sábado, 10 de mayo de 2014

LA UNIDAD DEL SER: Una visión no-dual de todo lo que ES (I/III)

Un problema fundamental de la filosofía y, en general, el pensamiento humano: ¿cuál es la diferencia entre mente y mundo? ¿Puede uno existir sin el otro? ¿En dónde reside la realidad y la verdad de las cosas? 


Un cambio en los principios universales produce un cambio del mundo en su totalidad.
 Thomas Khun


¿Cuál es la relación entre la naturaleza y la cultura, entre la realidad y mente, entre nuestra visión del mundo y “el mundo”? ¿Es nuestra consciencia una isla de sentido enfrentada a un universo sin sentido, indiferente e incluso hostil? ¿Qué lugar ocupa “la verdad” en un mundo sin significado? ¿Qué lugar ocupa nuestro propio ser?
Recorreremos los corredores que dibujan la extraordinaria arqueología de nuestra psique occidental, desde la mente mítica de nuestros primeros ancestros hasta la desorientación ontológica de nuestros días, para intentar sacar a la luz, como una perla brillante, el sentido profundo que subyace bajo el espíritu de nuestro tiempo.



I. EL PANTEÍSMO PRIMORDIAL
Tal como han puesto de manifiesto la antropología y la psicología analítica y evolutiva, las culturas denominadas “tradicionales” (anteriores a la aparición de la escritura y de la historia) no sólo concebían el mundo de un modo diferente al nuestro, realmente vivían en un mundo distinto. Este modo ancestral de concebir y experimentar el mundo ha sido denominado por muchos “panteísta”. Esta palabra está formada por el término griego πᾶν (pan), que significa todo, y θεός (theos), que significa Dios; pudiendo traducirse en la sentencia: todo es Dios y Dios es todo. El panteísmo, en otras palabras, concibe todos los aspectos de la naturaleza como una expresión o manifestación de un poder, esencia o inteligencia divina. La consciencia panteísta vive en un mundo lleno sacralidad y numinoso misterio. Sería un error profundo, por lo tanto, entender el concepto panteísta de lo divino desde las concepciones de Dios de las religiones patriarcales y monoteístas, las cuales conciben su imagen de lo divino (Imago Dei) como la de una entidad trascendente, representada generalmente como un Padre, que crea con su voluntad consciente un mundo por fuera de él mismo. Por el contrario, las concepciones panteístas simbolizaban el mundo como una Gran Madre en cuyo seno estaban contenidas todas las cosas, de la que todas las cosas emanaban y hacia el que volvían, en un ciclo eterno. El ancestral concepto chino del Tao es la expresión filosófica de este mismo principio.


Al llamar panteísta al modo de consciencia del ser humano “pre-histórico” no estoy afirmando que todas y cada una de estas diversas culturas poseyeran una formulación consciente de esta perspectiva (una filosofía), sino que su panteísmo era inherente a su modo de percibir el mundo. En este modo de consciencia ancestral, que el antropólogo Lévy-Bruhl denominó “participación mística”, el mundo interior del hombre y su percepción de su entorno se hallaban mezclados, relativamente indivisos o confundidos. O, visto de otro modo, la interioridad del hombre era experimentada como la interioridad del mundo, o como una parte de ella. El mundo del hombre ancestral “está animado por las mismas realidades de resonancia psicológica que los seres humanos experimentan en sí mismos. Hay continuidad entre el mundo interior del hombre y el mundo exterior (…) En este estado de consciencia relativamente indiferenciado,  los seres humanos se perciben en participación y comunicación directas -emocional, mística y cotidianamente- con la vida interior del mundo natural y del cosmos.” (Richard Tarnas,  Cosmos y Psique: indicios para una nueva visión del mundo, 2009).
Incluso ya la mención de “experiencias humanas en y con el mundo” resulta inapropiada para intentar explicar este modo de consciencia, ya que precisamente en este estadio no existía en el hombre una consciencia que se concebía a sí misma como experimentando ahí afuera. Más bien “podría decirse que el hombre primordial tendría su “consciencia” no en sí mismo, sino “ahí afuera”; si no fuera por el hecho de que hablando estrictamente no hay un “ahí afuera” para él en este estadio, puesto que él mismo es una parte y está entretejido con el “ahí afuera” (…) Esto significa que la conciencia vive en el nivel de la experiencia inmediata (…) la conciencia misma está sumergida y flotando en sus propias experiencias, sin distancia con ellas. Debido a la inmediatez prevaleciente, el hombre se experimenta primariamente como un hilo tejido en la tela de la naturaleza, como contenido en el curso de los acontecimientos con los que interactúa ininterrumpidamente.” (Wolfgang Giegerich, Dialectis & Analytical Psychology, 2005).
Las distintas visiones panteístas del mundo, aunque diferentes en muchos aspectos, en lo esencial describían el cosmos como un sistema complejo de niveles de existencia jerárquicamente dispuestos. Según esta concepción de la realidad, que el filósofo e historiador de las ideas Arthur Lovejoy llamó Gran Cadena del Ser, el mundo de la materia densa constituía el último eslabón.



II. EL DUALISMO OCCIDENTAL
En contraposición a este modo de consciencia ancestral, en muchos aspectos, el desarrollo cultural de Occidente ha ido paralelo al desarrollo creciente de una concepción de la realidad en la que el ser humano está separado, de formas cada vez más profundas, del entorno en el que habita, un mundo que se ha encontrado descubriendo como cada vez más ajeno a él mismo y que ha dado en llamar “la naturaleza”. Esta separación radical entre el sujeto observante y el objeto observado se denomina “dualismo”, y constituye, para muchos autores, la esencia y el paradigma básico de la mentalidad occidental. Esta perspectiva existencial dualista parece ser la consecuencia inevitable de la consciencia que se sitúa frente al objeto, volviéndose auto-reflexiva.
El dualismo occidental se expresó, por una parte, en la filosofía aristotélica, paradigma fundante de Occidente. Por otra parte, se manifestó, como estructura dominante de la mente occidental durante todo el período medieval en las cosmovisiones mitológicas de las religiones monoteístas. Como desarrollé en mi síntesis sobre el nacimiento y desarrollo del patriarcado, el despertar o la expansión de la capacidad lógico-diferenciadora de la consciencia humana respecto de su entorno trajo consigo una nueva mitología religiosa sustentada en la moral. El mito hebreo de la Caída de Adán y Eva del Jardín del Edén en el Antiguo Testamento es la alegoría perfecta del  nacimiento del concepto religioso y legal de “culpa”, que sentaría las bases de la cultura occidental durante más de mil años. Coherente con la división tajante entre el cuerpo corruptible y el alma inmortal de la teología medieval, se consolidó la imagen divina de un Dios único y trascendente, que existe más allá de su mundo creado: un mundo terrenal con sus propias leyes inmutables pero separado fundamentalmente del Espíritu, un mundo creado en el que el Padre (el Creador) solo interviene en ocasiones extraordinarias y de maneras misteriosas.
En este escenario vuelve a nacer, en los albores del siglo XVII, la filosofía racional y la investigación empírica de la realidad, que sentaría las bases de la Revolución Científica y la Ilustración. El avance de estas renovadas perspectivas y disciplinas desplazarían poco a poco al pensamiento religioso a un segundo plano, dando lugar a lo que la historia llama “modernidad”. La tajante división trazada por el padre del racionalismo, el filósofo francés René Descartes, entre el cuerpo (res extensa) y la mente (res cogitans) fue no sólo la herencia del dualismo teológico medieval, sino el punto paradigmático que definiría la concepción occidental del mundo hasta nuestros días. “Ninguna otra cultura ha tratado, a lo largo de la historia, de vivir mediante una perspectiva que aísla a la especie humana de su matriz hasta el grado alcanzado por la nuestra (…) ahora nos enfrentamos al muro impenetrable de la disyunción de Descartes. Una vez que aisló de manera categórica la materia de la mente, la ciencia pudo hurgar en dicha materia y jugar con ella.” (Huston Smit, Más allá de la mente postmoderna, 1989).
Descubrimiento tras descubrimiento y conquista tras conquista, con impulso heroica cada vez mayor, la estrategia epistemológica del paradigma científico consistió en “desantropomorfizar la cognición”; esto es, estudiar el mundo “objetivo” y material liberado de toda  ilusión humanizante. Es que, desde la perspectiva científica del S.XVII, “para comprender adecuadamente el objeto, el sujeto debe observar y analizar ese objeto con el máximo cuidado a fin de inhibir la ingenua tendencia humana a investir el objeto de características que en rigor sólo se pueden atribuir al sujeto humano. Para que tenga lugar la cognición auténtica y válida, el mundo objetivo -naturaleza, cosmos- debe verse como algo fundamentalmente desprovisto de todas las cualidades subjetivas, interiormente presentes en la mente humana y constitutivas de su propio ser: conciencia e inteligencia, sentido de finalidad e intención, capacidad para significar y comunicar, imaginación moral y espiritual. Percibir estas cualidades como si existieran intrínsecamente en el mundo es «contaminar» el acto de conocimiento con lo que no son otra cosa que proyecciones humanas” (Richard Tarnas, Ibid).  Los triunfos innegables de esta estrategia, en forma de trascendentes descubrimientos sobre el mundo físico y revolucionarias tecnologías, afianzaron a nivel cultural el valor de este enfoque, el cual se consideró como el acceso al auténtico conocimiento del mundo en su totalidad y la promesa de la emancipación de toda creencia ilusoria, mítica o religiosa. La combinación del fundamentalismo empirista científico y el racionalismo (la creencia en el poder absoluto de la razón por sobre todas las otras facultades humanas) llevaría a la cultura, casi inadvertidamente, hacia el materialismo de nuestros días.


El desarrollo indetenible del empirismo científico, del siglo XVI hasta nuestro días, conduciría al derrumbamiento de los dogmas míticos, que aún situaban al “yo” humano en un mundo dualista pero con significado religioso. Desde Copernico hasta Herschel y otros astrónomos, las evidencias matemáticas y empíricas que contradecían la creencia medieval del geocentrismo (la Tierra como centro del universo en el orden divino del mundo), fueron acumulándose de manera implacable. Tres siglos después de que Galileo inventara el telescopio moderno, resultó evidente no solo que la Tierra no constituía el centro del universo y que orbitaba junto a otros planetas alrededor del Sol, sino que el propio Sol era solo una esfera de gas ardiente más entre las incalculables estrellas de un cosmos sin orden visible. Desde entonces, el lugar del ser humano en el universo ha quedado irremediablemente descentrado, al punto que el propio concepto de “centro” u orden cósmico trascendente ha dejado de tener sentido para la visión científica y filosófica predominante del mundo. Tal estado de desconcertante alienamiento cósmico del ser humano fue expresado poéticamente por el profeta de la posmodernidad, Friedrich Nietzsche: “¿Qué hicimos al desatar esta Tierra de su Sol? ¿Hacia dónde va ella ahora? ¿A donde nos movemos nosotros? ¿Alejándonos de todos los soles? ¿No estamos cayendo continuamente? ¿Hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Existe todavía un arriba y un abajo? ¿No estamos vagando como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del vacío? ¿No hace ahora más frío que antes? ¿No cae  constantemente la noche, y cada vez más noche?” (Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, 1882).


Sin embargo, el golpe más contundente a la mitología medieval no vendría ni de la filosofía ni de la astronomía, sino de la biología. La teoría de Charles Darwin de la evolución de las especies por selección natural fue aceptada hasta tal punto por la comunidad científica como explicación racional y suficiente de la diversidad y evolución de toda la vida en la Tierra que se convirtió en uno de los fundamentos centrales de la naciente visión científica del mundo. Este nuevo sistema de creencias declaraba: no existe significado alguno en el ser humano ni significado alguno en la vida, todo lo que observamos y experimentamos como seres sensibles no es más que el resultado de las azarosas variaciones de la materia insensible frente a las exigencias de su medio ambiente; no hay inteligencia, ni creatividad, ni esfuerzo deliberado, ni diseño, ni propósito consciente o inconsciente, ni siquiera auténtica evolución en el proceso de desarrollo de la vida (en el universo en general y en nuestro planeta en particular), ya que la palabra “evolución” se convierte en un eufemismo de las variaciones ciegas y azarosas que gobiernan la historia de nuestros orígenes; la mente humana ha discernido ya la verdad de la naturaleza, y es que su propia existencia es apenas un accidente azaroso en medio del inerte océano del sinsentido cósmico.

La mente moderna ha llegado a trazar y experimentar una división tan tajante y radical entre su “yo humano subjetivo” y el “mundo exterior objetivo” que el hombre y su mundo (la propia matriz de su existencia y su entorno vital) se han convertido en entidades contradictorias, antitéticas: “No obstante la belleza y el valor que los seres humanos puedan percibir en el universo, éste es en sí mismo mera materia en movimiento, mecánico y desprovisto de finalidad, gobernado por el azar y la necesidad. Es completamente indiferente a la conciencia y los valores de los hombres. El mundo exterior a los seres humanos carece de inteligencia consciente, de interioridad, de sentido y finalidad intrínseca. Pues todas estas cosas son realidades humanas, y la mente moderna cree que proyectar lo humano sobre lo no humano es una falacia epistemológica. El mundo está desprovisto de cualquier sentido que no derive en última instancia de la conciencia humana. (…) Para la mente moderna, la única fuente de sentido del universo es la conciencia humana.” (Richard Tarnas, Ibid). Y paradójicamente, la propia conciencia humana, fuente de razón y de sentido explicativo de la naturaleza, descubre que su origen es el sin sentido, quedando en un estado de contradicción inexplicable.
Hemos llegado, de este modo, a un cosmos “desprovisto de todas las cualidades reconociblemente humanas; belleza y fealdad, amor y odio, pasión y satisfacción (…) Todo ello no quiere decir, desde luego, que dichas cuestiones no formen parte de las realidades existenciales de la vida humana. Se trata más bien de que la concepción científica del mundo hace que sea ilegitimo hablar de ellas como formando parte del mundo “objetivamente”, forzándonos, por el contrario, a definir tal evaluación y experiencia emocional como proyecciones “meramente subjetivas” de las vidas interiores de las personas (…) Todo lo que es supuestamente básico en la condición específicamente humana en la naturaleza, resulta que es forzado a formar parte de lo “meramente subjetivo”, que, a su vez, se ve empujado por la visión moderna científica a adentrarse en la provincia de los sueños e ilusiones” (Manfred Stanley, Images of the Future, 1976). Lo que conduce a lo que muchos han llamado “alienación”, una forma de neurosis espiritual (de neurosis del ser) que es el resultado de la tensión inconciliable entre nuestra actual concepción intelectual del mundo y lo que sentimos que somos.


Los fundamentos filosóficos del materialismo científico – presentes tanto en el darwinismo como en los modelos aceptados del desarrollo del universo hasta la aparición del ser humano -, se consolidaron como dogma incuestionable por el establishment de la comunidad científica hasta el punto que hoy se considera absurdo contemplar el desarrollo de la vida de alguna otra manera. Uno de los principales representantes del cientificismo materialista de nuestra época, y responsable de la última versión del darwinismo actual, Richard Dawkins, lo pone en estos términos: “nuestra propia existencia presentó una vez los mayores misterios, pero ha dejado de ser un misterio porque ha sido resuelto (…) Quiero persuadir al lector de que no sólo la visión darwiniana del mundo es cierta, sino que es la única teoría conocida que podía, en principio, resolver el misterio de la existencia.” (Richard Dawkings, El relojero ciego, 1986).
Si por un lado la capacidad crítico-reflexiva del ser humano supuso un desarrollo favorable (y quizás inevitable) de la consciencia frente a los dogmas religiosos y las tradiciones establecidas, por otro, dio a luz a una nueva perspectiva, a un nuevo mundo. En este, un ser humano paradójico, a la vez racional y al mismo tiempo producto de un azaroso caos sin organización lógica, se descubre a sí mismo condenado a vivir en un mundo en donde hombre y naturaleza, cosmos y psique, aparecen como opuestos irreconciliables. Es en esta insoportable coyuntura existencial que el antropólogo cultural Ernest Becker se preguntó: “¿Qué significa ser un animal consciente de sí mismo? La idea es ridícula, por no decir monstruosa. Significa saber que uno es alimento para los gusanos. Este es el terror: haber salido de la nada, tener un nombre, una conciencia del propio ser, profundos sentimientos interiores, un incontenible anhelo por la vida y por la propia expresión; y a pesar de todo, morir.” (Ernest Becker, El eclipse de la muerte, 1977).
Pero la escisión entre el hombre y la naturaleza aún habría de volverse más profunda. Para mediados del S.XX, una nueva perspectiva sociológica, el construccionismo social, se estaba imponiendo en todos los ámbitos académicos de Francia y de los Estados Unidos, y pronto sería la visión predominante del mundo intelectual posmoderno. Con una fuerte influencia de la antropología, el marxismo y el estructuralismo lingüistico, la nueva visión del hombre occidental sobre sí mismo venía a destrozar los cimientos sobre los que su propia cultura se sostenía. Según esta nueva perspectiva, toda aspecto de las culturas humanas, desde su hábitos sexuales o alimenticios hasta sus teorías sobre el mundo, todo está “socialmente construido”, todo es una construcción arbitraria surgida de los contextos sociales en los que tiene lugar. Una “construcción social” es considerada toda práctica o hábito que las culturas tienen por natural, pero que resulta, en realidad, una mera invención humana, un artificio producto de los azares de la historia o de las estructuras sociales de poder. “Desde este punto de vista, las distintas visiones culturales del mundo son completamente arbitrarias y se hallan ancladas en el poder, los prejuicios o cualquier tipo de «ismo» (el sexismo, el racismo, el especismo, el falocentrismo, el capitalismo, el logocentrismo…)” (Ken Wilber, Breve historia de todas las cosas, 1996). El construccionismo social vino así a volver evidente para el hombre posmoderno la arbitraria relatividad de toda su cultura; la falsedad, en última instancia, de su propia historia y de su propia visión del mundo.

Frente a una naturaleza ajena totalmente a las cambiantes y arbitrarias realidades culturales humanas, el ser humano se haya ya en el límite de la alienación total frente a su propio entorno. ¿Qué podría ser más diferente que la naturaleza y la cultura? ¿Qué podría ser más ajeno entre sí que el universo y la mente humana? En esta encrucijada sin salida, en esta tierra baldía, nos hallamos. Todo el movimiento dialéctico del desarrollo de la consciencia occidental, desde el monoteísmo al posmodernismo, se ha sostenido y profundizado de forma cada vez más tajante en la afirmación en el dualismo fundamental “hombre/naturaleza” y “sujeto/objeto”. Pero ¿será acaso posible que los cimientos más profundos de nuestra cosmovisión occidental se hallen sostenidos en una falacia fundamental, en una ilusión todavía inconsciente?


Y de hacer consciente tal ilusión, ¿transformaría esa consciencia nuestra cultura? Guiados por algunos de los autores tal vez más brillantes de nuestra época, intentaremos descubrirlo.

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