Les contó que en el pueblo donde vivía junto al mar había muy poca gente rica y una de ellas, fabulosamente pudiente, según decía el rumor, era una mujer muy anciana que ya no salía nunca y que, según todos los chismes de las mujeres del pueblo, guardaba tesoros incalculables y joyas finísimas en rincones secretos de su casa blanca, enjalbegada, de dos pisos, con columnas resistentes a las mordidas del mar... Como nadie la veía desde hacía diez años, la gente empezó a darla por muerta. Y como nadie reclamaba su herencia, todos decidieron que el cuento de las joyas era perfectamente fantástico, que la señora sólo tenía bisutería. Y como la casa iba viniendo a menos, escarapeladas las columnas, llenos de goteras los porches y vencidas e inválidas las mecedoras traídas de la Nueva Orleans el siglo pasado, cuando eran la gran novedad gringa, el status symbol de los años 1860, cuando el auge de quién sabe qué, estaba claro que a nadie le interesaba reclamar ninguna herencia, si es que la señora invisible de verdad se había muerto.
Los más viejos decían haberla visto de joven. ¿Cuándo de joven, de joven
cuándo? Pues allá por los años veintes, cuando las mujeres de la costa
empezaron a cortarse el pelo a la bob, con alas de cuervo y nucas
pelonas, falditas cortas y tacones altos, toda esa putería que nos llegó
del norte... y ella no. Los que la vieron entonces dicen que ella,
joven y hermosa como era, persistía en vestirse como antes, con faldas
largas y botines de lazo, blusas oscuras bien abotonadas hasta el
cuello, y uno como collar de la decencia, una corbatilla blanca como la
luz de las seis de la mañana detenida por un camafeo. ¿Qué era el
camafeo, qué describía, era un novio perdido, muerto, qué qué qué? Una
mujer. Era el retrato de una mujer. Y cuando la futura anciana señora
salía de su casa de pisos de mármol cuadriculados como un tablero de
ajedrez, siempre se cubría con un parasol negro, pero su mirada no se la
daba a nadie, sino a la mujer del camafeo que tenía prendido al pecho.
La espiaban. Recibía mujeres en su casa. Jamás un hombre. Una señora
decente. Pero quién sabe si lo eran las mujeres que recibía. Pelonas,
con collares largos cubriéndoles los escotes de satín por donde
rebotaban las teticas de seda...
—Pero todo eso pasó hace mil años.
—No hay tal cosa. Nunca hubo mil años. Hubo novecientos noventa y nueve o hubo las mil y una noches. Odio los números redondos.
—Bueno, hace cuarenta y cuatro años, pon tú.
—Pongo yo, pues...
—La dieron por muerta. Es lo interesante.
Y yo que era un muchachito curioso, pero así, reventando de curiosidad,
decidí aclarar el misterio de una vez por todas. Iba a cumplir los trece
y pronto mi cuerpo ya no iba a caber entre las rejas que protegían la
casa de la madama esta. De modo que una noche decidí colarme, pasadas
las once, cuando el pueblo o ya se durmió, o ya se emborrachó. Apenas
cupe entre dos barrotes. Me atarantó el olor de magnolia. Sentí crujir
los tablones de la escalera que conduce al porche. La puerta de entrada
estaba cerrada pero una ventana tenía los vidrios rotos. Me colé y me
encontré en un vestíbulo que era como una rotonda de piso blanquinegro y
un techo de emplomados donde un ángel desplegaba alas de pavorreal. De
las puntas de las alas caían gotas espesas, aceitosas. Y entraba una luz
que no era la de la noche, aunque tampoco la de la mañana. Una luz
propia, me dije, sólo de esta casa. Esas cosas pasan en el trópico.
Entonces comencé a explorar. Varias puertas se abrían sobre la rotonda.
Eran idénticas entre sí, como en los cuentos de hadas. Abrí la primera y
me asustó un Buda de esos que constantemente mueven la cabeza y enseñan
la lengua, asintiendo y burlándose.
Cerré apresuradamente y me fui a la siguiente puerta. Aquí tuve suerte.
Era una biblioteca, lugar ideal, según las películas de miedo, para
esconder cosas y apretar botones que descubren paneles corredizos
etcétera. Ya conocen el rollo. Pero yo ya había leído en la escuela el
cuento de Poe traducido por Cortázar, el de la carta robada. Allí se
demuestra que el mejor lugar para esconder algo es el lugar más obvio,
el más visible, que de tan visible se vuelve invisible. ¿Qué era lo más
obvio en una biblioteca? Los libros. ¿Y entre los libros? El
diccionario, el libro sin personalidad propia. ¿Y entre los
diccionarios? El de la academia española, la lengua que hablamos todos.
Me fui sobre el libro de pastas de cuero claro y etiqueta roja, que veía
todos los días en la escuela. Lo abrí y era lo que yo esperaba. Un
libro hueco, una simple caja que abrí sin respirar apenas. Allí estaban
las joyas de la vieja dama. Metí la mano para sacar la que más brillaba y
allí debí conformarme. Pero ustedes ya saben lo que es la codicia
cuando no hay conciencia y volví a meter la mano. Sólo que esta vez
había allí otra mano que se me adelantó, tomó la mía con fuerza y me
obligó a soltar el collar de perlas y mirar hacia la dueña de la mano
helada, descarnada, que con tanta fuerza oprimía la mía.
No era dueña, sino dueño.
Era un hombre. Muy viejo, sin pelo, o más bien con mechones cenizos
saliéndole de donde no debieran, las orejas y las narices y los rincones
de los labios, un terrible anciano de dientes amarillos y ojeras
pantanosas, de cuyo tacto nauseabundo (le apestaban las manos) me desasí
con toda la fuerza de mis casi trece años para huir con la única joya
que salvé... Me volteé para mirarlo. Ya les dije que mi curiosidad
siempre me gana. ¡Va a ser mi perdición, muchachos! Quise ver de cuerpo
entero a este espanto que se me apareció antes de la medianoche, ¡qué
sería después de esa hora!
Era un hombre. Calvo, anciano, macilento y maloliente. Pero vestía como
mujer. Un traje largo, antiguo, con botones, cerrado hasta el cuello,
una corbatilla que fue blanca, mugrosa, amarilla, y el camafeo de una
mujer bellísima, antigua, viva, muerta... ¿quién sabe?
Salí corriendo por donde entré. El espectro de la casa no me persiguió.
Dormí con mi brillante joya escondida bajo la almohada. Al día
siguiente, di un pretexto para irme al puerto y enseñársela a un joyero
judío que había emigrado de Amsterdam huyendo de los nazis. Me dijo la
verdad: la joya no valía nada, era de las que se encuentran en las
tiendas Woolworth en todo el mundo...
Pero nunca le conté a nadie lo que me había pasado. El pueblo siguió
creyendo que la vieja había muerto y que su fortuna era un mito, puesto
que nadie la reclamaba. Yo no dije la verdad. Ustedes son los primeros
en oír mi historia. Agradézcanmela, que nuestras noches van a ser largas
y mañana quién sabe si sigamos vivos...
En Cuentos sobrenaturales
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