martes, 8 de abril de 2014

Abelardo Castillo: Matías, el pintor



A los diez años, la gente no se diferencia notablemente de sus semejantes; en tal sentido Matías no era una criatura demasiado extraña. Salvo, acaso, que pintaba. Y que una vez pintó el retrato del hermano Leonardo.


Matías nació en otoño, de noche. Hay quien asegura que los nacidos bajo estas circunstancias son propensos a la fiebre o a la Magia. Y que por eso pueden ver, o imaginan, cosas que para los demás no existen. No sé, nadie sabe qué hay de verdad o de mentira en esto, pero es posible que Matías haya aprendido a verlas cuando sus familiares, una tarde, lo llevaron a aquel internado de largas galerías y viejos sacerdotes salesianos. A partir de entonces, solía despertarse a medianoche, sobresaltado, imaginando entre las sombras de los dormitorios altas figuras torvas, en procesión, rezando.

Por lo demás, en aquel sitio se contaban historias de pastores, niños pastores, que alguna mañana —en algún país y en algún tiempo siempre remotos— habían visto a una muchacha muy hermosa, rubia, de nombre María. Y no sería extraño que los doscientos o trescientos pupilos de aquel colegio guardaran, en lo más recóndito de su corazón, el secreto de un encuentro (que no se atrevían a contar, pues los viejos curas no daban crédito a estas historias y castigaban a sus autores) o una visita de aquella muchacha que tenía un vestido muy azul, era mucho más hermosa que la de la capilla y parecía estar hecha de reflejos. Hay una edad, yo lo sé, en que es fácil ser mago. He vivido de chico en un sitio como aquél. He visto, durante la bendición nocturna, el temblor de los altos cirios, que hace cambiar de posición las imágenes de los santos, y todo repentinamente se vuelve milagroso o atroz.

No se sabe por qué circunstancias, Matías tuvo acceso al refectorio. Allí vio por primera vez aquel gran cuadro. Le pareció tan hermoso que hubiera cambiado todos sus paseos de cada domingo, durante un mes, por ver al autor de semejante maravilla. Y es posible que lo haya dicho en voz alta porque, de pronto, entre las sombras del presbiterio, apareció la silueta del hermano Leonardo.

—Aquí estoy —dijo.

A partir de aquel día, se hicieron los mejores amigos del mundo. Esa misma tarde sucedió un hecho curioso: Matías, que había encontrado en la biblioteca de los sacerdotes un gran libro de tapas negras donde se hablaba de cosas terribles que les sucederían a los hombres algún día, dibujó, inspirado en ellas, unas figuras sumamente hermosas. Al mostrárselas al padre Esteban, su maestro de dibujo, éste estuvo a punto de huir aterrorizado.

—¿Qué significan estos diablos? —dijo.

—No son diablos —aseguró Matías—. Son ángeles.

—¡El Señor nos asista! —gritó el buen cura.

Y ya no hubo manera de hacerle comprender que aquellos animales no eran más inverosímiles, ni menos feos, que los descritos en el cielo de San Juan, a quien el propio padre Esteban admiraba tanto.
Esa tarde Matías recibió un severo castigo, y su dibujo, que él no sólo consideraba precioso sino del todo real, pues no concebía que un Santo como San Juan mintiese, fue roto delante de todos los alumnos.
Y en penitencia se le prohibió, durante un mes, el paseo de los domingos.

—No importa —le dijo después el hermano Leonardo—. Con mi primera pintura sucedió algo parecido. Dibujé una Gorgona y unos bichos —sonrió—. Micer Pietro estuvo a punto de desmayarse.

La criatura no sabía qué era la Gorgona ni quién era Micer Pietro, pero se había acostumbrado a callar cuando su amigo hablaba. Durante muchos domingos volvieron a encontrarse en el refectorio. Y allí, mientras el hermano le explicaba el sentido de cada una de las trece figuras reproducidas en el cuadro, Matías empezó a pintar su retrato.

El hermano era un hombre alto, muy hermoso, y parecía extranjero. Tenía un acento extraño, como de persona muy sabia. Jamás se lo veía con los sacerdotes —y esto me hace pensar que era, solamente, un hermano laico. Usaba ropas oscuras y un gorro no muy serio, algo extravagante, más bien cómico. Alguna vez, Matías intentó hablar de él con sus compañeros, pero, al parecer, nadie lo conocía. El hecho, de cualquier manera, no era demasiado extraordinario, puesto que los otros solían hablarle de muchos personajes que, sin duda, andaban por el colegio, pero a quienes Matías nunca había visto: el internado era enorme, y resultaba muy difícil conocer no sólo a sus doscientos o trescientos pupilos, sino siquiera a la mayoría de los sacerdotes, a Micer Pietro y a los hermanos laicos.

Oír hablar a aquel hombre era bastante complicado. A veces parecía olvidar que estaba ante un chico y contaba cosas realmente inexplicables, inventos. Sobre todo le gustaba idear mecanismos extraños cuya utilidad, es cierto, no parecía estar muy de acuerdo con la seriedad de un hermano: una vez imaginó una fórmula de hedor tan intolerable que cuando Matías apretó las vejigas que juntos habían ocultado en el Estudio, huyeron despavoridos, tapándose las narices, todos los alumnos y el mismo padre Esteban. Sin que nadie lo viera, del otro lado de la ventana, el hermano Leonardo sonreía.

Sin embargo, el tema favorito de sus conversaciones en la soledad del presbiterio donde lo esperaba casi todas las noches —y al que Matías se acostumbró a entrar cuando todos dormían—, era la Pintura. En ese terreno el extranjero era un oráculo. Con voz profunda hablaba de los colores, las sombras, el aspecto del humo, la niebla o las nubes, según hubiera sol o lloviese. No ignoraba nada. Ni los secretos del relieve, ni los del dibujo, ni los del color, que ponía en este orden, afirmando que el primero de todos, el movimiento, sólo puede concebirlo el genio. Y fruncía las cejas. Y mientras Matías pintaba aquel retrato, hablaba sin interrupción.

—¿A qué altura deben estar los ojos del modelo? —preguntaba el hermano.

—A la altura de los ojos míos —respondía Matías.

—¿Qué es más noble, la imitación de las obras antiguas o las modernas?

—La imitación de las antiguas.

— ¿Y qué pasa con el discípulo?

—Debe superar al maestro.

Los domingos, cuando le fue levantado el castigo y los muchachos iban de recreo a los campos del colegio, Matías se acostumbró a alejarse de los grupos y encontrar, en cualquier rincón solitario, al hermano. Allí seguían hablando y pintando juntos. Su amigo era severo. Le hacía repetir hasta el agotamiento los ejercicios de dibujar una hoja o copiar una sombra. “¿Qué pasa con aquellos a quienes conforma su propia obra?”, preguntaba. “Son grandes marranos”, repetía Matías.

Y el hermano laico se reía entonces.

Fue durante uno de estos paseos cuando, en combinación con Matías, ideó un raro artefacto que levantaba en plena noche las camas y hacía saltar de espanto a quienes dormían. Otras veces, hablaba de métodos para andar por el aire, o el agua, o bajo el agua.

Algunos de estos inventos, en opinión de Matías, ya estaban en pleno uso desde hacía muchos años, pero el hermano parecía no saberlo, o bien lo fingía.


Mientras tanto, los progresos del muchacho eran tan notables que el padre Esteban estaba asombrado, y, más por salvar su prestigio de maestro que por otra cosa, corregía de tanto en tanto algún contorno o alguna perspectiva.

—¿Quién se atrevió a modificar esto? —preguntó el hermano, viendo una de las correcciones del padre Esteban.
—El padre Esteban —dijo Matías.

—El padre Esteban es un asno perfecto. Los priores nunca saben nada. Ya me pasó una vez, en el Convento de Las Gracias. Los dominicos contrataron a un tal Bellini, no, Bellotti, para restaurar aquel cuadro del refectorio...

Matías lo interrumpió. No entendía bien, pero se atrevió a decir:

—Los salesianos.

—Los dominicos, caballerito. No voy a saber yo dónde pinté mi cuadro. Esto que hay aquí es una copia, un grabado de una copia. En definitiva: nada. Yo creía en la duración de las cosas. ¡Inventé fórmulas, hice combinaciones! A los cuarenta años, la pintura empezó a borrarse; a los sesenta, apenas se veía el dibujo. Al siglo, apenas se veía nada. Las paredes empezaron a descascararse y los dominicos no encontraron manera mejor de arreglar aquello que dando unos cuantos martillazos. Cristo se quedó sin piernas. Sobre su cabeza, clavaron un escudo de armas. Entonces vino Bellotti: lo repintó íntegro. Y más tarde, un signore Bozzi. Y antes, los dragones del ejército francés, que tomaron aquel sitio por cuadra y arrojaban piedras a la cabeza de los Apóstoles. Y después, las inundaciones. Y los ilustres charlatanes todavía siguen hablando de mis pinceladas. ¡Mis pinceladas! Ah, y me olvidaba de un tal Mazza. Afortunadamente el padre Galloni lo echó a puntapiés.

Matías tampoco conocía al padre Galloni, y, al oír todo eso, pensó que su amigo exageraba. De todos modos, prefirió no hacérselo notar. Además, mientras el hermano hablaba, la criatura iba dándole los últimos toques a su retrato. Aquella expresión iracunda daba al ceño del hermano un carácter muy digno.

—Aquí estás —dijo por fin Matías.

El hermano Leonardo miró, aprobó y habló por última vez:

—¿Qué pasa con los discípulos?

—Deben superar a sus maestros —dijo Matías.

Nunca volvieron a verse. Al día siguiente el refectorio estaba clausurado. No hubo manera de hallar al hermano que había inventado el Compás Proporcional, el aparato de hacer saltar camas, la barca para remontar corrientes, el pito de agua y la manera de levantar la enorme edificación de San Lorenzo para asentarla sobre un pedestal más hermoso. El bello hermano Leonardo, que decía haber pintado La Cena en el refectorio del Convento de Las Gracias, lejos, en Florencia.

Cuento incluido en Las panteras y el templo (1976)
Cuentos completos. Los mundos reales
Buenos Aires, Alfaguara, 1998
Foto: Florencia Manca

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