Era algo extraño que no se podía contar. Se le deslizaba por el pelo del cuello mientras despertaba. Con los ojos cerrados, apretó las manos contra el polvo.
¿Era la tierra que sacudía un viejo fuego bajo la corteza, volviéndose en sueños?
¿Eran los búfalos en las praderas polvorientas, en la hierba sibilante,
que ahora pisoteaban la tierra, moviéndose como nubes oscuras?
No.
¿Entonces, qué, qué era?
Abrió los ojos y era Ho-Awi, el niño de una tribu con nombre de pájaro,
en las colinas con nombre de sombras de lechuzas, cerca del gran océano,
en un día que era malo sin ningún motivo.
Ho-Awi miró la cortina de la tienda que se estremecía como una gran bestia que se acuerda del invierno.
Dime, pensó, ¿de dónde viene la cosa terrible? ¿A quién matará?
Se volvió lentamente, un niño de pómulos oscuros y afilados como quillas
de pajaritos que vuelan. Los ojos castaños vieron un cielo colmado de
oro, colmado de nubes; el cuenco de la oreja recogió el golpeteo de los
cardos en los tambores de batalla, pero el misterio mayor lo llevó al
borde de la aldea.
Allí, decía la leyenda, la tierra continuaba como una ola hasta otro
mar. Entre aquí y allá había tanta tierra como estrellas en el cielo de
la noche. En alguna parte de toda aquella tierra, tormentas de búfalos
negros segaban la hierba. Y aquí estaba Ho-Awi, el estómago apretado
como un puño, preguntándose, buscando, esperando, asustado.
—¿Tú también? —dijo la sombra de un halcón.
Ho-Awi se volvió.
Era la sombra de la mano del abuelo que escribía en el viento.
No. El abuelo señaló silencio. La lengua se movió en la boca desdentada.
Los ojos eran pequeñas caletas detrás de las capas de carne hundida,
las arenas resquebrajadas de la cara.
Ahora estaban de pie al borde del día, juntos a causa de algo que no
conocían. Y el viejo hizo lo que había hecho el muchacho. La oreja
momificada se volvió; las aletas de la nariz se le estremecieron. El
viejo esperaba también, dolorosamente, algún gruñido de respuesta, que
viniera de cualquier dirección, y que les anunciara al menos que desde
un cielo distante venía un trueno como madera que se desploma. Pero el
viento no respondió, hablaba sólo de sí mismo.
El abuelo hizo la señal de que debían ir a la Gran Cacería. Este,
dijeron sus manos como bocas, era un día para el conejo joven y el viejo
desplumado. Que ningún guerrero fuera con ellos. La liebre y el cuervo
moribundo tenían que viajar juntos. Porque sólo los muy jóvenes veían la
vida adelante, y sólo los muy viejos veían la vida detrás; los del
medio andaban tan ocupados con la vida que no veían nada.
El viejo giró lentamente en todas las direcciones.
¡Sí! ¡Sabía, estaba seguro! Para encontrar esa cosa de oscuridad se
necesitaba la inocencia del recién nacido, y para ver muy claro la
inocencia del ciego.
¡Ven!, dijeron los dedos temblorosos.
Y el conejo que husmeaba y el halcón apegado a la tierra dejaron la aldea desvaneciéndose como sombras en el día inestable.
Buscaron las colinas altas para ver si las piedras estaban una encima de
la otra, y así era. Escrutaron las praderas, pero sólo encontraron
vientos que juegan allí todo el día como los niños de la tribu. Y
encontraron puntas de flechas de antiguas guerras.
No, escribió la mano del viejo en el cielo, los hombres de esta nación y
de aquella más allá fuman junto a las hogueras del verano mientras las
mujeres indias cortan leña. No son flechas en vuelo las que casi oímos.
Por fin, cuando el sol se hundió en la nación de los cazadores de búfalos, el viejo miró hacia arriba.
¡Los pájaros, le exclamaron las manos de pronto, vuelan hacia el sur! ¡El verano ha terminado!
¡No, dijeron las manos del niño, el verano acaba de empezar! ¡No veo los pájaros!
Están tan altos, dijeron los dedos del viejo, que sólo un ciego puede
sentir como pasan. Ensombrecen el corazón más que la tierra. Siento en
la sangre que cruzan hacia el sur. El verano se va. Podemos ir con él.
Tal vez nos vayamos.
—¡No! —exclamó el muchacho en voz alta, asustado de pronto—. ¿A dónde ir? ¿Por qué? ¿Para qué?
—¿Quién sabe? —dijo el viejo—, y tal vez no nos moveremos. Pero aun sin movernos tal vez nos vayamos.
—¡No! ¡Vuelve! —gritó el muchacho al cielo vacío, a los pájaros invisibles, al aire sin sombras—. ¡Verano, quédate!
Es inútil, dijo el viejo con una mano que se movía sola. Ni tú ni yo ni
nuestra gente puede soportar este clima. La estación ha cambiado, viene
para quedarse en la tierra para siempre.
¿Pero de dónde viene?
De aquí, dijo el viejo al fin.
Y en la penumbra miraron las grandes aguas del este que cubrían el borde del mundo, donde nadie había ido nunca.
Allí. La mano del viejo se cerró y se tendió rápidamente. Allí.
Muy lejos, una sola luz ardía en la orilla.
Al salir la luna, el viejo y el niño conejo caminaron por la arena,
oyeron extrañas voces en el mar, olieron el fuego salvaje, de pronto
cercano.
Se arrastraron boca abajo. Tendidos miraban la luz.
Y cuanto más miraban, más frío sentía Ho-Awi, y sabía que todo lo que el viejo había dicho era cierto.
Porque reunidos junto al fuego de ramas y musgo, que brillaba vacilando
en el suave viento vespertino, más frío ahora, en el corazón del verano,
estaban esas criaturas que nunca había visto.
Eran hombres con caras como carbones encendidos, con ojos a veces azules
como el cielo. Todos esos hombres tenían pelo reluciente en las
mejillas y el mentón. Un hombre levantaba una luz en la mano y tenía en
la cabeza una luna de materia dura como la cara de un pez. Los otros
tenían placas brillantes y redondas que tintineaban adheridas al pecho, y
resonaban ligeramente cuando se movían. Mientras Ho-Awi observaba,
algunos hombres se levantaron los gongos brillantes de las cabezas, se
quitaron los caparazones de cangrejo que les cegaban los ojos, los
estuches de tortuga que les cubrían el pecho, los brazos, las piernas, y
arrojaron todas esas vainas a la arena riendo. Entretanto, en la bahía,
una forma negra flotaba en el agua, una canoa oscura con cosas como
nubes desgarradas que colgaban de unos postes.
Después de contener el aliento un largo rato, el viejo y el niño se fueron.
Desde una colina observaron el fuego que ahora no era mayor que una
estrella. Se lo podía tapar con una pestaña. Si uno cerraba los ojos, el
fuego desaparecía.
Sin embargo, seguía allí.
—¿Es este el gran acontecimiento? —preguntó el niño.
La cara del viejo era la de un águila caída, una cara de años terribles y
de sabiduría involuntaria. Los ojos eran de un brillante resplandor,
como llenos de una marea de agua clara y fría en la que se podía ver
todo, como un río que bebiera el cielo y la tierra y lo supiese, lo
aceptara en silencio, y no negase la acumulación de polvo, tiempo,
forma, sonido y destino.
El viejo asintió una vez.
Este era el clima terrible. Así es como terminaría el verano. Esto era
lo que llevaba a los pájaros hacia el sur, sin sombras, a través de una
tierra de dolor.
Las manos gastadas dejaron de moverse. El momento de las preguntas había pasado.
Muy lejos, el fuego se sobresaltaba. Una de las criaturas se movió. La
materia brillante del caparazón de tortuga que le cubría el cuerpo
relampagueó de pronto. Era como una flecha que abría una herida en la
noche.
Luego el niño desapareció en la oscuridad, siguiendo al águila y al halcón que vivían en el cuerpo pétreo del abuelo.
Abajo el mar se levantaba y arrojaba otra ola salada que se hacía trizas
y silbaba como cuchillos innumerables a lo largo de las costas del
continente.
En Las maquinarias de la alegría
Traducción de Aurora Bernárdez
Imagen: Ray Bradbury 1975 - Los Angeles Times
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