viernes, 17 de mayo de 2013

Luis Buñuel: Alucinaciones en torno a una mano muerta


Un hombre está leyendo tranquilamente en su escritorio. Son alrededor de las once de la noche. Ante él, un grueso libro abierto.

En ese momento comienza a oírse de fondo una música sobrenatural.
Oímos, lejano, el canto de un gallo. Como un eco, se oye el mismo canto más cerca, pero con la banda sonora pasada al revés. Arde el fuego en la chimenea. Se oyen extraños ruidos. Uno de ellos despierta la atención y las temerosas sospechas del hombre: es como si una mano hubiera roto brutalmente las cuerdas de algún instrumento musical.
Son las once de la noche. Oímos el carillón de la torre de la iglesia desgranando las horas y, como reverberación de un eco, el mismo carillón, pero con el sonido al revés.
El hombre mira a su derecha. Ve el cordón del timbre de su habitación oscilar como movido por una mano. Decididamente alarmado, mira con miedo a su alrededor.
"Click, click, click". (Sonido que recuerda el producido por el dedo medio al chasquear contra la base del pulgar).
"Click, click, click".
Un libro cae del anaquel. Se desmoronan los troncos en la chimenea.
El hombre seca el sudor de su frente con un gran pañuelo, que coloca ante él, en la mesa, nerviosamente.
"Click, click, click".
Esta vez el ruido llega desde la mesa, cerca del pañuelo. El hombre está muy asustado. Ve como el pañuelo se mueve lentamente. Sus pliegues se mueven como los pétalos de una flor carnívora. (Esta toma y las siguientes con el pañuelo y la mano, al ralentí).
Súbitamente, la más inesperada y horrible cara aparece entre los pliegues del pañuelo, que envuelve el extraño rostro como un sudario.
El rostro no tiene frente, y entre los dos minúsculos e inhumanos ojos negros una nariz afilada y fofa sobresale encima de una boca sin dientes y solamente dotada de mandíbula inferior. Este rostro se convierte lenta e inesperadamente en una mano que empieza a deslizarse hacia el aterrorizado personaje.
(Esta cara está formada por una mano cuyo dedo medio corazón hace de nariz, formando el pulgar la mandíbula inferior. Los ojos son dos puntos negros como dos perdigones.)
El hombre se levanta y retrocede, mientras la mano continúa deslizándose. (En todo momento ha de verse la mano deslizarse y no caminar, porque entonces podría ser asociada de inmediato con la representación de una rata común).
Cuando la mano alcanza el borde de la mesa, cae al suelo de plano, produciendo un ruido similar al de una palma abierta al golpear un montón de masa.
La mano permanece un momento inerte, atontada sobre el suelo.
El hombre empieza a reaccionar. Su miedo va trocándose en rabia, pero aún retrocede cuando la mano inicia de nuevo su avance. El hombre se rehace y rebusca en sus bolsillos como si intentase encontrar un arma. No tiene nada. Mira en torno suyo buscando algo con que aniquilar a su obstinado enemigo.
Cerca de él ve una pequeña estatua de bronce sobre un pesado podio de mármol. Rápidamente, aparta la estatua, levanta el podio en sus brazos con fuerza y lo deja caer con furiosa decisión sobre la atosigante mano. Queda casi destrozada. Dos o tres dedos sobresalen de la base del podio. Los ojos del hombre se abren sorprendidos.
El podio se desliza en dirección suya. La mano carga con él como un caracol su concha.
Aparta el podio a puntapiés a toda prisa e inclinándose coge la mano por el dedo corazón. Los otros dedos cuelgan lastimosamente, fofos e inarticulados como un guante.
El hombre se dirige a la ventana, la abre y arroja fuera la mano, pero apenas ha conseguido desembarazarse de ella cuando la mano regresa como empujada por un viento imaginario y se estrella contra su cara con la palma abierta, repitiendo el característico ruido de una mano que golpea la masa.
El hombre agarra otra vez la mano y la tira por la ventana, cerrándola de inmediato. Esta vez está seguro de haberse librado de ella.
Aún jadeante regresa hacia su escritorio, cuando de pronto su rostro se contrae con repulsión y horror. Con las manos en su pecho y los ojos desorbitados ve cómo los dedos de la mano salen lentamente de su camisa medio abierta y la mano emerge de su propio pecho.
Loco de rabia, coge con decisión el órgano mutilado y lo sujeta furiosamente con su mano izquierda mientras empuña una daga con la derecha.
Se dirige a la mesa y coloca la mano muerta sobre ella.
Las dos manos izquierdas, la viva y la muerta. El espectador desconoce cuál de las dos manos es la muerta.
Primer plano del hombre con el rostro enfurecido y alzando la mano derecha, en la que empuña la daga, mientras dirige una mirada de odio a las manos situadas sobre la mesa. Baja la daga. Hace descender el puñal.
Primer plano de las dos manos izquierdas. El puñal atraviesa una de ellas. Alarido de dolor. Una de las manos ha quedado clavada contra la, mesa por la daga. La otra comienza a deslizarse. El hombre ha atravesado su propia mano.
Con decisión, extrae la daga y detiene la mano deslizante con un simple golpe de puñal, clavando por fin la mano muerta sobre la mesa.



Luis Buñuel
5642 Fountain Avenue,
Hollywood (28), California

Luis Buñuel, Obra literaria
Introducción y notas de Agustín Sánchez Vidal
Zaragoza, Editorial Heraldo de Aragón, 1982
Foto: Buñuel en marzo 1954 Photo by RDA – © 2006

viernes, 10 de mayo de 2013

Auguste Renoir (1841-1919) por otros

 Renoir en 1893 en su casa-castillo de Brouillards



 Ultima fotografía de Renoir




 Renoir en 1916




 Degas:  Stephan Mallarme y Auguste Renoir




  Vuillard: Renoir en 1916




 Auguste Renoir, 1880 – Retrato al pastel de Paul Cezanne

Ernest Hemingway - Ezra Pound y el Bel Esprit


Ezra Pound se portó siempre como un buen amigo y siempre estaba ocupado en hacer favores a todo el mundo. El estudio donde vivía con su esposa Dorothy, en la rué Notre-Dame-des-Champs, tenía tanto de pobre como tenía de rico el estudio de Gertrude Stein. El de Ezra sólo tenía mucha luz y una estufa para calentarlo, y había pinturas de artistas japoneses amigos suyos. Eran todos nobles en su país de origen, y llevaban el pelo muy largo. Era un pelo de un negro muy brillante, que basculaba adelante cuando hacían sus reverencias, y a mí me impresionaban todos mucho, pero no me gustaban sus pinturas. No las comprendía, pero no encerraban ningún misterio, y en cuanto llegué a comprenderlas me importaron un comino. Lo lamentaba muy sinceramente, pero no pude hacer nada por remediarlo.
Los cuadros de Dorothy sí que me gustaban mucho, y Dorothy me parecía muy hermosa, con un tipo maravilloso. También me gustaba el busto de Ezra que hizo Gaudier-Brzeska, y me gustaron todas las fotos de obras de este escultor que Ezra me enseñó, y que estaban en el libro del propio Ezra sobre él. A Ezra también le gustaba la pintura de Picabia, pero a mí me parecía entonces que no valía nada.
Tampoco me gustaba nada la pintura de Wyndham Lewis, que a Ezra le entusiasmaba. Siempre le gustaban las obras de sus amigos, lo cual está muy bien como prueba de lealtad, pero puede ser un desastre a la hora de dar juicios. Nunca discutíamos sobre cosas de éstas, porque yo guardaba la boca callada cuando algo no me gustaba. Si a una persona le gustaban las pinturas o los escritos de sus amigos, yo lo miraba como algo parecido a lo de la gente que quiere a su familia, y es descortés criticársela. A veces, uno puede pasar mucho tiempo antes de tomar una actitud crítica ante su propia familia, la de sangre o la política, pero todavía es más fácil ir tirando con los malos pintores, porque nunca cometen maldades horribles ni le destrozan a uno en lo más íntimo, como son capaces de hacer las familias. Con los pintores malos, basta con no mirarles. Pero incluso cuando uno ha aprendido a no mirar a las familias ni escucharlas ni contestar a las cartas, la familia encuentra algún modo de hacerse peligrosa. Ezra era más bueno que yo, y miraba más cristianamente a la gente. Lo que él escribía era tan perfecto cuando se le daba bien, y él era tan sincero en sus errores y estaba tan enamorado de sus teorías falsas, y era tan cariñoso con la gente, que yo le consideré siempre como una especie de santo. Claro que también era iracundo, pero acaso lo han sido muchos santos.
Ezra quiso que yo le enseñara a boxear, y un día que le daba una lección en su estudio, a última hora de la tarde, conocí allí a Wyndham Lcwis. Ezra boxeaba desde muy poco tiempo, y me avergonzaba que se mostrara torpe ante un amigo suyo, y procuré que diera la mejor impresión posible. Pero no podía darla muy buena, porque la práctica de la esgrima le había resabiado, y yo estaba todavía intentando lograr que concentrara su boxeo en la mano izquierda y guardara el pie izquierdo adelantado, y que cuando tuviera que adelantar el pie derecho lo hiciera paralelamente al izquierdo. O sea que estábamos todavía en lo básico. No llegaba nunca a enseñarle cómo se dispara un gancho de izquierda, y en cuanto a enseñarle el hábito de retirar su derecha, eso lo reservaba para el futuro.
Wyndham Lewis llevaba un sombrero negro de alas anchas, como un personaje del barrio, y se vestía como un cantante en La Bohème. Su cara me recordaba la de una rana, y ni siquiera de una rana toro sino de una rana cualquiera, y París era una charca que le venía ancha. Por aquellos tiempos, pensábamos que un escritor o un pintor puede llevar cualquier vestimenta de la que sea poseedor, y que no hay uniforme oficial para el artista; pero Lewis llevaba el uniforme de un artista de antes de la guerra. Daba grima mirarle, pero él nos observaba muy engreído, mientras yo; esquivaba las izquierdas de Ezra o las bloqueaba en la palma de mi guante derecho.
Quise dejarlo, pero Lewis insistió para que continuáramos, y me di cuenta de que, como no comprendía nada de lo que hacíamos, estaba al acecho, en la esperanza de que Ezra recibiera daño. Nada ocurrió. No contraataqué nunca, y mantuve a Ezra persiguiéndome, con su izquierda adelantada, pero lanzando de vez en cuando una derecha, y al fin dije que ya estaba bien por aquel día, y me lavé en una palangana, me sequé con una toalla y me puse mi chandail.
Nos servimos algo de beber, y yo escuché mientras Ezra y Lewis hablaban, haciendo comentarios sobre gentes que vivían en Londres o en París. Observé a Lewis con cuidado, pero fingiendo no mirarle, como hace uno cuando boxea, y creo que nunca he conocido a un hombre tan repelente. Ciertas personas traslucen el mal, como un gran caballo de carreras trasluce su nobleza de sangre. Tienen la dignidad de un chancro canceroso. Pero Lewis no traslucía el mal; sólo resultaba repelente.
Caminando de vuelta a casa, intenté enumerar las cosas en que Lewis me hacía pensar, y encontré varias cosas. Pero eran todas de orden médico, excepto el sudor de pies. Quise descomponer su cara en sus distintas facciones e írmelas describiendo, pero sólo recordé los ojos. Debajo del sombrero negro, en el primer instante en que le vi, me parecieron los ojos de un violador fracasado.
—Hoy he conocido al hombre más repelente con quien me he encontrado nunca — dije a mi mujer.
—Por favor, Tatie, no me hables de él —contestó—. No me digas nada. Estamos a punto de comer.
Cosa de una semana más tarde, hablé con Miss Stein y le dije que había conocido a Wyndham Lewis, y le pregunté si ella le conocía.
—Yo le llamo «la Tenia Métrica» —me dijo—. Llega de Londres y ve un buen cuadro, y se saca un lápiz del bolsillo y se pone a medir los detalles del cuadro, y dale de tomar medidas con el pulgar en el lápiz. Y toma sus vistas y sus medidas y apunta exactamente cómo está hecho. Luego se vuelve a Londres y rehace el cuadro, y no le sale. No se ha dado ni cuenta de por dónde va la cosa.
De modo que me acostumbré a pensar en él como la Tenia Métrica. Un término más amable y más provisto de piedad cristiana que cualquiera de los que yo mismo había inventado para designarle. Más tarde, hice lo posible por apreciarle y mostrarme amistoso con él, como hice con todos los amigos de Ezra cuando él me los explicaba. Pero aquella impresión tuve, el día que le conocí en el estudio de Ezra.
Ezra era el escritor más generoso y más desinteresado que nunca he conocido. Corría en auxilio de los poetas, pintores, escultores y prosistas en los que tenía fe, y si alguien estaba verdaderamente apurado, corría en su auxilio tanto si tenía fe como si no. Se preocupaba por todo el mundo, y en los primeros tiempos de nuestra amistad la persona que más le preocupaba era T. S. Eliot, quien, según me dijo Ezra, tenía que estar empleado en un banco en Londres, y, por consiguiente, no disponía de tiempo ni seguía un horario apropiado para dar un buen rendimiento poético.
Ezra fundó una institución llamada Bel Esprit, asociándose con Miss Natalie Barney, que era una americana rica, protectora de las artes. Miss Barney había sido amiga de Rémy de Gourmont (eso fue antes de mis tiempos), y tenía en su casa un salón donde recibía en cierto día de la semana, y en su jardín un templete griego. Muchas mujeres, americanas y francesas, provistas de dinero suficiente, tenían sus salones, y comprendí pronto que eran unos lugares excelentes para que yo me guardara de poner en ellos los pies. Pero creo que Miss Barney era la única con un templete griego en su jardín.
Ezra me mostró el folleto anunciador del Bel Esprit, y Miss Barney le había permitido usar una viñeta del templete griego para la portada. La concepción encarnada en el Bel Esprit era la de que cada cual aportaría una parte de sus ingresos, y entre todos constituiríamos un fondo con el que sacaríamos a Mr. Eliot de su banco, y él tendría dinero para escribir poesía. A mí me pareció una buena idea, y una vez que tuviéramos a Mr. Eliot fuera de su banco, Ezra calculó que la cosa progresaría en línea recta y labraríamos un porvenir para todo el mundo.
Yo metí un poco de claroscuro en la cosa al referirme siempre a Eliot bajo el titulo de Comandante Eliot, fingiendo le confundía con el Comandante Douglas, un economista cuyas ideas entusiasmaron grandemente a Ezra. Pero Ezra comprendió que a pesar de todo mi corazón latía como los buenos y que yo estaba imbuido de Bel Esprit, por mucho que a Ezra le irritara oírme solicitar de mis amigos fondos para sacar al Comandante Eliot del banco, y oír a alguien replicar que qué diablos estaba haciendo un comandante en un banco, y que si le habían dado el retiro, no se comprendía que no tuviera una pensión, o que por lo menos no hubiera recibido una indemnización al retirarse.
En casos tales, yo explicaba a mis amigos que todo aquello no venía a cuento. Uno estaba dotado de Bel Esprit o no lo estaba. Si tienes Bel Esprit, contribuirás para que el Comandante salga del banco. Si no lo tienes peor para ti. ¿Comprendes por lo menos el significado del templete griego? ¿No? Ya me parecía a mi. Adiós, muy buenas. Te metes tu dinero donde te convenga. No lo aceptamos aunque nos lo implores de rodillas.
Mi actividad como agente del Bel Esprit fue muy enérgica, y por entonces mis sueños más felices eran aquellos en que veía al Comandante salir a grandes zancadas por la puerta del banco, transformado en hombre libre. No logro acordarme de cómo se cascó por fin el Bel Esprit, pero me parece que tiene alguna relación con el hecho de que el Comandante publicó The Waste Land y el poema ganó el premio del Dial, y poco después una dama con título financió para Eliot una revista llamada The Criterion, y ni Ezra ni yo tuvimos que preocuparnos más por él. Creo que el templete se encuentra todavía en su jardín. Para mí fue una decepción eso de que no hubiéramos logrado sacar al Comandante de su banco mediante la operación única del Bel Esprit, según yo lo visualizaba en mis sueños, con lo que tal vez se hubiera venido a vivir en el templete griego, por donde podríamos dejarnos caer de vez en cuando, Ezra y yo, a coronarle de laurel. Yo conocía un lugar donde había laureles muy hermosos, y yo hubiera podido ir a cortar unas ramas y traerlas en bicicleta, y hubiéramos podido coronarle cada vez que se sintiera solo, o cada vez que a Ezra le fuera dable revisar los manuscritos o las pruebas de otro poema tan grande como The Waste Land. Para mí, la empresa aquella resultó moralmenle perniciosa, como han resultado tantas otras cosas, porque me metí en el bolsillo el dinero que había destinado a sacar al Comandante del banco, y me lo llevé a Enghien y lo aposté en caballos que saltaban bajo la influencia de estimulantes. En dos reuniones hípicas, los estimulados caballos por los que yo apostaba dejaron atrás a los animales sin estimulo o con estímulo insuficiente, salvo en una carrera en la que nuestro angelito querido se estimuló hasta tal punto que antes de la salida arrojó a su jockey al suelo y se escapó, y dio una vuelta entera al circuito del steeplechase, saltando hermosamente en su soledad, tal como uno salta a veces en sueños. Cuando lo cazaron y lo volvieron a montar, arrancó en cabeza y, como dicen los franceses, hizo una carrera honrosa, pero el dinero fue para otro.
Me hubiera sentido más dichoso si el dinero de la apuesta hubiera ido a parar al Bel Esprit, que había dejado de existir. Pero me consolé pensando que, con las apuestas acertadas, hubiera podido contribuir al Bel Esprit con una suma mucho mayor que mi primera intención.


En París era una fiesta

viernes, 3 de mayo de 2013

William Blake - Manuscritos



Un poeta de la dinastía Tang: Du Fu



 Hace ya varios años, cuando estaba escribiendo la novela Guerra en el paraíso, visité Xian, la vieja capital de la dinastía Tang. Ahí me sorprendió, entre muchas otras cosas, la vigencia de dos poetas del siglo VIII en las conversaciones cotidianas con intelectuales y artistas chinos. Los poetas recordados, casi lo diría, popularmente, eran Li Bai (el viejo Li Po) y Du Fu (a veces conocido en manuales de poesía china como Tu Fu). La vigencia de estos poetas me pareció después explicable por dos razones: primero, por la calidad de la obra de Li Bai y sobre todo de Du Fu; segundo, por la singularidad del pueblo chino, acaso poseedor de la cultura más poderosa y antigua del planeta.

En la historia literaria de China Du Fu es considerado el más alto exponente del realismo clásico. Dejó una extensa obra representativa de la dinastía Tang, época cumbre de las letras chinas y del esplendor de las ciencias y las artes. Nació en una comarca rural de la provincia de Henan, en el año de 712. Realizó largos viajes por el norte y sur del país y en la ciudad de Le Yan entabló una íntima amistad con Li Bai. Después de haber radicado algunos años en la capital del Imperio, Chan An, la actual Xian, en condiciones de extrema miseria (su hijo, en ese tiempo murió de hambre), Du Fu llevó una vida nómada, de vagabundo, que le permitió conocer directamente la pobreza de los campesinos y el nepotismo arrogante de los mandarines. Basándose en sus propias vivencias escribió seis de sus más famosos poemas, popularmente conocidos en su conjunto como Tres alguaciles y tres despedidas, que corresponden a los poemas "Alguacil en Tonguang", "Alguacil de Shin An", "Alguacil de Shihao", "Despedida de una recién casada", "Despedida de un viejo" y "Despedida de un hombre sin familia". A través de estos poemas podemos ver otro aspecto de la China de ese tiempo: la devastadora cauda de las guerras y de la expansión imperial.

En el verano del año 759 regresó a Chen Du, provincia de Shichuan, y allí, en las afueras occidentales de la ciudad, se construyó con la ayuda de algunos amigos una choza, la cual se conserva hasta hoy como museo del poeta.

Años después decidió regresar a su hogar natal y emprendió, a bordo de una pequeña embarcación, la última larguísima travesía de retorno por los ríos del norte. La prolongada estancia sobre el agua le provocó un grave reumatismo que minó lentamente su salud y le causó la muerte en el año 770, es decir, a los, en ese entonces, avanzados 57 años de edad. Murió solitario, todavía muy lejos de su tierra; la barca con su cuerpo inerte fue hallada en un rescoldo del río Shian Jian, que atraviesa parte de la provincia de Henan.

Conocí los poemas de Du Fu antes de mi viaje a China por una antología inédita de poemas de la dinastía Tang que prepararon entre 1983 y 1985 el poeta chino Chen Guang Fu y el investigador español Alfredo Gómez Gil. Por desacuerdos profesionales entre los dos coautores la antología no se publicó. En el año 1986, en la ciudad de México, trabajé con Chen Guang Fu en la revisión de ese volumen y le preparé nuevas versiones que tuvieran una flexibilidad mayor en el verso libre de lengua española. Publicamos algunas de esas versiones y después no me fue posible retomar los apuntes que habíamos preparado juntos.

En el año de 1987, con motivo del centenario del nacimiento de Fernando Pessoa, la embajada de Portugal ante la UNESCO organizó en París un homenaje internacional y una exposición de libros, manuscritos y traducciones. Nos invitaron a París a diversos traductores de Pessoa; Jin Guo Ping era su traductor al chino y pertenecía al Departamento de Literatura Latinoamericana de la Academia de Ciencias Sociales de China, en Pekín, donde Chen Guang Fu era vicerrector. Conversamos largamente en París de nuestros trabajos de Pessoa y también de los poetas chinos clásicos que yo había conocido por Chen Guang Fu. Cuando viajé a China, en 1989, los busqué en Pekín, pero en ese momento ambos se encontraban en Europa y no volví a tener contacto con ellos.

Recientemente he vuelto a abrir esas carpetas y he sentido de nuevo la fuerza de esos poetas clásicos y directos, profundamente humanos, llanos, verdaderos. He tratado de encontrar una expresión más natural en los poemas de los diferentes autores de la dinastía Tang que trabajé con Chen Guang Fu. En las numerosas tardes de trabajo, de lecturas, de análisis de las versiones que él había preparado con Alfredo Gómez Gil, reiteradas veces me releía en chino cada poema para que yo pudiera apreciar la cadencia y sonoridad de los versos. Después, en mi viaje a Pekín y a Xian, la inmensidad y la inmediatez de la historia china en las calles, en la población, en los restaurantes, entre los poetas, las bibliotecas, los reinos del paisaje: los caudalosos ríos, las montañas que por sí solas se elevan en el mundo como pinturas o esculturas, la neblina, la sensación de que la neblina es una forma del recuerdo, o del encuentro, o del destino, me llevaron a admirar y entender, particularmente, el interior humano de Du Fu, la pasión justa y solidaria de este gran maestro.

En el poema titulado "Marcha de los soldados con sus carros de guerra", Du Fu menciona a Shian Yan, el puente de la parte norte de la antigua ciudad de Chan An. En dos versos menciona que expertos jefes/ nos envolverán los cabellos; en el ejército de aquella época los soldados llevaban sus cabellos sujetos en forma de moño y envueltos por una tela de encaje; aquí, por impericia guerrera, los infantes debían ser asistidos por antiguos guerreros en el ritual de su peinado. Menciona también la montaña Huan San, situada al noroeste de la ciudad de Chan An. Leamos:

Los caballos relinchan.
Soldados inexpertos con el arco en la cintura
y las flechas en la aljaba
son palancas que impulsan las ruedas de carros.

Padres y esposas los despiden
sumergidos en la polvareda de Shian Yan,
y se prenden algunos de las ropas para detenerlos
y luego se quedan gimiendo
con sollozos que conmueven el cielo

Así lo explica uno de ellos:
"Nos llevan en forzosa leva
a los que tenemos entre quince y cuarenta años.

Somos reclutas por un despótico decreto.
En la siguiente comarca expertos jefes
nos envolverán los cabellos,
que canosos serán quizás cuando tornemos un día.

Porque la frontera, rebosante de sangre,
no satisface aún al imperio que crece.

Al este de Huan San, allá
donde los matojos silvestres dominan
y estrangulan todo cultivo,
quedó bajo ignorantes manos el arado,
porque hijos mayores, maridos,
los brazos fuertes de la provincia,
fueron distribuidos como perros y gallos
según el capricho del mando militar.

Usted no se sorprenda
de la sinceridad con que le respondo.
¿Alguna queja observa en mis palabras?
Sólo le explico que en este invierno
fuimos convocados a las armas los jóvenes y los hombres de mi aldea.

Además, se nos obligó a entregar cosechas y bienes,
sin disminución alguna del sofocante impuesto.

Solas se quedaron cuidando el hambre de la casa
las menores, las adolescentes, las casadas,
mientras los hijos y maridos moriremos en la frontera
bajo la espada o con triunfo,
como un soldado cualquiera".

La guerra es una constante en la obra de Du Fu, porque le tocó vivir hacia el año 755 la sublevación de los generales que estaban a cargo de las fronteras del Imperio, An Zu-shan y Shi Shi-min. El emperador Tan Min Huan tuvo que abandonar la capital del imperio ante el avance de los generales insurrectos. Desde la provincia de Shichuan, los hijos del emperador, Li Hen y Li lin, organizaron la lucha contra los rebeldes. Pero el emperador murió intempestivamente y los hijos comenzaron a combatir entre ellos antes de acabar con los rebeldes.

Los procesos de la leva forzosa marcaron profundamente a Du Fu. La mayoría de los poemas que recuerdan de él los chinos actuales corresponden a escenas desgarradoras de estos reclutamientos. Uno de ellos, quizá el más trágico y vertiginoso, es, como ya mencioné Alguaciles de Shihao, que describe un suceso del que Du Fu fue testigo. Shihao era un pueblo cercano a la ciudad de Ho Yan, provincia del mismo nombre, donde se estacionaban las tropas imperiales. El poema fue escrito en el año 759, cuando intentaba regresar Du Fu a su tierra natal:

Me había hospedado al anochecer en Shihao.

Los alguaciles se lanzaron esa noche
a un inesperado reclutamiento de leva.

El viejo dueño de la posada
saltó de un alto muro y se libró de la requisa,
pero su esposa, amenazada, tuvo que abrir la puerta.

Maldijéronla furiosos, y sin que su llanto lograra
suspender los insultos, balbuceó:

"Mis tres hijos fueron alistados tiempo ha
y defendieron el sitio de Shian Chou;
dos cayeron sacrificados;
del otro sólo poseo una carta.

Quiso nuestro sino que, sobrevivientes,
rezáramos por los que se fueron para siempre.

En la familia no hay más hombres que mi nieto,
cuya madre en el rincón le amamanta.

Vieja y débil soy, pero aún podría quizás servir comida en el ejército".

Entrada ya la noche, se alejaron las voces por la calle
y quedó en la casa un murmullo de amargos gemidos.

Cuando volví a reanudar mi camino, al día siguiente,
el posadero, a solas, me despedía.



 El reclutamiento forzoso podía extenderse por muchos años. Si el soldado lograba sobrevivir y regresar a su aldea, podría quedar otra vez expuesto a un nuevo reclutamiento. A esta vulnerable condición se refiere otro de sus más populares poemas, Despedida de un hombre sin familia, que menciona a An Lu-shan, uno de los generales que se rebelaron contra el emperador Tan Min Huan:

Tras la rebelión de An Lu-shan
los campos quedaron yermos,
llenos de espinos y cizaña.

Los habitantes de mi aldea
tuvieron que abandonarla.

No volví a saber de ellos;
quizás murieron, pero ignoro dónde están sus restos.

En Ye Chen nuestras tropas fueron derrotadas;
logré huir y regresé a mi pueblo;
encontré las calles vacías,
su quietud vacía,
incluso el aullido iracundo de los zorros,
los primeros que encontré de mi aldea,
me parecieron vacíos.

Algunas viudas inermes
siguen viviendo allí;
también unos tristes pájaros
que buscan sus nidos.
¿Quién no anhela reconstruir su casa?

A tiempo inicié la siembra
y cada tarde regaba mi huerto.

Pero el alcalde supo de mi regreso
y me ordenó partir de nuevo al frente.

Me reincorporaron al deshecho batallón
y me arrancaron de mi casa apenas recobrada.

¿Quién cuidará de ella durante mi ausencia?

(Quizás no me importará la distancia
en el fragor del combate.)

Con amargura recuerdo
mi primer reclutamiento:
mi madre me despidió con lágrimas
y a mi vuelta
sólo encontré de ella
la huella de un foso anónimo.

Tras una vida miserable,
su última posibilidad de dicha
quedó enterrada por un lustro
de ausencia de su estúpido hijo único.

Ya no tiene a quien decirle adiós
este vulgar campesino que corre por la vida.

La guerra fue, pues, un tema constante en la vida y la poesía de Du Fu. Por ello resalta su visión sobre las finalidades de la guerra misma y sus límites necesarios. Es el caso de este poema, Filosofía del soldado, lúcido y actual:

Al tensar el arco,
ténsese muy fuerte.

Al lanzar la flecha,
láncese excedida.

Al disparar,
dispárese al caballo.

Al perseguir al enemigo,
captúrese primero al comandante.

Si de esta forma defendemos la frontera,
las bajas que causemos serán mínimas.

Si sólo detener la invasión deseamos,
¿sería justo desencadenar la matanza?


También fue ágil en el dibujo del paisaje, en el rápido y fulgurante paso de la mirada sobre la tierra, el invierno, la crítica social como una mirada limpia y aparentemente casual. Es el dibujo del breve poema Impresión; rasgos rápidos y sorpresivos que en otros poetas chinos celebraba Ezra Pound en sus versiones de Cathay, como los versos iniciales de The city of Choan. Leamos Impresión, de Du Fu:


Por el duro cierzo, las ocas salvajes emigran.
El cielo está cubierto de un denso polvo.

En los bosques y crisantemos se escucha el viento.

Los matorrales de otoño
se han secado para ser más verdes.

Sigue en la madrugada sonando
la flauta de fiesta en la gran mansión.

Pero los vecinos y labriegos se duelen
vestidos de lino en el frío noviembre.

Quizá uno de los poemas que pueden atravesar los siglos y las culturas con mayor fuerza, con un rigor extremo de la condición humana sin retórica, sin dulcificar la vida, sea éste, Melancolías múltiples:

Recuerdo que a mis quince años,
casi un niño,
pero robusto como un ternero,
trepaba a las copas de los árboles
del patio, en agosto,
al madurar la pera y el dátil.

Ahora, a mi quebrantada edad,
sobrepasados los cincuenta,
prefiero en vez de vertical
mantenerme acostado.

Sin embargo, con forzada sonrisa
recibo a mis amigos burócratas,
que me ayudan con su peculio.

Triste quedo porque me es imposible
superar las múltiples melancolías
que a mi vida rodean.

Mi casa son sólo paredes...

Mi esposa monótonamente carga
la misma tristeza...

Mi hijo, sin urbanidad alguna,
desde la puerta, soez me exige la comida.

Du Fu, poeta del realismo clásico, dicen las historias de literatura china. Pero ante obras como la suya, ¿qué significa realismo? ¿Algo más sugerente o verdadero que la condición humana? ¿Algo diferente a nosotros mismos? Quizá nunca la gran poesía ha significado algo más que nosotros mismos.







Carlos Montemayor

Peter Brook - Carta abierta a William Shakespeare o "A mi disgusto"


Querido William Shakespeare:

¿Qué te ha pasado? Siempre sentimos que podíamos confiar en ti. Sabíamos que nuestro trabajo de puesta en escena a veces gozaría de aprobación, a veces sería rechazado. Es lo normal. Estábamos preparados para ello. Pero ahora el que siempre recibe críticas adversas eres tú. Cuando aparecieron las críticas de Titus Andronicus, ensalzándonos a todos nosotros por haber salvado del desastre a tu horrenda obra, no pude evitar sentir cierto resquemor de culpa. Porque, a decir verdad, a ninguno de nosotros se nos hubiera ocurrido pensar, mientras la ensayábamos, que la obra podía ser tan mala.
Por supuesto, enseguida comprendimos lo equivocados que estábamos. Y yo antes que nadie hubiera estado dispuesto a admitir que ésa era tu peor obra de no haberme visto asaltado por otras reflexiones. En ocasión de montar Trabajos de amor perdidos, por ejemplo, ¿no hubo acaso un crítico que escribió que ésa era tu pieza «más débil y tonta»? Y en el caso de Cuento de invierno, no recuerdo qué crítico dijo que «es ésta la peor obra de Shakespeare; un verdadero desecho pretencioso y pesado». En ese momento yo había trabajado la obra con la convicción de que, en su irrealidad, era una invención hermosa, altamente emotiva, una maravilla; una fábula cuyo final feliz, la estatua que cobra vida, no era otra cosa que el milagro verdadero generado por un Leonte lleno de una nueva sabiduría y de una gran clemencia. Me temo que había perdido de vista el hecho de que ya no importan ni siquiera los milagros, por improbable que esto parezca.
Supongo que, poco a poco, iba preparándome para aceptar que La tempestad fue tu más grave error. Por supuesto equivocadamente, yo sostenía desde siempre que era tu obra mayor; la veía como una suerte de reverso del Fausto, la última pieza del ciclo final de tus obras sobre la piedad y el perdón, una obra que es, en toda su extensión, una tormenta desatada, en la cual la calma llega sólo en las últimas páginas. Sentía que estabas en pleno uso de tu talento cuando decidiste hacerla  dura, abrupta, dramática. Que no era casual que en las tres tramas marcases el contraste de un Próspero solitario y ávido de verdad con los señores asesinos y brutales, con bufones oscuramente perversos y ambiciosos. Que no te habías olvidado de repente de las reglas de la dramaturgia, como por ejemplo aquella que dice «hacer que cada personaje sea semejante a cualquiera de los espectadores», cuando deliberadamente colocaste a la más grande de tus obras maestras un poco más lejos de nosotros, en un nivel más alto.
Ahora, tras haber leído todas las críticas, descubro que La tempestad es tu peor obra -absolutamente la más mala de todas- y debo disculparme ante ti por no ser capaz de disimular mejor sus muchos defectos. Afortunadamente, fui consciente de mi error hallándome todavía en Stratford, y como tenía un par de días disponibles antes de marcharme pensé que sería bueno ir a ver alguna de tus obras maestras más celebradas. Consulté la programación. Daban El Rey Juan, y cuando estaba a punto de adquirir mi locali- dad recordé haber leído que esa obra era «un desaguisado insalvable»; de manera que decidí no perder mi tiempo con ella.
La noche siguiente estaba programada Julio César, pero de ésta se había dicho que era una de tus obras «más espantosas», de manera que esperé a que pusieran en cartel Cimbelino (confieso que siempre he sentido por la encantadora fantasía de este cuento un amor incondicional) Sin embargo, para hacer tiempo, me puse a leer las críticas que exhibían en el teatro y descubrí que casi todas ellas coincidían en que, pese a que la puesta en escena la salvaba, era ésta «una acumulación tan vasta de absurdo y tonterías como Titus Andronicus», y aunque suele gustarme presenciar una puesta en escena brillante y unas buenas actuaciones, comprenderás que esta vez lo que quería ver era una buena obra.
Entonces me llamó la atención el anuncio de A vuestro gusto. Y allí estaba, en letras de molde: matinée, 14.30 horas, A vuestro gusto, la única de tus obras de la que nunca había leído o escuchado decir nada adverso; una obra libre de toda sospecha. De manera que pagué mi entrada y entré en la sala. Y ahora debo confesarte que no me gusta A vuestro gusto. Lo lamento, pero me parece demasiado campechana, como si fuera una especie de anuncio de cerveza; no la encuentro poética y, francamente, tampoco me parece demasiado graciosa. Cuando hay un villano que se arrepiente porque se ha salvado por poco de que se lo comiera un león y otro villano, al frente de su ejército, «se convierte ante el mundo» porque se topa con un «anciano religioso» y mantiene con él «una cierta cuestión», realmente pierdo la paciencia.
De manera que ahora, mi querido autor, no sé qué decirte. Creo que la gran mayoría de todas tus obras son milagrosas, salvo A vuestro gusto. Los críticos piensan que la gran mayoría de tus obras son malas, o aburridas, salvo A vuestro gusto. El público las ama absolutamente todas, incluso A vuestro gusto. ¿Qué extraña contradicción es ésta? ¿Por qué se produce? ¿Cuál es el hilo conductor que une actitudes tan diferentes? ¿Influirá en mí el hecho de que tuve que hacer A vuestro gusto en mi examen de graduación? ¿Acaso el hecho de que tenga el deber profesional de ver cada una de las nuevas puestas en escena de Shakespeare que, quiérase o no, todos los años suben y bajan de cartel es suficiente como para que se vean salpicadas por el estigma de un certificado de estudios de pesadilla?

En Más allá del espacio vacío