Querido William Shakespeare:
¿Qué te ha pasado? Siempre sentimos que podíamos confiar en ti. Sabíamos
que nuestro trabajo de puesta en escena a veces gozaría de aprobación, a
veces sería rechazado. Es lo normal. Estábamos preparados para ello.
Pero ahora el que siempre recibe críticas adversas eres tú. Cuando
aparecieron las críticas de Titus Andronicus, ensalzándonos a
todos nosotros por haber salvado del desastre a tu horrenda obra,
no pude evitar sentir cierto resquemor de culpa. Porque, a decir verdad,
a ninguno de nosotros se nos hubiera ocurrido pensar, mientras la
ensayábamos, que la obra podía ser tan mala.
Por supuesto, enseguida comprendimos lo equivocados que estábamos. Y yo
antes que nadie hubiera estado dispuesto a admitir que ésa era tu peor
obra de no haberme visto asaltado por otras reflexiones. En ocasión de
montar Trabajos de amor perdidos, por ejemplo, ¿no hubo acaso un crítico que escribió que ésa era tu pieza «más débil y tonta»? Y en el caso de Cuento de invierno,
no recuerdo qué crítico dijo que «es ésta la peor obra de Shakespeare;
un verdadero desecho pretencioso y pesado». En ese momento yo
había trabajado la obra con la convicción de que, en su irrealidad, era
una invención hermosa, altamente emotiva, una maravilla; una fábula cuyo
final feliz, la estatua que cobra vida, no era otra cosa que el milagro
verdadero generado por un Leonte lleno de una nueva sabiduría y de una
gran clemencia. Me temo que había perdido de vista el hecho de que ya no
importan ni siquiera los milagros, por improbable que esto parezca.
Supongo que, poco a poco, iba preparándome para aceptar que La tempestad
fue tu más grave error. Por supuesto equivocadamente, yo sostenía desde
siempre que era tu obra mayor; la veía como una suerte de reverso del
Fausto, la última pieza del ciclo final de tus obras sobre la piedad
y el perdón, una obra que es, en toda su extensión, una tormenta
desatada, en la cual la calma llega sólo en las últimas páginas. Sentía
que estabas en pleno uso de tu talento cuando decidiste hacerla dura,
abrupta, dramática. Que no era casual que en las tres tramas marcases el
contraste de un Próspero solitario y ávido de verdad con los señores
asesinos y brutales, con bufones oscuramente perversos y ambiciosos. Que
no te habías olvidado de repente de las reglas de la dramaturgia, como
por ejemplo aquella que dice «hacer que cada personaje sea semejante a
cualquiera de los espectadores», cuando deliberadamente colocaste a la
más grande de tus obras maestras un poco más lejos de nosotros, en un
nivel más alto.
Ahora, tras haber leído todas las críticas, descubro que La tempestad
es tu peor obra -absolutamente la más mala de todas- y debo disculparme
ante ti por no ser capaz de disimular mejor sus muchos defectos.
Afortunadamente, fui consciente de mi error hallándome todavía
en Stratford, y como tenía un par de días disponibles antes de marcharme
pensé que sería bueno ir a ver alguna de tus obras maestras más
celebradas. Consulté la programación. Daban El Rey Juan, y cuando
estaba a punto de adquirir mi locali- dad recordé haber leído que esa
obra era «un desaguisado insalvable»; de manera que decidí no perder mi
tiempo con ella.
La noche siguiente estaba programada Julio César, pero de ésta se había dicho que era una de tus obras «más espantosas», de manera que esperé a que pusieran en cartel Cimbelino
(confieso que siempre he sentido por la encantadora fantasía de este
cuento un amor incondicional) Sin embargo, para hacer tiempo, me puse a
leer las críticas que exhibían en el teatro y descubrí que casi todas
ellas coincidían en que, pese a que la puesta en escena la salvaba, era
ésta «una acumulación tan vasta de absurdo y tonterías como Titus Andronicus»,
y aunque suele gustarme presenciar una puesta en escena brillante y
unas buenas actuaciones, comprenderás que esta vez lo que quería ver era
una buena obra.
Entonces me llamó la atención el anuncio de A vuestro gusto. Y
allí estaba, en letras de molde: matinée, 14.30 horas, A vuestro gusto,
la única de tus obras de la que nunca había leído o escuchado decir nada
adverso; una obra libre de toda sospecha. De manera que pagué mi
entrada y entré en la sala. Y ahora debo confesarte que no me gusta A vuestro gusto.
Lo lamento, pero me parece demasiado campechana, como si fuera una
especie de anuncio de cerveza; no la encuentro poética y, francamente,
tampoco me parece demasiado graciosa. Cuando hay un villano que
se arrepiente porque se ha salvado por poco de que se lo comiera un león
y otro villano, al frente de su ejército, «se convierte ante el mundo»
porque se topa con un «anciano religioso» y mantiene con él «una cierta
cuestión», realmente pierdo la paciencia.
De manera que ahora, mi querido autor, no sé qué decirte. Creo que la gran mayoría de todas tus obras son milagrosas, salvo A vuestro gusto. Los críticos piensan que la gran mayoría de tus obras son malas, o aburridas, salvo A vuestro gusto. El público las ama absolutamente todas, incluso A vuestro gusto.
¿Qué extraña contradicción es ésta? ¿Por qué se produce? ¿Cuál es el
hilo conductor que une actitudes tan diferentes? ¿Influirá en mí el
hecho de que tuve que hacer A vuestro gusto en mi examen de
graduación? ¿Acaso el hecho de que tenga el deber profesional de ver
cada una de las nuevas puestas en escena de Shakespeare que, quiérase o
no, todos los años suben y bajan de cartel es suficiente como para que
se vean salpicadas por el estigma de un certificado de estudios de
pesadilla?
En Más allá del espacio vacío
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