Soy hombre de un solo libro.
Tomás de Aquino
Sacrificamos el intelecto a Dios.
Ignacio de Loyola
La razón es la ramera del diablo, que no sabe hacer más que calumniar y perjudicar cualquier cosa que Dios diga o haga.
Martín Lutero
Contemplando las estrellas, sé muy bien que, por ellas, me puedo ir al infierno.
W. H. Auden, «El más entregado»
Antes he señalado que jamás volveríamos a tener que enfrentarnos a la
imponente fe de un Tomás de Aquino o un Maimónides (en comparación con
la fe ciega de las sectas milenaristas o absolutistas, de las que según
parece disponemos de un suministro infinita e ilimitadamente renovable).
Se debe a una sencilla razón. Una fe de ese tipo, de las que pueden
aguantar en pie al menos un rato en una confrontación con la razón, es
hoy día a todas luces imposible. Los primeros padres de la fe (se
aseguraron de que no hubiera madres) vivieron en una época de una
ignorancia y temor abismales. En su Guía de perplejos, Maimónides
no incluía a aquellos a quienes calificaba de indignos de merecer el
esfuerzo: a los pueblos «turcos», negros y nómadas cuya «naturaleza es
como la de las bestias privadas de habla». Tomás de Aquino creía a
medias en la astrología y estaba convencido de que en el interior de
cada espermatozoide individual estaba contenido el núcleo completamente
formado de un ser humano (no es que conociera ese término como lo
conocemos nosotros). No podemos hacer más que lamentarnos por las
deprimentes y absurdas lecturas sobre continencia sexual que nos
podríamos haber ahorrado si este disparate hubiera sido desenmascarado
antes de lo que lo fue. Agustín era un cuentista egocéntrico y un
ignorante obsesionado con la tierra: estaba convencido, con cierto
sentimiento de culpabilidad, de que a dios le preocupaba su banal hurto
en un insignificante peral, y bastante convencido también, mediante un
solipsismo análogo, de que el sol giraba alrededor de la tierra.
asimismo inventó la absurda y cruel idea de que las almas de los niños
no bautizados eran enviadas al «limbo». ¿Quién puede imaginarse la
angustia que esta «teoría» morbosa ha supuesto para millones de padres
católicos durante años hasta que, en nuestros días, la Iglesia la ha
revisado con bochorno y únicamente de forma parcial? Lutero estaba
aterrorizado por los demonios y creía que los enfermos mentales eran
obra del diablo. Los propios discípulos de Mahoma dicen que este
pensaba, igual que Jesús, que por el desierto merodeaban djinns o espíritus malignos.
Debemos afirmarlo con rotundidad. La religión proviene de un período de
la prehistoria de la humanidad en el que nadie, ni siquiera el poderoso
Demócrito, que concluyó que toda la materia estaba compuesta de átomos,
tenía la menor idea de lo que sucedía. Proviene de la vociferante y
atemorizada infancia de nuestra especie, y es una tentativa pueril de
hacer frente a nuestra ineludible exigencia de conocimiento (así como de
comodidad, tranquilidad y demás necesidades infantiles). Hoy día, el
menos culto de mis hijos sabe mucho más sobre la naturaleza que
cualquiera de los fundadores de la religión, y nos gustaría pensar que
esta es la razón por la que a estos niños parece interesarles tan poco
enviar al infierno a seres humanos iguales (si bien esta relación no
puede demostrarse por completo).
Todos los intentos de reconciliar la fe con la ciencia y la razón están
llamados a fracasar y a quedar en ridículo precisamente por tales
razones. Sin ir más lejos, he leído que una conferencia ecuménica de
cristianos desea dar muestras de su amplitud de miras e invita a asistir
a ella a algunos físicos. Pero me veo obligado a recordar lo que sé:
que este tipo de iglesias no habría existido en primera instancia si a
la humanidad no le hubiera asustado el clima, la oscuridad, las
epidemias, los eclipses y toda la variedad de fenómenos que en la
actualidad pueden explicarse con facilidad. Ni tampoco si la humanidad
no se hubiera visto obligada, so pena de sufrir unas consecuencias
extremadamente angustiosas, a pagar los exorbitantes diezmos y tributos
con los que se levantaron los imponentes edificios religiosos.
Es cierto que los científicos han sido religiosos a veces, o
supersticiosos en cierta medida. Sir Isaac Newton, por ejemplo, era un
espiritualista y alquimista de una especie singularmente irrisoria. Fred
Hoyle, un ex agnóstico que se encaprichó con la idea del «diseño», fue
el astrónomo que acuñó la expresión «big bang». (Esta expresión
bobalicona se le ocurrió por casualidad, para intentar desacreditar lo
que hoy día es la teoría aceptada sobre los orígenes del universo. Este
fue uno de esos comentarios mordaces que, por así decirlo, le salieron
por la culata a quien los profirió puesto que, al igual que los términos
«conservador», «impresionista» y «sufragista», fueron adoptados por
aquellos a quienes iban dirigidos como un insulto.) Stephen Hawking no
es creyente, y cuando fue invitado a Roma para conocer al ya fallecido
papa Juan Pablo II pidió que le mostraran las actas del juicio contra
Galileo. Pero sí habla sin avergonzarse de la posibilidad de que la
física «conozca la mente de Dios»; lo que ahora resulta una metáfora
bastante inofensiva, como cuando, por ejemplo, los Beach Boys cantan, o
yo mismo digo, «God only knows...» («Solo Dios sabe...»).
Antes de que Charles Darwin revolucionara toda la concepción sobre
nuestros propios orígenes y Albert Einstein hiciera lo mismo sobre los
orígenes del cosmos, muchos científicos, filósofos y matemáticos
adoptaban lo que podría calificarse como la postura por defecto y
profesaban una u otra versión del «deísmo», que sostenía que el orden y
la predictibilidad del universo parecían presuponer la existencia de un
creador, aunque no fuera necesariamente un creador que interviniera de
forma activa en los asuntos humanos. Se trataba de una concesión lógica y
racional hacia su tiempo y fue particularmente influyente entre los
intelectuales de Filadelfia y Virginia, como Benjamín Franklin y Thomas
Jefferson, que consiguieron dominar un momento de crisis y utilizarlo
para consagrar los valores de la Ilustración en los documentos
fundacionales de los Estados Unidos de América.
Sin embargo, como dijo san Pablo de un modo inolvidable, cuando se es un
niño, se habla y se piensa como un niño. Pero cuando uno se vuelve
adulto, nos deshacemos de los objetos infantiles. No hay demasiadas
posibilidades de determinar el momento exacto en que los eruditos
dejaron de hacer girar la moneda sobre el canto para decidir entre un
creador y un largo y complejo proceso, ni cuándo dejaron de tratar de
marginar a la herejía «deísta», pero la humanidad comenzó a crecer un
poco en las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo
XIX. (Charles Darwin nació en 1809, el mismo día que Abraham Lincoln, y
no cabe duda de cuál de ellos ha demostrado ser mayor «emancipador».) Si
uno tuviera que emular la estupidez del arzobispo Ussher y tratar de
proponer la fecha exacta en que esa moneda conceptual se decantó con
firmeza por uno de sus lados, sería el momento en que Pierre-Simon
Laplace fue invitado a conocer a Napoleón Bonaparte.
Laplace (1749-1827) fue el brillante científico francés que llevó la
obra de Newton un paso más allá y demostró mediante el cálculo
matemático cómo el comportamiento del sistema solar respondía al de unos
cuerpos que giraban de forma sistemática en el vacío. Cuando, con
posterioridad, dirigió su atención hacia las estrellas y las nebulosas,
postuló la idea de un colapso e implosión gravitacional, o lo que hoy
día denominamos con jovialidad un «agujero negro». Expuso todo esto en
un libro en cinco volúmenes titulado en inglés Celestial Mechanics y, al igual que a muchos otros hombres de su tiempo, también le intrigó el orrery,
una maqueta planetaria que representaba el sistema solar visto, por
primera vez, desde fuera.Estos son hoy día asuntos trillados, pero en
aquel entonces fueron revolucionarios, y el emperador pidió que le
presentaran a Laplace con el fin de que le entregara una colección de
sus obras o (según las versiones) un ejemplar del orrery.
Personalmente sospecho que el sepulturero de la Revolución francesa
quería más el juguete que los libros; era un hombre que siempre tenía
prisa y se las había arreglado para que la Iglesia bautizara su
dictadura con una corona. En cualquier caso, y a su modo infantil,
exigente e imperioso, quiso saber por qué en los psicodélicos cálculos
de Laplace no aparecía la figura de dios. Y así nació la réplica
impasible, altanera y meditada «Je n'ai pas besoin de cette hypothése».
Laplace acabaría siendo marqués y tal vez dijera en tono más modesto
algo así como «Funciona bastante bien sin esa idea, alteza». Pero
simplemente afirmó que no lo necesitaba...
Y nosotros tampoco. La decadencia, caída y descrédito del culto a dios
no se inicia en ningún momento dramático, como el histriónico y
contradictorio anuncio de Nietzsche de que dios había muerto. Nietzsche
no tenía más razones para saberlo, ni para suponer que dios hubiera
vivido alguna vez, que un sacerdote o un brujo para afirmar que conoce
la voluntad de dios. Más bien, el fin del culto a dios se manifiesta en
el momento, al que se llega de forma bastante más gradual, en el que se
convierte en algo opcional, o en una más entre muchas posibles
creencias. Se debe recalcar siempre que durante la mayor parte de la
existencia de la humanidad no existió realmente esta «opción». Gracias a
muchos fragmentos de textos y confesiones quemadas o mutiladas, sabemos
que siempre hubo seres humanos escépticos. Pero desde los tiempos de
Sócrates, que fue condenado a muerte por propagar el malsano
escepticismo, se consideraba poco aconsejable imitar su ejemplo. Y a
miles de millones de personas a lo largo de todos los tiempos la
cuestión sencillamente no se les planteaba. Los incondicionales del
Barón Samedi de Haití gozaban del mismo monopolio, basado en la misma
coerción brutal, que los de Calvino en Ginebra o Massachusetts; he
escogido estos ejemplos porque corresponden a un pasado no muy lejano de
la historia de la humanidad. Muchas religiones se aproximan a nosotros
hoy día con una sonrisita obsequiosa y la mano tendida, como un
comerciante lisonjero en un bazar. Ofrecen consuelo, solidaridad y apoyo
compitiendo en el mercado. Pero tenemos derecho a recordar la
brutalidad con que se han comportado cuando eran fuertes y realizaban
una oferta que la gente no tenía posibilidad de rechazar. Y si por
casualidad olvidamos cómo debió de haber sido aquello, basta con dirigir
la vista a los países y sociedades en los que el clero tiene todavía
poder para imponer sus condiciones. En las sociedades actuales todavía
pueden verse los patéticos vestigios de ello en los esfuerzos que
realiza la religión para controlar la educación, o para quedar exentos
de impuestos, o para aprobar leyes que impidan que la gente insulte a su
divinidad omnipotente y omnisciente, o incluso a su profeta.
Desde nuestra nueva condición mediocre y semilaica, incluso las personas
religiosas referirán con bochorno la época en que los teólogos
disputaban con un fervor fanático acerca de proposiciones fútiles: medir
la longitud de las alas de los ángeles, por ejemplo, o debatir cuántas
de estas criaturas mitológicas podrían danzar en la cabeza de un
alfiler. Por supuesto, resulta aterrador recordar cuántas personas
fueron torturadas y asesinadas y cuántas fuentes de conocimiento fueron
arrojadas a las llamas por contener argumentos falaces sobre la
Trinidad, los hadices musulmanes o el advenimiento de un falso
Mesías. Pero es mejor que no incurramos en el relativismo, o en lo que
E.R Thompson denominó «la enorme condescendencia de la posteridad»
1. Los obsesos escolásticos de la Edad Media hacían lo que podían con
una información lamentablemente limitada, un miedo siempre presente a la
muerte y al Juicio Final, una esperanza de vida muy baja y una sociedad
de analfabetos. Al vivir bajo un auténtico estado de terror a las
consecuencias de incurrir en el error, emplearon sus mentes hasta el
máximo grado posible entonces y desarrollaron imponentes sistemas de
lógica y dialéctica. No es culpa de hombres como Pedro Abelardo que
tuvieran que trabajar con fragmentos de Aristóteles, muchos de cuyos
escritos se perdieron cuando el emperador cristiano Justiniano cerró las
escuelas de filosofía, pero que se preservaron traducidos al árabe en
Bagdad y luego se propagaron desde allí hasta llegar a una Europa
cristiana sumida en la ignorancia a través de la Andalucía judía y
musulmana. Cuando se apropiaron del material y reconocieron a
regañadientes que antes del supuesto advenimiento de Jesús habían
existido discusiones inteligentes sobre ética y moral, se esforzaron al
máximo para cuadrar el círculo: no tenemos gran cosa que aprender de lo
que pensaban, sino mucho que trabajar para enterarnos de cómo pensaban.
Un filósofo y teólogo medieval cuyas palabras siguen siendo elocuentes
con el paso de los siglos es Guillermo de Ockham. Conocido también como
Guillermo de Ockham (u Occam) y llamado así según parece por el nombre
de su aldea natal de Surrey, en Inglaterra, que todavía lleva ese
nombre, nació en una fecha que desconocemos y murió en Munich en 1349,
seguramente sumido en la desesperación y el miedo y muy probablemente a
causa de la horrenda peste negra. Era franciscano (en otras palabras,
discípulo del mamífero mencionado antes del que se decía que predicaba a
las aves) y eso le exigía acercarse de forma radical a la pobreza, lo
cual le supuso problemas con el papado de Aviñón en 1324. La disputa
entre el papado y el emperador en torno a la división de poderes secular
y eclesiástica es hoy día irrelevante para nosotros (puesto que en
última instancia ambas partes «perdieron»), pero Ockham se vio obligado a
buscar incluso la protección del emperador ante las mañas del Papa en
este mundo. Enfrentado a las acusaciones de herejía y a la amenaza de
excomunión, tuvo la fortaleza de responder diciendo que el hereje era el
Papa. En todo caso, y dado que siempre respondía circunscribiéndose al
limitado marco de las referencias cristianas, incluso las autoridades
cristianas más ortodoxas reconocen que fue un pensador original y
valiente.
Le interesaban, por ejemplo, las estrellas. Sabía mucho menos sobre las
nebulosas de lo que sabemos nosotros, o incluso Laplace. De hecho, no
sabía nada en absoluto de ellas. Pero las utilizó para formular una
interesante especulación. Suponiendo que dios pueda hacernos sentir la
presencia de una entidad inexistente, y suponiendo además que no
necesite complicarse de este modo si puede producir en nosotros el mismo
efecto mediante la presencia real de dicha entidad, si quisiera, dios
siempre podría hacernos creer en la existencia de las estrellas sin que
estuvieran realmente presentes. «Todo efecto que Dios causa por la
mediación de una causa secundaria puede producirlo inmediatamente por sí
mismo.» No obstante, esto no significa que debamos creer en cosas
absurdas, puesto que «Dios no puede causar en nosotros un conocimiento
tal que por él se vea evidentemente que una cosa está presente aunque
esté ausente, porque ello implica contradicción». Antes de que empiece a
impacientarse presuponiendo la descomunal tautología que se avecina,
como sucede con tanta teología y teodicea, pensemos en lo que el padre
Copleston, el eminente jesuíta, tiene que decir al respecto:. Si Dios
hubiese aniquilado las estrellas, todavía podría causar en nosotros el
acto de ver lo que había sido visto alguna vez, siempre que el acto sea
considerado subjetivamente, e igualmente Dios nos podría dar una visión
de lo que será el futuro. Uno u otro acto serían una aprehensión
inmediata, en el primer caso de lo que ha sido, y, en el segundo, de lo
que será .
Resulta verdaderamente asombroso, y no solo para su tiempo. Desde la
época de Ockham nos ha costado varios centenares de años llegar a
constatar que cuando miramos las estrellas a menudo estamos viendo luz
procedente de unos cuerpos lejanos que hace mucho tiempo han dejado de
existir. No importa especialmente que el derecho a observar a través de
un telescopio y a especular acerca del resultado de ello fuera
obstaculizado por la Iglesia: no es culpa de Ockham y no existe ninguna
ley general que obligue a la Iglesia a ser tan necia. Y avanzando desde
el insondable pasado interestelar que nos envía luz recorriendo unas
distancias abrumadoras para nuestros cerebros, hemos acabado dándonos
cuenta de que también sabemos algo sobre el futuro de nuestro sistema,
incluida su velocidad de expansión y cierta noción de su definitivo
final. Sin embargo, y esto es fundamental, ahora podemos hacerlo
mientras nos deshacemos de la idea de dios (o incluso, si usted insiste,
conservándola). Pero en cualquier caso, la teoría funciona sin esa
suposición. Se puede creer en un agente divino si se desea, pero da
exactamente igual, y entre los astrónomos y los físicos la fe se ha
convertido en algo privado y bastante poco común.
Fue Ockham en realidad quien preparó nuestra mente para esta (según él)
inoportuna conclusión. Concibió un «principio de economía», popularmente
conocido como «la navaja de Ockham», cuya eficacia se basaba en
deshacerse de las suposiciones innecesarias y aceptar la primera
explicación o causa suficiente. No se deben multiplicar los entes sin
necesidad. Este principio puede desarrollarse más. «Todo lo que se
explica usando algo distinto del acto del entendimiento —escribió—,
puede explicarse sin usar tal cosa distinta.» No tenía miedo de seguir
su razonamiento allá donde pudiera conducirlo y anticipó la aparición de
la auténtica ciencia cuando aceptó que era posible conocer la
naturaleza de las cosas «creadas» sin hacer referencia alguna a su
«creador». De hecho, Ockham afirmó en rigor que no se puede demostrar
que dios, si se le define como un ser que posee las cualidades de la
supremacía, la perfección, la singularidad y la infinitud, exista en
absoluto. Sin embargo, cuando uno se propone detectar la primera causa
de la existencia del mundo puede optar por llamarla «dios», aun cuando
no sepa con exactitud la naturaleza exacta de esa primera causa. Y hasta
la idea de primera causa presenta sus escollos, porque una causa
requerirá a su vez otra. «Es difícil o imposible —escribió— probar
frente a los filósofos que no puede haber un regreso infinito en la
serie de causas de la misma especie, o que una pueda existir sin la
otra.» Por consiguiente, el postulado de un diseñador o creador
únicamente plantea la pregunta sin respuesta de quién diseñó al
diseñador o creó al creador. La religión, la teología y la teodicea
(ahora soy yo quien habla y no Ockham) han fracasado sistemáticamente en
la tentativa de superar esta objeción. El propio Ockham tuvo que
replegarse hacia la desesperada posición de que la existencia de dios
solo se puede «demostrar» mediante la fe.
Como lo formuló complaciente o irritantemente, según se prefiera, el «padre de la Iglesia» Tertuliano, Credo quia absurdum,
«Creo porque es absurdo». Es imposible discrepar de forma relevante de
semejante opinión. Si debemos tener fe para creer algo o en algo,
entonces la probabilidad de que ese algo tenga visos de certeza o de
valor disminuye considerablemente. La mucho más esforzada labor de
investigar, poner a prueba y demostrar algo es infinitamente más
gratificante y nos ha plantado cara con hallazgos mucho más «milagrosos»
y «trascendentes» que cualquier teología.
En realidad, el «acto de fe» (por asignarle el memorable nombre con que
Soren Kierkegaard lo obsequió) es una impostura. Como él mismo señaló,
no es un «acto» que se pueda ejecutar de una vez por todas y de manera
definitiva. Es un acto que tiene que seguir realizándose una y otra vez,
pese a la creciente acumulación de evidencias en contra. En efecto,
este esfuerzo resulta excesivo para la mente humana y conduce a engaños y
obsesiones. La religión comprende a la perfección que el «acto» está
sujeto a una merma de beneficios tremenda, lo cual es el motivo por el
que en realidad no suele basarse en absoluto en la «fe», sino que por el
contrario corroe la fe e insulta a la razón ofreciendo evidencias y
aportando «pruebas» amañadas. Algunas de estas pruebas y evidencias son
el argumento del diseño, las revelaciones, los castigos y los milagros.
Ahora que el monopolio de la religión se ha quebrado, está al alcance
del ser humano considerar que estas evidencias y pruebas son las
invenciones de la mentalidad débil que en realidad son.
En Dios no es bueno
Traducción: Ricardo García Pérez
Imagen: Angela Gorgas
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