más prudente acercarse a ellas por la tarde, para que así su poder se
conserve intacto?" Pero él, con frialdad: "Ordena que traigan mis
expedientes".
Y ahora, por fin había llegado su mañana postrera. Ya nadie lo
importunaría por no haber esperado a la campanilla de jade. La Cámara
Real de Nan estaba casi vacía pero cubierta de azul: tal el cromatismo
de las losas del piso y de la seda que ocultaba las paredes. Sólo su
cama era roja y parecía una cuevita o la caparazón de una tortuga. Esto
es: la cama constaba en la parte superior de una suerte de dosel
cóncavo, de madera, como ella, semejante a la defensa de un gliptodonte.
En el centro del techo de la cámara, pintado, un fénix de oro: tan
diminuto que para distinguirlo hubiera sido preciso treparse a un
taburete. El azul descansa, el rojo potencia, el fénix protege.
Ahora, en el extremo de su vida, el rey Nan se despertó por última vez.
Como siempre le costó salir de su gliptodonte. Miró el fénix y se vistió
de prisa. Los ladrones no se habían animado a entrar en la cámara,
aunque nada demasiado valioso hubieran podido encontrar en ella, pero
Nan no ignoraba que el resto del Palacio, a estas horas, estaría
totalmente desvalijado. Salió al corredor gigantesco lleno de columnas y
dragones. Ni risas de mujeres ni órdenes lejanas de guardias. ¿Qué se
había hecho del cuchicheo de los eunucos, siempre charlatanes? El
Palacio estaba tan desierto que parecía Gobi. Sobre el pavimento, Nan
pudo ver sangre, ropas tiradas, porcelana rota y hasta el cabo de una
lanza sin su punta de hierro. Muy cerca, a la derecha del ancho pasillo,
se abría la puerta policromada del sector de las concubinas. La tarde
anterior, antes de encerrarse en su aposento, el Emperador habló con sus
mujeres a fin de explicarles la situación. Los ejércitos de Chou habían
sido derrotados y las tropas de Chau Siang, Rey de Ch'in, se acercaban.
Ignoraba si la intención del enemigo era tomar Lo, la Capital, pero
esto era lo de menos: la dinastía estaba muerta. "No esperen clemencia.
Ustedes, como mis esposas, serán maltratadas y usadas como pasto de
tropa. Quizá las maten o las vendan como esclavas. A nada las obligo. La
que quiera escapar al Este, y así sobrevivir un tiempo más, puede
hacerlo. Yo permaneceré aquí, pero nadie tiene por qué acompañarme a los
Torrentes Amarillos (1). Quedan, como mis guardias y asistentes,
liberadas del servicio. Sólo les recomiendo que tomen su decisión cuanto
antes. Dejo veinte monedas de oro a cada una y mis últimos veinte
hombres, que se harán matar con tal de abrirles paso hasta Chou
Oriental. Allá gobierna mi pariente, pero no se hagan ilusiones pues él
también está en grave peligro y su caída es sólo cuestión de tiempo. Les
digo adiós y que el Cielo las acompañe."
Cuando Nan terminó de hablar el escándalo estalló entre las mujeres.
Algunas daban gritos, otras lloraban; las menos permanecían en silencio,
pálidas, de rodillas y mirando el suelo. Una de estas últimas, Ciruelo
Dorado, era joven y hermosa. Levantó el rostro, miró a Nan y le pidió
sin aspavientos ni lágrimas: "Déjame permanecer contigo". Ciruelo Dorado
era su favorita y, al ver su rostro de niña, él siempre se conmovia. La
sola idea de suponerla muerta lo ponía loco, de modo que ideó una
estratagema a fin de salvarla: "En mi hora final no necesito mujeres.
Esta noche dormiré solo". Dio media vuelta y se marchó raudo, a fin de
que su rostro no denunciara la debilidad. Ciruelo Dorado, impenetrable,
miró el diminuto fénix del techo de las concubinas.
Esa mañana, al ver la puerta de madera polícroma del gineceo, decidió
entrar a fin de verificar si alguna se había quedado ganándose el
derecho a morir con su Emperador. Pero tuvo una horrible sorpresa:
Ciruelo Dorado y otras siete se habían quitado la vida.
Ternura, horror y culpa. Por salvarlas perdió la felicidad final de
morir juntos. Qué omnipotencia pensar que los demás siempre obrarán como
uno espera.
Una tos discreta, a su espalda, lo hizo volver. Era Li, su último mago
fiel. Éste entendía todo sin preguntas y dijo, luego de una respetuosa
reverencia:
—Mi Señor. ya nada puedes hacer aquí. Salgamos al jardín pues quiero hablarte.
—Li. Ella, anoche... Ciruelo Dorado me dijo que deseaba quedarse, pero yo creí que podía...
—Cuando uno trata de mejorar ciertos destinos sólo consigue complicarlos. Vámonos de este sitio, te lo suplico.
Las puertas del Palacio estaban abiertas y también las del muro externo.
El pasto de los jardines había sido cortado pocas jornadas atrás pero
era tal la sensación de abandono, en aquel desolado erial, que el
espejismo de imaginarios yuyos se levantaba entre las junturas de las
losas, al pie de las plantas frutales, los pinos y los macizos de
flores. Nan y Li cruzaron un pequeño puente sobre un arroyuelo y
desembocaron en una pequeña pradera esplendorosa. La persistencia
enjoyada del pasto debíase a que los ladrones y la gente entrada en
pánico no lo habían pisoteado. No por respeto, ciertamente, sino debido a
una superstición. Las residencias reales, en China, siempre fueron
descentralizadas. Los reyes europeos, y también muchos asiáticos,
ordenaron para su gloria la erección de grandes edificios compactos, con
cientos de habitaciones y poderosas murallas, capaces de resistir un
asedio. En tal sentido se dan la mano los palacios asirios y egipcios,
babilónicos e ingleses. Los chinos, en cambio, más individualistas y
respetuosos de los distintos estadios del alma (que, a veces, desea
estar sola), construyeron para sus Emperadores sistemas arquitectónicos
discontinuos. Para ellos era inconcebible que las mujeres, los guardias,
los eunucos, el Museo, las armas y el Tesoro Real estuviesen
confundidos en el mismo edificio con el Hijo del Cielo, en un mazacote
único, promiscuo, sin flores y sin belleza. Ríos artificiales y pequeños
puentes separaban las distintas partes del todo. Si en el Palacio
Imperial del último Chou el dormitorio del soberano era contiguo con el
recinto de las concubinas, ello se debió a una orden de Nan a sus
arquitectos. Darles tanta importancia y jerarquía a las mujeres, tanta
como para desear tenerlas excesivamente cerca, fue una decisión muy
criticada por los cortesanos. De todos los puentes que salían de la
residencia propia de Nan, sólo uno estaba reservado con exclusividad al
soberano. Por una curiosa superstición, muy difícil de explicar, los
mismos que no se hicieron matar por él y que incluso robaron sus
pertenencias en la huida respetaron en cambio el imperial Puente del
Fénix. Como nadie pasó por allí, la pequeña pradera esplendorosa de la
cual hablamos pudo salvarse de la destrucción.
Nan y Li se sentaron sobre el pasto. El mago había traído una diminuta
caja de madera, en cuya tapa corrediza estaba grabado el símbolo
Yin—Yang rodeado por los ocho trigramas del Pa Kua, y un envoltorio más
voluminoso. Dejando la cajita a un lado procedió a desenvolver el
paquete grande.
—Traje un poco de comida de mi casa, pues imaginé que en tu Palacio tan
enorme los cobardes no habrían dejado ni un puñado de trigo con
gorgojos. A ver. Veamos qué tenemos aquí: verduras en salmuera, arroz
con pollo, el Huevo Chino de los Cien Años y algo de vino. Te propongo
que comamos sin más ceremonias. —Li peroraba a fin de distraerlo. No
quería que el Hijo del Cielo muriese domesticado por el dolor. Miró de
reojo a su Rey y prosiguió: Estás muy silencioso, mi Señor. Quizá te
ofende que haya violado el protocolo.
—Ciruelo Dorado, pobrecita... ¿Por qué me habrá querido tanto, si no soy más que un viejo?
—Y no era la única en quererte. Otras siete se mataron con ella.
—Es cierto. Aun ahora soy inhumano. No tendrán funerales, pobres hermosas, ni tableta ancestral que las recuerde.
—Hazles funerales dentro de ti. Que tu propio corazón sea la tableta con ideogramas.
—Pronto arrasarán el Panteón de los Chou. Yo mismo padeceré en el otro mundo por falta de ofrendas, recién ahora se me ocurre.
—No es que te recomiende que lo hagas, pero es mi obligación recordarte que aún puedes huir al Este. Tengo caballos.
—Si huyo a Chou Oriental quedaré transformado en un Emperador irrisorio.
Caeré cada vez más bajo. Cuando los Imperios cambian su Capital es
porque ha llegado el fin de la dinastía. Bonito espectáculo daría yo,
huyendo, cuando hasta mis mujeres han tenido el valor de matarse. Estos
cobardes han huido porque creen que Ch'in tomará Lo. Yo no lo creo. La
reserva como postre, para cuando tome todo Chou, incluyendo la parte del
Este.
Más allá de la pradera esplendorosa, donde reposaban Nan y Li cruzando
un riacho y al lado de un macizo de flores amarillas pisoteadas, al aire
libre pero frente a la puerta del Museo, podían verse unos objetos
cilíndricos de basalto negro: los famosos tambores de piedra de la
dinastía Chou. Eran rocas con más o menos la apariencia de tambores.
Allí estaban grabados setecientos ideogramas que daban cuenta de cierta
expedición de caza que realizó un Emperador quinientos cincuenta años
antes de Nan. Esta expedición había sido importante, y sobre todo lo fue
consignarla, pues así como se caza se guerrea. Las palabras comenzaban a
borrarse pero aún eran legibles.
Mientras Li partía el Huevo Chino de Cien Años en partes iguales, dijo Nan luego de tomar un sorbo de vino:
—Si no fuera por lo que pesan, esos bandidos se hubiesen llevado hasta los tambores de piedra.
—No te preocupes: ya se los llevarán los Ch'in a su Museo de la Guerra
—comentó Li con indiferencia, tendiéndole la mitad del Huevo.
—Los Ch'in. Pensar que seis siglos atrás uno de mis antepasados nombró
Duque de Ch'in a un tal Fei Tzi, que no era otra cosa que un
caballerizo. Sin duda mi antecesor no se soñaba que los descendientes de
ese hombre se tragarían a Chou como el gusano devora la manzana.
Incluso es probable que el buen rey Chau Siang corte la cabeza de mi
cadáver para construirse con ella una copa y tomar vino. Éstas son
algunas de las bonitas costumbres que tomaron de los Hsiang Nu, los Hu y
otros bárbaros.
—Si quieres puedo quemar tu cabeza para que Chau no pueda darse ese gusto.
—No, nada de eso. No lo prives de ese placer. Después de todo se lo ha
ganado. Ch'in esperó seiscientos años este glorioso momento. Pienso, en
cambio, crearle una preocupación menor con los Nueve Tripodes Sagrados
(2). Hace tres días los saqué de Lo. Al fin, claro, caerán en sus manos,
pero lo hago para molestarlo.
En ese instante, del Oeste al Este pasó volando una grulla negra. El rostro de Nan ensombreció:
—Es la Grulla de Ch'in.
Li echó un rápido vistazo al ave y siguió comiendo y tomando cortos sorbos de vino sin hacer comentarios. Nan prosiguió:
—Me parece que por primera vez veo las cosas. Sonidos, colores. Con la
realidad de los sueños pero mejor, pues aquí soy dueño de mi persona.
—¿Por qué "la realidad de los sueños"?
—Porque los sueños son violentos y reales, pero te dominan. Y este sitio
es tan verdadero como un sueño pero incomparablemente superior. Durante
cincuenta y ocho años he sido un Emperador de fantasía, que ni siquiera
fue Rey...
—Has sido un gran Rey y quizás el más noble de todos los Emperadores Chou.
—Pero no tenía poder verdadero y mis órdenes no se cumplían. Todo me
salió mal y, aparte, el Dragón Negro de los Ch'in está muy alto en el
Cielo. Pero no es de esto que deseaba hablarte. Por más Emperador de
pacotilla que yo haya sido lo fui durante cincuenta y ocho años, y con
las mismas obligaciones y servicios que un verdadero Hijo Celestial.
Nunca tuve una mañana para mí. No hemos sido campesinos ni tú ni yo, Li.
—Yo sí.
—Ah: es verdad que tú vienes del Ducado de Lu, lo mismo que Confucio.
—Y fui muy pobre. Hasta que tú me elevaste, mi Señor.
—Me olvidé. Han pasado tantos años. Pena que no fui campesino. Lamento
no saber qué es la expectativa de levantarse cada mañana y ver el
bosque. Sus sonidos y colores. Ya no podré hacerlo. Es una lástima.
—Si te sirve de consuelo te diré que el campesino tampoco puede. No tiene tiempo.
—No lo había pensado. El campesino es una de las cosas que nunca miré.
—El Rey (o quizás Emperador) Nan se quedó meditando. Luego preguntó:
—¿Entonces nadie tiene tiempo de ver el bosque, en China?
—Solamente los poetas. Esos que algunos tontos llaman desocupados,
ociosos e inservibles. Por eso siempre sostuve que el Estado debe
protegerlos, para que alguien pueda ver y oír. Dicen que las montañas no
cambian, pero es mentira. Sí que cambian. La montaña respira y su mole
se mueve. Las aguas del Wei no son las mismas hoy que ayer. ¿Cómo van a
saber, las personas de dentro de dos o tres mil años, la forma que tenía
un árbol mientras vivían los Chou? La poesía es la historia secreta de
nuestro país.
Nan miró el sol que seguía subiendo.
—¿Qué harías tú, Li, si yo te ordenase viajar al Oriente y salvar tu vida?
—Sentiría mucha pena porque nunca desobedecí una orden de mi Emperador.
Me aterra la posibilidad de terminar toda una vida de servicio con un
acto tan reprochable.
Nan suspiró.
—Podríamos aún concedernos dos horas para hablar de las cosas buenas que
vivimos: de las sopas de tortuga y nido de golondrina, de las
codornices cocidas en queso, de las hierbas aromáticas y los picantes,
de la infancia y los juegos del amor... —recordó de pronto a Ciruelo
Dorado y a las otras siete—. Pero todo ello haría más difícil la tarea
inevitable. Es preciso entonces no vacilar y endurecer el corazón.
Li asintió y procedió a tomar la cajita de madera que tenía grabados el
Pa Kua y el símbolo Yin—Yang. Corrió la tapa mostrándole al Rey Nan su
interior:
—Hay aquí dos perlas negras, tal como puedes ver. Las obtuve de las
amapolas (3). Son una sustancia muy particular, que sirve para curar,
apagar el dolor o viajar a los Torrentes Amarillos sin dificultades ni
molestias. Caerás en un sueño cada vez más profundo. Al principio raro
pero placentero. Después aparecerán algunos monstruos, pero no temas: no
es más que la vida, ansiosa de seguir viviendo y que se defiende. Por
último aparecerán en lontananza las Nueve Cisternas, señal de que falta
poco. Para ese entonces la vida habrá dejado de luchar y los Torrentes
te conducirán en forma placentera hacia el fondo. Toma esta perla y
bébela con un poco de vino. —Nan se apresuró a obedecerlo. Luego Li
prosiguió:— Mientras esperamos... aguarda un instante a que yo tome la
otra... te contaré un cuento. Es uno que inventé para mi hijo, que
cuando era pequeño tenía mucho miedo a la muerte. Tú ya seguramente
recuerdas que murió catorce años atrás, como oficial tuyo, combatiendo
contra Ch'in (4) ¡Cómo los derrotamos en aquella ocasión! Pero eran
otros tiempos. El cuento se llama El Fantasma y el Dragón. Un hombre
perdió la vida y su espectro dirigióse a los Torrentes Amarillos. Caminó
y caminó por un páramo desolado, con cenizas de un metro de alto. Luego
de vadear la ceniza se encontró con la horrenda Catarata que, oro y
espectral, se precipitaba desde una enorme elevación. Parte de la ceniza
del camino caía en copos, revoloteando como la nieve. El hombre, para
cumplir con su muerte, se arrojó. Tardó cien años en llegar al fondo,
tan profundo es ese abismo. Abajo encontró un dragón que acababa de
morir. Empezaron a caminar juntos hasta el Castillo de los Muertos,
donde los esperaba el Príncipe Yen. Hacía mucho frío. —Li vio de reojo
que Nan, con los ojos cerrados, temblaba levemente—, y debieron
atravesar ríos de mercurio a cuyas márgenes crecían plantas de piedra.
Caminaron días y días. El dragón se limitaba a mirarlo cada tanto, pero
sin responder a ninguno de sus comentarios. Caminaron meses y meses. El
hombre empezó a cansarse de tanto silencio. "Oye, dragón, ¿por qué no me
hablas? Después de todo estás tan muerto como yo." El dragón lo observó
con lástima y afecto. Se ve que no podía hablar. Caminaron años y años.
El Castillo de los Muertos estaba cada vez más cerca. El umbral de la
entrada solo era más alto que las montañas de la cordillera Tsinglin.
"Pronto deberemos trepar el altísimo umbral y aún no te has dignado
dirigirme la palabra. Quisiera saber, por ejemplo, los motivos de tus
cambios de color. Cuando te encontré eras azul. Luego, al marchar, te
tornaste negro, verde, rojo. Ahora eres como de plomo, con partículas
doradas. ¿Cuál es el misterio?" —Nan ya estaba inmóvil.— El dragón
parecía a punto de hablar, pero justo en ese momento se oyeron tres
fuertes golpes que conmovieron todo, hasta el Castillo de los Muertos.
Las partículas doradas del dragón crecieron hasta ocupar su cuerpo, que
se hizo de oro esplendente, como en fragua. El hombre despertó en su
cama. A un lado vio a su mujer llorando de alegría y a cierto médico
taoísta. "Estuviste sin sentido durante tres días y muerto por completo
durante un minuto", dijo el médico. "Felizmente, luego de golpearte tres
veces en el pecho, logré mutar el dragón a tiempo." Y le mostró un vaso
lleno de líquido dorado. Cuatro días más tarde el hombre trabajaba otra
vez en el arrozal.
Li auscultó a Nan y pudo verificar que el Hijo del Cielo estaba muerto.
El mago, tal su intención, había tragado una falsa perla, inofensiva e
inocua. Ahora, ya cumplido el servicio, sacó de entre sus ropas el opio
verdadero y se apuró a tragarlo con la ayuda de un poco de vino.
El anciano Rey Chau Siang, de Ch'in, no tomó Lo, capital de Chou. Tal
como Nan había predicho la "reservaban como postre": todo Chou cayó
siete años después de la muerte de Nan Hwang, el último Emperador Chou.
En cuanto a los Trípodes Sagrados de los Shang, que estuvieron nueve
siglos en manos de la dinastía Chou, fueron capturados por Ch'in en el
año 255 antes de la era cristiana (uno después del suicidio del glorioso
rey Nan).
Notas
(1) Los Torrentes Amarillos o Las Nueve Fuentes Arnarillas: el Mundo de los Muertos, para los antiguos chinos.
(2) Los Nueve Trípodes Sagrados eran
de bronce y fueron fabricados durante la dinastía Shang. En ellos
estaban grabados los rnapas del Imperio y sus nueve divisiones. Los Chou
los conservaron novecientos años en su poder, pues representaban el
poder imperial. Quien no tenía los Trípodes no era reconocido como Hijo
del Cielo.
(3) La introducción del opio, en
China, es muy posterior a la muerte del rey Nan. El mago Li, con
seguridad, descubrió la droga por su cuenta. En su casa tenía amapolas
para sus magias.
(4) Si bien el Emperador Nan no se
involucró directamente en ese conflicto, envió oficiales a luchar,
disimuladamente, contra Ch'in. Este último Estado advirtió a Nan que la
repetición de tales acciones bélicas encubiertas desembocaría en guerra
franca.
En La mujer en la muralla
Buenos Aires, Planeta, 1990
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