Mi vida, tragedia fracasada bajo el pateo de los dioses y de la que sólo se ha representado el primer acto.
Amigos, ninguno. Sólo unos conocidos que creen que simpatizan conmigo y
que tal vez sentirían pena si un tren me pasase por cima y el entierro
fuese un día de lluvia.
El premio natural de mi distanciamiento de la vida ha sido la
incapacidad, que he creado en los demás, de sentir conmigo. En torno a
mí hay una aureola de frialdad, un halo de hielo que repele a los demás.
Todavía no he conseguido no sufrir con mi soledad. Tan difícil es
conseguir esa distinción de espíritu que permite al aislamiento ser un
reposo sin angustia.
Nunca he concedido crédito a la amistad que me han mostrado, como no lo
habría concedido al amor, si me lo hubiesen mostrado, lo que, además,
sería imposible. Aunque nunca haya tenido ilusiones respecto a quienes
se decían mis amigos, he conseguido siempre sufrir desilusiones con
ellos: tan complejo y sutil es mi destino de sufrir.
Nunca he dudado que todos me traicionasen; y me he asombrado siempre que
me han traicionado. Cuando llegaba lo que yo esperaba, era siempre
inesperado para mí.
Como nunca he descubierto en mí cualidades que atrajesen a nadie, nunca
he podido creer que alguien se sintiese atraído por mí. La opinión sería
de una modestia estulta, si hechos sobre hechos ―esos inesperados
hechos que yo esperaba― no viniesen a confirmarla siempre.
No puedo concebir que me estimen por compasión, porque, aunque sea
físicamente desmañado e inaceptable, no tengo ese grado de encogimiento
orgánico con que entrar en la órbita de la compasión ajena, ni tampoco
esa simpatía que la atrae cuando no es patentemente merecida; y para lo
que en mí merece piedad, no puede haberla, porque nunca hay piedad para
los lisiados del espíritu. De modo que he caído en ese centro de
gravedad del desdén ajeno en el que no me inclino hacia la simpatía de
nadie.
Toda mi vida ha sido querer adaptarme a esto sin sentir en exceso su
crudeza y su abyección. Es necesario cierto coraje intelectual para que
un individuo reconozca valerosamente que no pasa de ser un harapo
humano, aborto superviviente, loco todavía fuera de las fronteras de la
internabilidad; pero es preciso todavía más valor de espíritu para,
reconocido esto, crear una adaptación perfecta a su destino, aceptar sin
rebeldía, sin resignación, sin gesto alguno, o esbozo de gesto, la
maldición orgánica que me ha impuesto la Naturaleza. Querer que no sufra
con esto es querer demasiado, porque no cabe en el ser humano el
aceptar el mal, viéndolo bien, y llamarle bien; y, aceptándolo como mal,
no es posible no sufrir con él.
Concebir desde fuera ha sido mi desgracia: la desgracia para mi
felicidad. Me he visto como me ven los demás, y he pasado a
despreciarme, no tanto porque reconociese en mí un orden tal de
cualidades que mereciese desprecio por ellas, sino porque he pasado a
verme como me ven los demás y he sentido un desprecio cualquiera que
ellos sienten por mí. He sufrido la humillación de conocerme. Como este
calvario no tiene nobleza, ni resurrección unos días después, no he
podido sino sufrir con la innobleza de esto.
He comprendido que le era imposible a nadie amarme, a no ser que le
faltase del todo el sentido estético; y, entonces, yo le despreciaría
por ello; y que incluso simpatizar conmigo no podía pasar de ser un
capricho de la indiferencia ajena.
¡Ver claro en nosotros y en cómo nos ven los demás! ¡Ver esta verdad
frente a frente! Y, al final, el grito de Cristo en el Calvario, cuando
vio, frente a frente, su verdad: Señor, Señor, ¿por qué me has
abandonado?
En Libro del desasosiego
Traducción: Ángel Crespo
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