Me casé con un hombre de hielo.
Encontré al hombre de hielo en el hotel de unas pistas de esquí. Es
posible que aquél fuera el lugar más indicado para conocerlo. En el
vestíbulo de aquel bullicioso hotel, atestado de gente joven, el hombre
de hielo estaba solo, leyendo tranquilamente un libro en el rincón más
alejado de la estufa. Ya casi era mediodía, pero a mí me dio la
impresión de que la límpida y fría luz de la mañana todavía seguía
brillando sólo a su alrededor.
—¡Mira! Aquél es el hombre de hielo —me susurró una amiga. Pero yo,
entonces, no tenía la menor idea de qué era un hombre de hielo. Tampoco
mi amiga lo tenía muy claro. Lo único que sabía era que se llamaba de
ese modo.
—Seguro que está hecho de hielo. De ahí le debe de venir el nombre —me
dijo ella con una expresión muy seria. Como si hablara de algún fantasma
o de alguna víctima de una enfermedad contagiosa.
El hombre de hielo era alto y sus cabellos, a ojos vista, rígidos. De
cara parecía joven, pero su pelo, tieso como el alambre, estaba
entreverado de algo blanco como la nieve cuajada en el suelo. Sin
embargo, dejando eso aparte, su aspecto no difería apenas del de un
hombre normal. No se le podía llamar guapo, pero, según cómo te lo
miraras, tenía un aire muy atractivo. Había algo punzante en él que se
te clavaba muy hondo en el corazón. Y ese algo residía, especialmente,
en su mirada. En sus ojos silenciosos y transparentes que centelleaban
como un carámbano en una mañana de invierno. Aquellos ojos parecían
poseer un destello de vida verdadera dentro de un cuerpo transitorio.
Permanecí unos instantes allí de pie, contemplando desde lejos al hombre
de hielo. Pero él no alzó la cabeza ni un solo instante. Siguió leyendo
el libro, inmóvil, sin hacer ningún movimiento. Como si estuviera
convenciéndose a sí mismo de que estaba completamente solo.
La tarde del día siguiente, el hombre de hielo se encontraba en el mismo
lugar, leyendo el mismo libro. Tanto al mediodía, cuando fui al comedor
a almorzar, como al atardecer, cuando volví de las pistas con mis
amigos, él estaba en la misma silla del día anterior proyectando la
misma mirada sobre las páginas del mismo libro. Al día siguiente, igual.
Cayera la tarde, avanzara la noche, él seguía allí, solo, leyendo con
una placidez semejante a la del invierno al otro lado de la ventana.
En la tarde del cuarto día, esgrimí una excusa y no subí a las pistas.
Me quedé sola en el hotel y estuve vagando un rato por el vestíbulo.
Todo el mundo había ido a esquiar y el vestíbulo estaba desierto como
una ciudad abandonada. El aire, muy caliente y húmedo, contenía un
extraño tufo melancólico. Era el olor de la nieve que la gente
arrastraba, adherida a la suela de sus botas, al interior del hotel, y
que en ese momento se deshacía ante la estufa sin que a nadie le
importara.
Atisbé afuera por una ventana, y por otra, hojeé el periódico. Luego me
acerqué al hombre de hielo dispuesta a dirigirle la palabra. Yo soy más
bien tímida, no suelo abordar a desconocidos si no tengo necesidad.
Pero, en aquel momento, algo me impelía a hablar, a toda costa, con el
hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel y, si perdía aquella
ocasión, ya no se me volvería a presentar otra.
—¿Usted no esquía? —le pregunté intentando dar a mi voz un tono natural.
Él alzó la cabeza despacio. Con cara de estar pensando: «No sé por qué,
pero me ha dado la impresión de haber oído soplar el viento a lo lejos».
Me clavó aquellos ojos suyos. Luego sacudió la cabeza en silencio.
—No, yo no esquío. Me basta con estar aquí leyendo mientras contemplo la
nieve. —Sus palabras formaban una blanca nube parecida al bocadillo de
un manga. Yo pude ver las palabras, tal y como lo digo, con mis propios
ojos. Él les quitó la escarcha frotándolas suavemente con el dedo.
Yo ya no supe qué añadir a continuación. Me ruboricé y me quedé allí
plantada. El hombre de hielo me miró a los ojos. Me pareció verlo
sonreír por un instante. Pero no estoy segura. ¿Había sonreído
realmente? Quizá sólo me había dado esa impresión.
—¿Por qué no se sienta un momento? —me dijo el hombre de hielo—. Podemos
hablar un rato si quiere. Tengo la sensación de que usted siente
curiosidad por mí. Debe de querer saber cómo es un hombre de hielo,
¿verdad? —Y se rió, aunque sólo un instante—. No se preocupe. Aunque
hable conmigo, no va a resfriarse.
Así que hablé con el hombre de hielo. Nos sentamos juntos en un sofá de
un rincón del vestíbulo y hablamos con reserva mientras contemplábamos
la nieve que danzaba al otro lado de la ventana. Yo pedí un cacao y me
lo bebí. Él no tomó nada. El hombre de hielo no parecía mejor
conversador que yo. A eso hay que añadir que no teníamos en común ningún
tema de conversación. Primero hablamos del tiempo. Luego, de lo cómodo
que era el hotel. ¿Está aquí solo?, le pregunté. Sí, me respondió. El
hombre de hielo me preguntó si me gustaba esquiar. No mucho, le
respondí. La verdad es que he venido porque mis amigas insistieron
mucho. Pero yo apenas sé esquiar. Yo me moría de ganas de saber cómo era
el hombre de hielo.
Si era verdad que estaba hecho de hielo. Qué comía. Dónde vivía en
verano. Si tenía familia o no... Ese tipo de cosas. Pero el hombre de
hielo parecía reticente a hablar de sí mismo. Y yo no me atrevía a
preguntar. Porque pensaba que, tal vez, a él no le apeteciera tocar esos
temas.
En cambio, sí habló de mí. Es realmente difícil de creer, pero el hombre
de hielo, fuera por la razón que fuese, me conocía a fondo. La
composición de mi familia, mi edad, mis aficiones, mi estado de salud,
la universidad a la que iba, los amigos con quienes salía, lo sabía
absolutamente todo. Incluso conocía al dedillo cosas de un pasado lejano
que yo ya había olvidado por completo.
—No lo entiendo —le dije sonrojándome—. Me da la impresión de haberme
quedado desnuda delante de la gente. ¿Cómo es posible que sepas tantas
cosas de mí? —le pregunté—. ¿Puedes leer la mente de las personas?
—No, yo no puedo leer la mente de los demás. Pero lo sé. Así, sin más
—dijo el hombre de hielo. Como si clavara la mirada en el interior del
hielo—. Si te miro así, fijamente, puedo saberlo todo sobre ti.
—¿Ves el futuro? —le pregunté.
—El futuro no lo conozco —me dijo el hombre de hielo con semblante
inexpresivo. Y sacudió la cabeza despacio—. El futuro no me interesa lo
más mínimo. A decir verdad, en mí no cabe el concepto de futuro. Porque
en el hielo no existe el futuro. Sólo contiene el pasado, y lo contiene
cerrado de una manera hermética. Dentro de él existe la totalidad de las
cosas, nítidamente selladas como si estuvieran vivas. El hielo es capaz
de conservar muchas cosas de esta forma. De una manera limpia y clara.
Ésta es la función del hielo, su esencia.
Nos seguimos viendo incluso después de volver a Tokio. Pronto empezamos a
quedar todos los fines de semana. Pero nunca íbamos al cine, ni
entrábamos en una cafetería. Tampoco comíamos juntos. Porque el hombre
de hielo apenas comía.
Siempre nos sentábamos en el banco de algún parque y hablábamos.
Hablábamos realmente de muchas cosas. Pero, por más tiempo que pasara,
el hombre de hielo no parecía decidirse a hablar de sí mismo.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué no hablas nunca de tus cosas? A mí me
gustaría saber más cosas sobre ti. Dónde has nacido. Quiénes son tus
padres. Cómo te has convertido en un hombre de hielo.
El hombre de hielo se me quedó mirando unos instantes a los ojos. Luego, sacudió la cabeza despacio.
—Es que yo no lo sé —dijo el hombre de hielo con tono calmado, pero
resuelto. Y exhaló una compacta y blanca nube de aliento—. Yo no tengo
pasado. Yo conozco el pasado de todas las cosas. Conservo el pasado de
todas las cosas.
»Pero en mí no hay pasado. No sé dónde he nacido. No conozco el rostro
de mis padres. Ni siquiera sé si realmente los he tenido. Ni siquiera sé
cuántos años tengo.
»Ni siquiera sé si, en verdad, tengo edad.
El hombre de hielo estaba solo como un iceberg en medio de las tinieblas.
Y yo me enamoré profundamente del hombre de hielo. Y el hombre de hielo
amaba, simplemente, a mi yo del presente, sin pasado, sin futuro. Y yo
amaba al hombre de hielo del presente, sin pasado ni futuro. Era
maravilloso. Incluso empezamos a hablar de casarnos. Yo acababa de
cumplir veinte años. Y el hombre de hielo era el primer hombre de quien
me enamoraba en serio en toda mi vida.
Qué significaba amar al hombre de hielo era algo que yo, en aquellos
momentos, no podía ni imaginar. Pero creo que, aunque hubiera estado
enamorada de otra persona, tampoco lo hubiera sabido.
Mi madre y mi hermana mayor se opusieron de forma categórica a mi boda
con el hombre de hielo. Eres demasiado joven para casarte, me decían. Ni
siquiera conoces exactamente su identidad. Ni siquiera sabes dónde ha
nacido, ni cuándo.
¿Cómo vamos a decirles a nuestros parientes que te casas con un tipo
así? Además, ¡él es de hielo! ¿Qué harías si, por casualidad, se te
deshiciera?, decían ellas.
Parece que no lo entiendas, pero al casarse, uno tiene que estar
dispuesto a asumir una serie de responsabilidades. ¿Y cómo puede un
hombre de hielo asumir sus responsabilidades como marido? Pero esas
preocupaciones eran innecesarias. En realidad, el hombre de hielo no
estaba hecho de hielo. El hombre de hielo sólo era frío como el hielo.
Por lo tanto, aunque estuviera en un sitio cálido, no se derretía. Su
frialdad se parecía al hielo. Pero su cuerpo no se componía de hielo. Y
aunque ciertamente era de una frialdad extrema, ésta no robaba la
temperatura corporal de los demás.
Y nos casamos. La nuestra fue una boda sin felicitaciones. Ni mis
amigos, ni mis padres, ni mis hermanas, nadie se alegró de nuestro
casamiento. Ni siquiera celebramos la ceremonia nupcial. Tampoco pudimos
inscribirnos en el registro civil porque él no tenía certificado de
nacimiento. Simplemente, los dos decidimos que nos habíamos casado.
Compramos un pequeño pastel y nos lo comimos. Ésa fue nuestra pequeña
celebración. Alquilamos un pequeño apartamento y el hombre de hielo,
para ganarse la vida, entró a trabajar en unos almacenes frigoríficos de
carne de ternera congelada. Él resistía muy bien el frío y, por más que
trabajara, no se cansaba. Apenas comía. Por lo tanto, su jefe lo tenía
en gran estima. Y le pagaba un sueldo mucho más alto que a los demás
empleados. Y nosotros vivíamos tranquilos y felices sin que nadie nos
molestara y sin molestar a nadie.
Cuando nos abrazábamos, yo pensaba en un bloque de hielo que debía de
existir, silencioso y solo, en alguna parte. Me preguntaba si el hombre
de hielo conocía el lugar donde se encontraba aquel bloque. Era una roca
de hielo congelada, tan dura que costaba imaginar que pudiera existir
algo más duro. Era el bloque de hielo más grande del mundo. Se
encontraba en algún lugar remoto. El hombre de hielo traía a este mundo
el recuerdo de aquel bloque de hielo. Al principio, cuando me abrazaba,
me sentía invadida por el desconcierto. Sin embargo, pronto me
acostumbré. Incluso empecé a amar encontrarme entre sus brazos. Él
seguía sin decir una palabra sobre sí mismo. Tampoco sobre cómo se había
convertido en un hombre de hielo. Yo no le preguntaba nada. Nos
abrazábamos en la oscuridad y compartíamos en silencio aquel bloque
gigantesco.
Dentro de ese hielo estaba encerrado con pulcritud todo el pasado del mundo a lo largo de cientos de millones de años.
En nuestro matrimonio, no existía ningún problema propiamente dicho. Nos
amábamos de forma profunda el uno al otro, nadie se interponía en
nuestro amor.
La gente que nos rodeaba no acababa de acostumbrarse al hombre de hielo,
pero, a pesar de ello y con el paso del tiempo, al menos empezaron a
dirigirle la palabra.
Empezaron a decir que, en fin, tampoco era tan diferente de la gente
normal. Pero ellos, en el fondo de su corazón, no aceptaban al hombre de
hielo ni, por supuesto, tampoco a mí por haberme casado con él.
Nosotros éramos un tipo de personas distinto a ellos y, por más tiempo
que pasara, esa zanja era imposible de rellenar.
Tampoco lográbamos concebir un hijo. Quizás entre un ser humano y un
hombre de hielo hubiera incompatibilidades genéticas que lo impidieran.
En cualquier caso, al no tener ningún niño, a mí me sobraba el tiempo.
Por la mañana arreglaba la casa en un santiamén y, luego, no tenía nada
más que hacer. Carecía de amigos con quienes charlar o ir a alguna
parte, tampoco conocía a nadie en el barrio. Mi madre y mis hermanas
todavía estaban enfadadas conmigo por haberme casado con el hombre de
hielo y no me dirigían la palabra. Para ellas yo era la oveja negra de
la familia, alguien de quien se avergonzaban. Ni siquiera contaba con
alguien con quien hablar por teléfono. Mientras el hombre de hielo
trabajaba en el almacén frigorífico, yo permanecía siempre en casa
leyendo o escuchando música. Por mi carácter, yo era una persona a quien
le gustaba más estar en casa que salir, tampoco me asustaba la soledad.
Sin embargo, todavía era joven y pronto me agobió esa sucesión de días
idénticos sin cambio alguno. Lo que me hacía sufrir no era el
aburrimiento. Lo que yo no podía soportar era la reiteración. No sé por
qué, pero empecé a verme a mí misma como una sombra repetida dentro de
esa reiteración.
Entonces, un día se lo propuse a mi marido. ¿Por qué no hacíamos un viaje, para cambiar de aires?
—¿Un viaje? —dijo el hombre de hielo. Me miró con los ojos
entrecerrados—. ¿Y por qué diablos quieres ir de viaje? ¿Acaso no eres
feliz aquí conmigo?
—No se trata de eso —le dije—. Yo soy feliz. Entre nosotros no hay
ningún problema. Pero me aburro. Quiero ir lejos y ver algo que no haya
visto nunca. Respirar un aire que no haya respirado jamás. ¿Lo
entiendes? Además, todavía no hemos ido de luna de miel. Tenemos dinero
ahorrado, a ti te deben un montón de días de vacaciones. Creo que éste
es el momento ideal para marchamos tranquilamente de viaje.
El hombre de hielo lanzó un suspiro tan profundo que casi parecía
congelado. El suspiro cristalizó en el aire de una manera audible. Cruzó
sobre las rodillas sus largos dedos cubiertos de escarcha.
—Bueno, pues si a ti te apetece ir de viaje, yo no tengo nada que
objetar. A mí no me parece muy buena idea, la verdad. Pero, en fin, si
eso te hace feliz, estoy dispuesto a marcharme, iré a donde tú quieras.
En el almacén, si las pido, creo que podré tomarme unas vacaciones.
Hasta ahora he trabajado muy duro. Dudo que haya algún problema. Por
cierto, ¿ya has pensado adónde te gustaría ir?
—¿Qué te parece ir al Polo Sur? —le dije.
Lo elegí pensando que, haciendo tanto frío, seguro que a él le interesaría ir.
Además, a decir verdad, yo siempre había querido ir al Polo Sur. Quería
ver la aurora boreal y los pingüinos. Me imaginé a mí misma cubierta con
un abrigo de pieles con capucha, bajo la aurora boreal, mirando jugar a
los pingüinos.
Cuando lo oyó, el hombre de hielo clavó sus ojos en los míos. Fijamente,
sin parpadear. Y, como un afilado carámbano de hielo, me atravesó los
ojos hasta llegar al fondo de mi cerebro. Él permaneció unos instantes
reflexionando en silencio, pero al final, con voz sorda, me dijo que le
parecía bien.
—De acuerdo, si tú quieres ir al Polo Sur, vayamos al Polo Sur. ¿Estás segura de que es ése el lugar al que prefieres ir?
Asentí.
—Creo que, dentro de dos semanas, podré tomarme unas vacaciones. Imagino
que te dará tiempo de prepararlo todo para el viaje. ¿Estás de acuerdo?
¿Seguro?
No pude responder de inmediato. Porque notaba la cabeza fría y embotada
debido a aquella mirada, tan fija, parecida a un carámbano, que me había
lanzado el hombre de hielo.
Sin embargo, con el paso del tiempo empecé a arrepentirme de haberle
propuesto a mi marido ir de viaje al Polo Sur. No sé por qué. Pero tenía
la sensación de que, en cuanto yo acabé de pronunciar las palabras
«Polo Sur», algo había cambiado en su interior. Los ojos de mi marido
eran dos carámbanos mucho más agudos que antes, su aliento era mucho más
blanco que antes, sobre sus dedos había mucha más escarcha que antes.
Se volvió mucho más taciturno que antes, mucho más obstinado que antes.
Dejó de comer por completo. Todo eso me causó una enorme inquietud.
Cinco días antes de partir me decidí a pedírselo. Que abandonáramos la
idea de ir al Polo Sur. Pensándolo bien, hacía demasiado frío allí y eso
no sería bueno para la salud, le dije. He pensado que sería mejor que
fuéramos a otro lugar más normal. Europa estaría muy bien. Podríamos ir a
España, por ejemplo, a descansar. A beber vino, comer paella y ver
corridas de toros. Pero mi marido hizo oídos sordos a lo que yo decía.
Permaneció unos instantes con la mirada clavada a lo lejos. Luego me
miró. Me miró fijamente a los ojos. Su mirada era tan profunda que sentí
como si mi cuerpo fuera desapareciendo gradualmente.
Yo no quiero ir a España, dijo mi marido, el hombre de hielo, con voz
resuelta. Lo siento, pero en España hace demasiado calor para mí, y hay
demasiado polvo. La comida es demasiado picante. Además, ya hemos
adquirido los dos billetes para ir al Polo Sur. Incluso ya te has
comprado un abrigo de pieles y unas botas forradas para el viaje. No
podemos tirar todo eso. Ahora tenemos que ir allí.
A decir verdad, yo tenía miedo. Presentía que si íbamos al Polo Sur nos
ocurriría algo irreparable. Tuve un sueño horrible, recurrente. Estoy
paseando y me caigo dentro de un profundo agujero que se abre en el
suelo, y allí dentro me voy congelando sola, sin que nadie me encuentre.
Encerrada en el hielo, clavo la vista en el cielo. Estoy consciente.
Pero no puedo mover ni un dedo. Es una sensación terriblemente extraña.
Me doy cuenta de que, minuto a minuto, me voy convirtiendo en pasado. No
hay futuro en mí. Sólo un pasado que se va acumulando. Y entonces, de
repente, todos me están contemplando, ellos están mirando el pasado.
La visión de cómo yo voy pasando de largo mirando hacia atrás.
Luego me despierto. A mi lado, el hombre de hielo está profundamente
dormido. Duerme sin un suspiro. Como algo muerto y congelado. Pero yo
amo al hombre de hielo. Lloro. Mis lágrimas caen sobre su mejilla.
Entonces él se despierta y me abraza.
—He tenido una pesadilla espantosa —le digo.
Él sacude la cabeza despacio en la oscuridad.
—Es sólo un sueño —me dice—. Los sueños vienen del pasado. No del
futuro. Ellos no tienen que controlarte a ti. Eres tú quien debe
controlarlos a ellos. ¿De acuerdo?
—Sí —le digo. Pero no estoy convencida.
Mi marido y yo cogimos el avión para el Polo Sur. No logré encontrar
ningún pretexto para impedir el viaje. Tanto el piloto como las azafatas
de aquel avión que se dirigía al Polo Sur eran terriblemente
taciturnos. Quería contemplar la vista por la ventanilla del avión, pero
unas gruesas nubes me lo impidieron.
Además, las ventanillas pronto se cubrieron de una capa de hielo.
Mientras, mi marido permaneció en silencio leyendo un libro. Yo no
sentía ni un ápice de la excitación y alegría que suele acompañar a un
viaje. Simplemente estaba haciendo algo que había decidido hacer.
Cuando bajamos la escalerilla del avión y tocamos tierra, noté cómo un
gran temblor sacudía el cuerpo de mi marido. Fue más breve que un
parpadeo, la mitad de un instante, y nadie se dio cuenta de ello, ni
siquiera se reflejó en su rostro. Pero a mí no se me pasó por alto.
Dentro del cuerpo de mi marido algo se había estremecido con gran
violencia, aunque de manera secreta. Clavé la vista en su perfil.
Plantado allí, contempló el cielo, se miró las manos y respiró hondo.
Luego me miró y sonrió alegremente.
—¿Aquí es adónde querías venir? —me dijo.
—Sí —contesté.
Ya lo suponía hasta cierto punto, pero el Polo Sur resultó ser una
tierra todavía más solitaria de lo que imaginaba. Allí no vivía casi
nadie. Sólo había un pequeño pueblo anodino. En el pueblo sólo había un
pequeño hotel, evidentemente, anodino. El Polo Sur no es un lugar
turístico. Ni siquiera se veían pingüinos. Ni tampoco la aurora boreal. A
veces me dirigía a la gente con la que me cruzaba por la calle y les
preguntaba dónde podía encontrar a los pingüinos. Sin embargo, la gente
se limitaba a sacudir la cabeza en silencio. Ellos no entendían mi
lengua. Así que dibujé un pingüino en un papel. Con todo, ellos
siguieron sacudiendo la cabeza sin decir una palabra. Yo me sentía sola.
A la que dabas un paso fuera de la ciudad, ya no veías más que hielo.
No había ni árboles, ni flores, ni ríos, ni lagos. Fueras a donde
fueses, no encontrabas más que hielo. Una vasta superficie de hielo que
se extendía hasta donde te alcanzaba la vista.
Pero mi marido, con su aliento blanco, las manos cubiertas de escarcha y
aquellos ojos como carámbanos clavados en la distancia, iba todo el día
de aquí para allá, incansable, lleno a rebosar de energía. Enseguida
aprendió la lengua de aquella tierra y empezó a hablar con la gente de
la ciudad con un tono de resonancia duro como el hielo. Hablaban durante
horas, con la seriedad pintada en el rostro. Pero yo no podía entender
de qué diablos hablaban tan apasionadamente.
Mi marido estaba fascinado por aquella tierra. Tenía algo que lo
embelesaba. Al principio, eso me irritó. Sentía que me había dejado
atrás. Me sentía traicionada, ignorada.
Pero pronto, en aquel mundo silencioso rodeado por una gruesa capa de
hielo, fui perdiendo todas las fuerzas. Despacio, poco a poco. Y pronto
desapareció incluso mi irritación. Parecía haber perdido en alguna parte
la brújula de mis sensaciones. Perdí el sentido de la dirección, perdí
la noción del tiempo, me perdí de vista a mí misma. No sé cuándo empezó,
ni cuándo acabó. Pero, a la que me di cuenta, estaba encerrada sola
dentro de la insensibilidad, en aquel mundo de hielo, en un invierno
eterno que había perdido todos los colores. Incluso después de perder la
mayoría de sensaciones, yo lo sabía. Que ese marido mío que estaba en
ese momento en el Polo Sur no era mi marido de antes. No es que fuera
diferente.
Él seguía siendo tan atento conmigo como siempre, me hablaba con cariño.
Y yo sabía muy bien que las palabras que pronunciaba eran sinceras.
Pero yo lo sabía, por supuesto. Que era un hombre de hielo distinto al
que yo había conocido en el hotel de las pistas de esquí. Pero no tenía a
nadie a quien quejarme. Toda la gente del Polo Sur apreciaba a mi
marido y no había nadie que entendiera una palabra de lo que yo les
decía. Todos exhalaban un aliento blanco, tenían la cara cubierta de
escarcha y bromeaban, discutían y cantaban en la sorda lengua del Polo
Sur.
Encerrada sola en la habitación del hotel, contemplaba aquel cielo gris
sin perspectivas de que despejara a meses vista, y aprendía la
terriblemente complicada (y que yo no creía poder llegar a saber jamás)
gramática de la lengua del Polo Sur.
En el aeródromo ya no había ningún avión. Después de que partiera el
avión que nos trajo a nosotros, ya no volvió a aterrizar ninguno más. Y
la pista de aterrizaje pronto quedó enterrada bajo el duro hielo. Como
mi corazón.
—¡Ha llegado el invierno! —exclamó mi marido—. Es un invierno muy largo.
Los aviones ya no vendrán, ni tampoco los barcos. Todo, absolutamente
todo, está congelado. Al parecer, no nos quedará más remedio que esperar
hasta la primavera —dijo.
Tres meses después de llegar al Polo Sur descubrí que estaba embarazada.
Y yo lo sabía. Que el niño que yo pariría sería un pequeño hombre de
hielo. Mi útero se congelaría, finos trozos de hielo se mezclarían con
mi líquido amniótico. Podía sentir su gelidez dentro de mi vientre. Yo
lo sabía. El niño tendría la mirada de carámbano igual que su padre, y
sus dedos estarían cubiertos de escarcha. Yo lo sabía. Que nuestra
familia ya nunca más saldría del Polo Sur. El eterno pasado, con su peso
desmesurado, nos aferraba los pies con fuerza. Y nosotros ya no nos
podríamos soltar jamás.
A mí, ahora, apenas me queda corazón. Mi calor ya se ha esfumado en la
distancia. Incluso a veces me olvido de que alguna vez lo tuve.
Pero aún puedo llorar. Estoy verdaderamente sola. En el lugar más frío y
solitario del planeta. Cuando lloro, el hombre de hielo me besa la
mejilla. Y mis lágrimas se convierten en hielo. Entonces, él toma en su
mano mis lágrimas de hielo y se las pone sobre la lengua. «Oye, te
quiero», me dice. Y no miente. Lo sé muy bien. El hombre de hielo me
ama. Pero el viento que viene soplando de alguna parte se lleva atrás,
muy atrás, hacia el pasado, sus palabras convertidas en blanco hielo. Yo
lloro. Continúo derramando grandes lagrimones de hielo. En una casa de
hielo del Polo Sur congelada en la distancia.
En Sauce ciego, mujer dormida (Comp. 1996)
Traducción directa del japonés: Lourdes Porta
Tusquets, 2009
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