Ezra Pound se portó siempre como un buen amigo y siempre estaba ocupado en hacer favores a todo el mundo. El estudio donde vivía con su esposa Dorothy, en la rué Notre-Dame-des-Champs, tenía tanto de pobre como tenía de rico el estudio de Gertrude Stein. El de Ezra sólo tenía mucha luz y una estufa para calentarlo, y había pinturas de artistas japoneses amigos suyos. Eran todos nobles en su país de origen, y llevaban el pelo muy largo. Era un pelo de un negro muy brillante, que basculaba adelante cuando hacían sus reverencias, y a mí me impresionaban todos mucho, pero no me gustaban sus pinturas. No las comprendía, pero no encerraban ningún misterio, y en cuanto llegué a comprenderlas me importaron un comino. Lo lamentaba muy sinceramente, pero no pude hacer nada por remediarlo.
Los cuadros de Dorothy sí que me gustaban mucho, y Dorothy me parecía
muy hermosa, con un tipo maravilloso. También me gustaba el busto de
Ezra que hizo Gaudier-Brzeska, y me gustaron todas las fotos de obras de
este escultor que Ezra me enseñó, y que estaban en el libro del propio
Ezra sobre él. A Ezra también le gustaba la pintura de Picabia, pero a
mí me parecía entonces que no valía nada.
Tampoco me gustaba nada la pintura de Wyndham Lewis, que a Ezra le
entusiasmaba. Siempre le gustaban las obras de sus amigos, lo cual está
muy bien como prueba de lealtad, pero puede ser un desastre a la hora de
dar juicios. Nunca discutíamos sobre cosas de éstas, porque yo guardaba
la boca callada cuando algo no me gustaba. Si a una persona le gustaban
las pinturas o los escritos de sus amigos, yo lo miraba como algo
parecido a lo de la gente que quiere a su familia, y es descortés
criticársela. A veces, uno puede pasar mucho tiempo antes de tomar una
actitud crítica ante su propia familia, la de sangre o la política, pero
todavía es más fácil ir tirando con los malos pintores, porque nunca
cometen maldades horribles ni le destrozan a uno en lo más íntimo, como
son capaces de hacer las familias. Con los pintores malos, basta con no
mirarles. Pero incluso cuando uno ha aprendido a no mirar a las familias
ni escucharlas ni contestar a las cartas, la familia encuentra algún
modo de hacerse peligrosa. Ezra era más bueno que yo, y miraba más
cristianamente a la gente. Lo que él escribía era tan perfecto cuando se
le daba bien, y él era tan sincero en sus errores y estaba tan
enamorado de sus teorías falsas, y era tan cariñoso con la gente, que yo
le consideré siempre como una especie de santo. Claro que también era
iracundo, pero acaso lo han sido muchos santos.
Ezra quiso que yo le enseñara a boxear, y un día que le daba una lección
en su estudio, a última hora de la tarde, conocí allí a Wyndham Lcwis.
Ezra boxeaba desde muy poco tiempo, y me avergonzaba que se mostrara
torpe ante un amigo suyo, y procuré que diera la mejor impresión
posible. Pero no podía darla muy buena, porque la práctica de la esgrima
le había resabiado, y yo estaba todavía intentando lograr que
concentrara su boxeo en la mano izquierda y guardara el pie izquierdo
adelantado, y que cuando tuviera que adelantar el pie derecho lo hiciera
paralelamente al izquierdo. O sea que estábamos todavía en lo básico.
No llegaba nunca a enseñarle cómo se dispara un gancho de izquierda, y
en cuanto a enseñarle el hábito de retirar su derecha, eso lo reservaba
para el futuro.
Wyndham Lewis llevaba un sombrero negro de alas anchas, como un personaje del barrio, y se vestía como un cantante en La Bohème.
Su cara me recordaba la de una rana, y ni siquiera de una rana toro
sino de una rana cualquiera, y París era una charca que le venía ancha.
Por aquellos tiempos, pensábamos que un escritor o un pintor puede
llevar cualquier vestimenta de la que sea poseedor, y que no hay
uniforme oficial para el artista; pero Lewis llevaba el uniforme de un
artista de antes de la guerra. Daba grima mirarle, pero él nos observaba
muy engreído, mientras yo; esquivaba las izquierdas de Ezra o las
bloqueaba en la palma de mi guante derecho.
Quise dejarlo, pero Lewis insistió para que continuáramos, y me di
cuenta de que, como no comprendía nada de lo que hacíamos, estaba al
acecho, en la esperanza de que Ezra recibiera daño. Nada ocurrió. No
contraataqué nunca, y mantuve a Ezra persiguiéndome, con su izquierda
adelantada, pero lanzando de vez en cuando una derecha, y al fin dije
que ya estaba bien por aquel día, y me lavé en una palangana, me sequé
con una toalla y me puse mi chandail.
Nos servimos algo de beber, y yo escuché mientras Ezra y Lewis hablaban,
haciendo comentarios sobre gentes que vivían en Londres o en París.
Observé a Lewis con cuidado, pero fingiendo no mirarle, como hace uno
cuando boxea, y creo que nunca he conocido a un hombre tan repelente.
Ciertas personas traslucen el mal, como un gran caballo de carreras
trasluce su nobleza de sangre. Tienen la dignidad de un chancro
canceroso. Pero Lewis no traslucía el mal; sólo resultaba repelente.
Caminando de vuelta a casa, intenté enumerar las cosas en que Lewis me
hacía pensar, y encontré varias cosas. Pero eran todas de orden médico,
excepto el sudor de pies. Quise descomponer su cara en sus distintas
facciones e írmelas describiendo, pero sólo recordé los ojos. Debajo del
sombrero negro, en el primer instante en que le vi, me parecieron los
ojos de un violador fracasado.
—Hoy he conocido al hombre más repelente con quien me he encontrado nunca — dije a mi mujer.
—Por favor, Tatie, no me hables de él —contestó—. No me digas nada. Estamos a punto de comer.
Cosa de una semana más tarde, hablé con Miss Stein y le dije que había
conocido a Wyndham Lewis, y le pregunté si ella le conocía.
—Yo le llamo «la Tenia Métrica» —me dijo—. Llega de Londres y ve un buen
cuadro, y se saca un lápiz del bolsillo y se pone a medir los detalles
del cuadro, y dale de tomar medidas con el pulgar en el lápiz. Y toma
sus vistas y sus medidas y apunta exactamente cómo está hecho. Luego se
vuelve a Londres y rehace el cuadro, y no le sale. No se ha dado ni
cuenta de por dónde va la cosa.
De modo que me acostumbré a pensar en él como la Tenia Métrica. Un
término más amable y más provisto de piedad cristiana que cualquiera de
los que yo mismo había inventado para designarle. Más tarde, hice lo
posible por apreciarle y mostrarme amistoso con él, como hice con todos
los amigos de Ezra cuando él me los explicaba. Pero aquella impresión
tuve, el día que le conocí en el estudio de Ezra.
Ezra era el escritor más generoso y más desinteresado que nunca he
conocido. Corría en auxilio de los poetas, pintores, escultores y
prosistas en los que tenía fe, y si alguien estaba verdaderamente
apurado, corría en su auxilio tanto si tenía fe como si no. Se
preocupaba por todo el mundo, y en los primeros tiempos de nuestra
amistad la persona que más le preocupaba era T. S. Eliot, quien, según
me dijo Ezra, tenía que estar empleado en un banco en Londres, y, por
consiguiente, no disponía de tiempo ni seguía un horario apropiado para
dar un buen rendimiento poético.
Ezra fundó una institución llamada Bel Esprit, asociándose con
Miss Natalie Barney, que era una americana rica, protectora de las
artes. Miss Barney había sido amiga de Rémy de Gourmont (eso fue antes
de mis tiempos), y tenía en su casa un salón donde recibía en cierto día
de la semana, y en su jardín un templete griego. Muchas mujeres,
americanas y francesas, provistas de dinero suficiente, tenían sus
salones, y comprendí pronto que eran unos lugares excelentes para que yo
me guardara de poner en ellos los pies. Pero creo que Miss Barney era
la única con un templete griego en su jardín.
Ezra me mostró el folleto anunciador del Bel Esprit, y Miss Barney le había permitido usar una viñeta del templete griego para la portada. La concepción encarnada en el Bel Esprit
era la de que cada cual aportaría una parte de sus ingresos, y entre
todos constituiríamos un fondo con el que sacaríamos a Mr. Eliot de su
banco, y él tendría dinero para escribir poesía. A mí me pareció una
buena idea, y una vez que tuviéramos a Mr. Eliot fuera de su banco, Ezra
calculó que la cosa progresaría en línea recta y labraríamos un
porvenir para todo el mundo.
Yo metí un poco de claroscuro en la cosa al referirme siempre a Eliot
bajo el titulo de Comandante Eliot, fingiendo le confundía con el
Comandante Douglas, un economista cuyas ideas entusiasmaron grandemente a
Ezra. Pero Ezra comprendió que a pesar de todo mi corazón latía como
los buenos y que yo estaba imbuido de Bel Esprit, por mucho que a
Ezra le irritara oírme solicitar de mis amigos fondos para sacar al
Comandante Eliot del banco, y oír a alguien replicar que qué diablos
estaba haciendo un comandante en un banco, y que si le habían dado el
retiro, no se comprendía que no tuviera una pensión, o que por lo menos
no hubiera recibido una indemnización al retirarse.
En casos tales, yo explicaba a mis amigos que todo aquello no venía a cuento. Uno estaba dotado de Bel Esprit o no lo estaba. Si tienes Bel Esprit,
contribuirás para que el Comandante salga del banco. Si no lo tienes
peor para ti. ¿Comprendes por lo menos el significado del templete
griego? ¿No? Ya me parecía a mi. Adiós, muy buenas. Te metes tu dinero
donde te convenga. No lo aceptamos aunque nos lo implores de rodillas.
Mi actividad como agente del Bel Esprit fue muy enérgica, y por
entonces mis sueños más felices eran aquellos en que veía al Comandante
salir a grandes zancadas por la puerta del banco, transformado en hombre
libre. No logro acordarme de cómo se cascó por fin el Bel Esprit, pero me parece que tiene alguna relación con el hecho de que el Comandante publicó The Waste Land y el poema ganó el premio del Dial, y poco después una dama con título financió para Eliot una revista llamada The Criterion,
y ni Ezra ni yo tuvimos que preocuparnos más por él. Creo que el
templete se encuentra todavía en su jardín. Para mí fue una decepción
eso de que no hubiéramos logrado sacar al Comandante de su banco
mediante la operación única del Bel Esprit, según yo lo
visualizaba en mis sueños, con lo que tal vez se hubiera venido a vivir
en el templete griego, por donde podríamos dejarnos caer de vez en
cuando, Ezra y yo, a coronarle de laurel. Yo conocía un lugar donde
había laureles muy hermosos, y yo hubiera podido ir a cortar unas ramas y
traerlas en bicicleta, y hubiéramos podido coronarle cada vez que se
sintiera solo, o cada vez que a Ezra le fuera dable revisar los
manuscritos o las pruebas de otro poema tan grande como The Waste Land.
Para mí, la empresa aquella resultó moralmenle perniciosa, como han
resultado tantas otras cosas, porque me metí en el bolsillo el dinero
que había destinado a sacar al Comandante del banco, y me lo llevé a
Enghien y lo aposté en caballos que saltaban bajo la influencia de
estimulantes. En dos reuniones hípicas, los estimulados caballos por los
que yo apostaba dejaron atrás a los animales sin estimulo o con
estímulo insuficiente, salvo en una carrera en la que nuestro angelito
querido se estimuló hasta tal punto que antes de la salida arrojó a su
jockey al suelo y se escapó, y dio una vuelta entera al circuito del steeplechase,
saltando hermosamente en su soledad, tal como uno salta a veces en
sueños. Cuando lo cazaron y lo volvieron a montar, arrancó en cabeza y,
como dicen los franceses, hizo una carrera honrosa, pero el dinero fue
para otro.
Me hubiera sentido más dichoso si el dinero de la apuesta hubiera ido a parar al Bel Esprit, que había dejado de existir. Pero me consolé pensando que, con las apuestas acertadas, hubiera podido contribuir al Bel Esprit con una suma mucho mayor que mi primera intención.
En París era una fiesta
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