el blog romántico de Gustavo Sala
jueves, 10 de octubre de 2013
domingo, 29 de septiembre de 2013
Alfred Döblin - Ella, que bailó una vez en Treptow
«Adelante la jauría», gritan las viejas furias. Qué horror, qué horror contemplar a un hombre maldecido por los dioses ante el altar, con las manos chorreando sangre. Cómo roncan: ¿estás dormido? Sacudid vuestra somnolencia. Arriba, arriba. Agamenón, su padre, había partido de Troya hacía muchos años. Troya había sucumbido y desde allí hicieron señales con hogueras, desde Ida, sobre el Athos, una hilera de antorchas ardientes hasta el bosque de Citérea.
Qué espléndido, dicho sea de pasada, ese mensaje incandescente desde
Troya hasta Grecia. ¡Qué grandiosa esa carrera de fuego sobre el mar,
luz, corazón,
alma, felicidad y grito!
El fuego rojo oscuro, rojo como la brasa sobre el lago de Gorpopis, que
luego es visto por un centinela, el cual grita y se alegra, y eso es
vida, y se
enciende un fuego y se transmite la noticia y la excitación y la
alegría, todo junto, y salta sobre una ensenada, en desenfrenada carrera
hacia las alturas
de Aracneon, siempre los gritos y el frenesí que, rojo como la
brasa, puedes ver: ¡Agamenón vuelve! Con tal escenificación no podemos
compararnos. También
en esto nos superan.
Para las comunicaciones nos servimos de algunos resultados de los
experimentos de Heinrich Hertz, que vivió en Karlsruhe, murió joven y,
por lo menos en la
fotografía de la colección de estampas de Munich, llevaba barba
cerrada. Utilizamos la telegrafía sin hilos. Mediante transmisores
mecánicos, producimos,
en grandes estaciones, corrientes alternas de alta frecuencia.
Mediante las oscilaciones de un circuito, creamos ondas eléctricas. Las
oscilaciones se
propagan esféricamente. Y luego hay un tubo electrónico de cristal y
un micrófono, cuyo disco vibra más o menos, y de esa forma el sonido
sale exactamente
como entró en la máquina, y resulta sorprendente, inteligente e
ingenioso. Pero entusiasmarse con ello es difícil; funciona y eso es
todo.
¡Qué distinta la antorcha de tea que anuncia el regreso de Agamenón!
Arde, llamea, en todo momento, en todo lugar, habla, siente y el júbilo
es general: ¡Agamenón vuelve! Mil hombres resplandecen en cada lugar:
Agamenón
vuelve, y ahora son diez mil, cien mil al otro lado de la ensenada.
Y entonces, para volver al tema, él llega a casa. Las cosas cambian por
completo. Se vuelven las tornas. Cuando su mujer lo tiene en casa, lo
mete en el
baño. En ese momento demuestra que es una furcia sin precedentes.
Mientras está en el agua, le arroja una red por encima, para que no
pueda moverse, y ella
ha traído ya un hacha como si fuera a cortar leña. Él se lamenta:
«¡Ay de mí, muero!». Fuera preguntan: «¿Quién grita así?». «¡Ay de mí y
una vez más ay de
mí!» Aquella bestia de la antigüedad lo remata sin pestañear y
encima abre la bocaza: «Lo he ejecutado, le lancé una red por encima y
golpeé dos veces, y
con dos suspiros se abatió, y entonces, de un tercer golpe, lo envíe
al Hades». Los senadores se afligen, pero de todas formas encuentran el
comentario
adecuado: «Admiramos la osadía de tu discurso». Así pues, fue
aquella mujer, aquella bestia de la antigüedad, que ocasionalmente, como
consecuencia de un
escarceo conyugal con Agamenón, se convirtió en madre de un niño que
recibió al nacer el nombre de Orestes. Ella fue muerta más tarde por el
fruto de sus
placeres, y a él lo atormentaron las furias.
Con nuestro Franz Biberkopf es distinto. Al cabo de cinco semanas
también su Ida ha muerto, en el hospital de Friedrichshain, fractura de
costillas con
complicaciones, desgarro de la pleura, pequeño desgarro de pulmón
con el consiguiente empiema, pleuresía, neumonía, mujer, la fiebre no
baja, qué aspecto
tienes, mírate en el espejo, estás lista, estás sentenciada, ya
puedes liar el petate. Le hicieron la autopsia, la enterraron en la
Landsberger Allee, a
tres metros de profundidad. Murió odiando a Franz, pero la rabia
ciega de él tampoco cedió después de su muerte, su nuevo amigo, el de
Breslau, fue todavía
a visitarla. Allí abajo está ella, desde hace ya cinco años,
horizontal sobre la espalda, las tablas de madera se pudren, ella se
deshace en estiércol,
ella, que bailó una vez en Treptow, en el Jardín del Paraíso, con
Franz, con sus zapatitos blancos de lona, que amó y correteó por ahí,
está muy quieta y
ya no está.
En Berlín Alexanderplatz
Traducción: Miguel Sáenz
sábado, 21 de septiembre de 2013
Georges Perec: Un hombre que duerme (fragmento II)
Más tarde, te vas de París; no vas a la ventura, vas a casa de tus padres, en el campo, cerca de Auxerre. Es una villa un poco muerta donde se han retirado. De niño pasaste allí algunos años, algunas vacaciones. Las ruinas de un castillo fortificado coronan una colina al pie de la cual se extiende el pueblo. Se supone que un beato vivió en una caverna, no muy lejos de allí, y se puede visitar. En la plaza, cerca de la iglesia, hay un árbol del que se dice que tiene varios cientos de años.
Te quedas allí varios meses. A la hora de las comidas escucháis las noticias, los juegos de la
radio. Por la tarde juegas a la belote con tu padre, que te gana. Te acuestas temprano, antes que tus
padres, a las nueve. Lees a veces durante toda la noche. Has encontrado, en tu cuarto, en el desván, en
el fondo de armarios de ropa blanca, los libros de tus quince años, Alejandro Dumas, Julio Verne,
Jack London, y los montones de novelas policiacas que solías llevar a cada una de tus estancias allí.
Los relees minuciosamente, sin saltarte una sola línea, como si los hubieras olvidado por completo,
como si nunca los hubieras leído realmente.
Apenas hablas con tus padres. Sólo los ves a la hora de las comidas. Por la mañana, te quedas en
la cama. Los oyes ir y venir por la casa, subir y bajar la escalera, toser, abrir cajones. Tu padre corta
leña. Un tendero ambulante toca el claxon cerca del portal. Un perro ladra, los pájaros cantan, la
campana de la iglesia suena. Acostado sobre tu alta cama, con el edredón de plumas hasta el mentón,
miras los maderos del techo. Una araña diminuta, con el vientre de un gris casi blanco, teje su tela en
el rincón de una viga.
Te sientas a la mesa de la cocina, cubierta con un hule. Tu madre te sirve un tazón de café con
leche, te acerca el pan, la mermelada, la mantequilla. Comes en silencio. Ella te habla de sus riñones,
de tu padre, de los vecinos, del pueblo. La señora Theneveau ha hecho un vitalicio sobre su granja. El
perro de los Moreau ha muerto. Las obras de la autopista ya han comenzado.
Bajas al pueblo a hacer algunas compras para tu madre, a buscar tabaco para tu padre, cigarrillos
para ti. Los granjeros han abandonado lo que alguna vez fue una gran villa. Se paraba el ferrocarril,
había un notario, un mercado. Solamente subsisten dos explotaciones agrícolas. El pueblo está ahora
lleno de jubilados y de habitantes de la ciudad que vienen a pasar el fin de semana y un mes cada
verano, duplicando o triplicando la población invernal.
Caminas a lo largo de las casas restauradas: postigos recientemente pintados de verde manzana,
chapados de flores de lis de hierro forjado, faroles de anticuario, jardines de adorno, rocas que no
habita divinidad alguna, paraíso de veraneantes. Abogados, tenderos, funcionarios que podan los
arbustos, rastrillan la grava, desempolvan los arriates, dan de comer a los peces. Sobre la plaza se
aglomeran las motocicletas, las vespas de los más jóvenes. El café-tabac está lleno.
Todas las tardes vas de paseo. Al principio sigues la carretera, y después, más allá de una cantera
abandonada, te adentras en el bosque. Recoges del suelo una rama que escamondas como puedes.
Caminas a lo largo de los campos de trigo maduro, decapitas las hierbas salvajes a grandes golpes
torpes de tu bastón. No conoces los nombres de los árboles, ni de las flores, las plantas, o las nubes.
Te sientas en la cima de una colina desde la cual dominas todo el pueblo: la casa de tus padres, un
poco apartada, con sus tres tejados de colores distintos, la iglesia, el castillo casi a la altura de tus
ojos, el viaducto por donde solía pasar el ferrocarril, el lavadero, el correo. Sobre la carretera blanca,
como un galeón saliendo del puerto, un enorme camión se va alejando. Un campesino, solo, en medio
de su campo, guía el arado que arrastra un caballo tordo.
Los pájaros lanzan sus cantos, gorjeos, llamadas roncas, trinos. Los altos árboles tiemblan. He
ahí la naturaleza que te invita y te ama. Masticas hierbas que luego escupes: el paisaje te inspira muy
poco, la paz de los campos no te conmueve, el silencio de la campiña no te irrita ni te apacigua. Sólo
te fascina a veces un insecto, una piedra, una hoja caída, un árbol: a veces te quedas durante horas
mirando un árbol, describiéndolo, disecándolo: las raíces, el tronco, el ramaje, las hojas, cada hoja,
cada nervadura, cada rama desde el principio, y el juego infinito de las diferentes formas que tu
mirada ávida solicita o suscita: cara, cabalgata, dédalos o senderos, ciudades y blasones. A medida
que tu percepción se afina, se hace más paciente y más ágil, el árbol explota y renace, mil matices de
verde, mil hojas idénticas y sin embargo distintas. Te parece que podrías pasarte la vida frente a un
árbol, sin agotarlo, sin comprenderlo, solamente mirando: lo único que puedes decir de este árbol,
después de todo, es que es un árbol; lo único que este árbol te puede decir es que es un árbol, raíz,
tronco, ramas y hojas. No puedes esperar de él ninguna otra verdad. El árbol no tiene una moral que
proponerte, no tiene un mensaje que transmitirte. Su fuerza, su majestuosidad, su vida -si acaso
esperas aún sacar algún sentido, algún coraje, de estas antiguas metáforas- no son más que imágenes,
buenas vistas, tan vanos como la paz de los campos, como la perfidia del agua estancada, o el valor de
los pequeños senderos que trepan, no muy alto pero ellos solos, o la sonrisa de los viñedos donde los
racimos de uvas maduran al sol.
Por eso el árbol te fascina, o te sorprende, o te tranquiliza, a causa de esa evidencia insospechada,
insospechable, de la corteza y las ramas, de las hojas. Por eso, quizá, jamás paseas con un perro,
porque el perro te mira, te suplica, te habla. Sus ojos húmedos de agradecimiento, su aire de perro
apaleado, sus brincos de perro feliz, te obligan constantemente a conferirle el despreciable rango de
animal doméstico. No puedes permanecer neutro frente a un perro, tampoco frente a un hombre. Pero
no dialogarás jamás con un árbol. No puedes vivir con un perro, porque el perro, a cada instante, te
pedirá que lo hagas vivir, que lo alimentes, que lo acaricies, que seas hombre para él, que seas su
dueño, que seas el dios que clama con voz de trueno ese nombre de perro que lo hará arrastrarse
inmediatamente por el suelo. Pero el árbol no te pide nada. Puedes ser Dios de los perros, Dios de los
gatos, Dios de los pobres, te basta con una correa, con algunos despojos, con algo de riqueza, pero no
serás nunca dueño del árbol. Nunca podrás sino desear volverte árbol a tu vez.
No es que odies a los hombres, ¿por qué habrías de odiarlos? ¿Por qué habrías de odiarte? ¡Tan
sólo desearías que pertenecer a la especie humana no fuera acompañado de este insoportable estrépito,
que esos pocos pasos irrisorios que hemos dado dentro del reino animal no se pagasen con esta
perpetua indigestión de palabras, de proyectos, de grandes comienzos! Pero es un precio demasiado
alto por dos pulgares oponibles, por la posición erecta, por la imperfecta rotación de la cabeza sobre
los hombros: ¡esta caldera, este horno, esta parrilla caliente que es la vida, estos millones de
conminaciones, de incitaciones, de advertencias, de exaltaciones, de desesperaciones, este baño de
coacciones que no termina nunca, esta eterna máquina de producir, de triturar, de engullir, de triunfar
sobre los obstáculos, de recomenzar una y otra vez, este dulce terror que se empeña en regir cada día,
cada hora de tu pobre existencia!
Casi no has vivido y, sin embargo, todo está ya dicho, ya terminado. No tienes más que
veintincinco años, pero tu camino está trazado de antemano. Los papeles están distribuidos, las
etiquetas: desde el orinal de tu primera infancia hasta la silla de ruedas de tu vejez, todos los asientos
están listos y esperan su turno. Tus aventuras están tan bien descritas que la más violenta de las
rebeliones no haría fruncir el ceno a nadie. Podrías bajar a la calle y hacer volar los sombreros de las
gentes, cubrirte la cabeza de inmundicias, andar descalzo, publicar manifiestos, disparar balazos al
paso de un usurpador cualquiera, de nada serviría: tu cama ya está hecha en el dormitorio del manicomio,
tu cubierto ya está puesto en la mesa de los poetas malditos. Barco ebrio, miserable milagro: el
Harrar es una atracción de feria, un viaje organizado. Todo está previsto, todo está preparado hasta el
más mínimo detalle: los grandes impulsos del corazón, la fría ironía, el desgarramiento, la plenitud, el
exotismo, la gran aventura, la desesperación. No venderás tu alma al diablo, no irás, en sandalias, a
arrojarte dentro del Etna, no destruirás la séptima maravilla del mundo. Todo está ya listo para tu
muerte: la bala de cañón que acabará contigo ya está fraguada desde hace mucho tiempo, las
plañideras ya han sido designadas para seguir tu féretro. ¿Por qué habrías de escalar la cima de las
más altas colinas, para tener que volver a bajar en seguida? Y, una vez abajo de nuevo, ¿cómo hacer
para no pasarte la vida contando cómo lograste subir? ¿Por qué habrías de fingir que estás vivo? ¿Por
qué habrías de continuar? ¿No sabes ya todo lo que tiene que ocurrir? ¿No has sido ya todo lo que
tenías que ser: el hijo digno de tu padre y de tu madre, el valiente boy scout, el buen alumno que
hubiera podido ser mejor, el amigo de infancia, el primo lejano, el apuesto militar, el joven estudiante
pobre? Algunos esfuerzos, ni siquiera algunos esfuerzos, algunos años más, y serás el ejecutivo
medio, el apreciable colega. Veterano de guerra. Uno a uno, como la ranita, escalarás los pequeños
travesaños del éxito social. Podrás escoger, entre una amplia y variada gama, la personalidad que
mejor convenga a tus deseos, la cual será adaptada cuidadosamente a tus medidas: ¿serás veterano
condecorado? ¿Hombre culto? ¿Gastrónomo refinado? ¿Explorador de entrañas y corazones? ¿Amigo
de los animales? ¿Dedicarás tu tiempo libre a masacrar con tu piano desafinado sonatas que no te han
hecho daño alguno? ¿O bien fumarás tu pipa en una mecedora repitiéndote a ti mismo que la vida
tiene sus cosas buenas?
No. Prefieres ser la pieza que falta en el rompecabezas. Retiras del juego tus canicas y tus
alfileres. No pones a la suerte de tu lado, ni ningún huevo en ninguna canasta. Empiezas la casa por el
tejado, echas la soga tras el caldero, matas a la gallina de los huevos de oro, te gastas la renta antes de
cobrarla, te comes la hacienda, echas la llave bajo la puerta, te vas sin volver la cabeza.
Ya no escucharás los buenos consejos. No pedirás remedios. Pasarás de largo, mirarás los
árboles, el agua, las piedras, el cielo, tu cara, las nubes, los techos, el vacío.
Te quedas al lado del árbol. Ni siquiera le pides al ruido del viento entre las hojas que se vuelva
oráculo.
Llega la lluvia. Ya no sales de la casa, apenas de tu cuarto. Lees en voz alta, todo el día,
siguiendo con el dedo las líneas del texto, como los niños, como los viejos, hasta que las palabras
pierden sentido, la frase más simple se vuelve coja, caótica. Llega la tarde. No enciendes la luz y te
quedas inmóvil, sentado frente a la pequeña mesa al lado de la ventana, con el libro entre las manos,
ya sin leer, oyendo apenas los ruidos de la casa, el crujir de las vigas, de los suelos, la tos de tu padre,
las hornillas de hierro al ser colocadas sobre la cocina de leña, el ruido de la lluvia sobre los canalones
de cinc, el paso muy lejano de un automóvil por la carretera, el bocinazo del autocar de las siete en la
curva cerca de la colina.
Los veraneantes se han ido. Las casas de campo están cerradas. Cuando atraviesas el pueblo,
algún perro ladra a tu paso. Carteles amarillos en jirones, sobre la plaza de la iglesia, al lado del
palacio municipal, del correo, del lavadero, anuncian todavía subastas, bailes, fiestas que ya pasaron.
Todavía paseas a veces. Recorres los mismos caminos. Atraviesas campos cultivados que dejan
espesas suelas de barro en tus botas. Te hundes en los lodazales de los senderos. El cielo está gris.
Capas de bruma ocultan el paisaje. De algunas chimeneas sale humo. Tienes frío a pesar del
chaquetón forrado, las botas, los guantes; intentas torpemente encender un cigarrillo.
Das paseos más largos que te llevan hacia otros pueblos, a través de los campos y los bosques.
Te sientas a la larga mesa de madera de una tienda de comestibles con bar donde eres el único cliente.
Te sirven un concentrado de carne o un café desabrido. Decenas de moscas se han aglutinado sobre el
papel pegajoso que cuelga aún en espiral de la pantalla metálica de la lámpara. Un gato indiferente se
calienta cerca de la estufa de hierro. Miras las latas de conservas, los paquetes de detergente, los
delantales, los cuadernos escolares, los periódicos ya viejos, las tarjetas postales rosa caramelo en las
cuales soldados rubicundos cantan en verso los bellos sentimientos que les inspira una novia rubia, el
horario de los autocares, los números ganadores de las carreras de caballos, el resultado de los
partidos del domingo.
Bandadas de pájaros pasan muy alto por el cielo. En el canal del Yonne, una larga gabarra, con el
casco de un azul metálico, se desliza tirada por dos grandes caballos grises. Regresas caminando por
la carretera nacional, por la noche, cruzado y rebasado por coches que aúllan, deslumbrado por los
faros que, desde la parte de abajo de las cuestas, durante un instante parecen querer iluminar el cielo
antes de precipitarse sobre ti.
Traducción de Mercedes Cebrián
Madrid, Impedimenta, 2009
Foto: Christine Lipinska
martes, 17 de septiembre de 2013
La tipografía de Jean-Luc Godard
Los títulos de crédito forman parte de un sistema que refleja y acompaña el clima de la película. Se los podría considerar como una parte integrante del conjunto de la obra, pero también se los podría considerar como una obra ligada al producto audiovisual autónoma.
Como aún no hemos comenzado con el trabajo de Sistemas, me pareció interesante mostrarlo desde el enfoque cinematográfico, especialmente en los títulos de crédito. Jean Luc-Godard fué uno de los miembros de la llamada “Nouvelle Vague” y uno de los mayores precursores del cine de vanguardia, del humor ácido y de una edición y narración contemporáneas, poco o nada convencionales para su época. El universo de los títulos de crédito se ha llegado a convertir en una rama del séptimo arte, hasta el punto de haber agencias de motion graphics especializadas en esta disciplina como es el caso de Digital Kitchen o Imaginary Forces. Se han localizado casi todas las películas de la primera parte de la carrera de Godard y todas las imágenes fijas que contienen tipografía: títulos de las secuencias de títulos de apertura, intertítulos y títulos finales. Al igual que las películas mudas, Godard utiliza un montón de intertítulos, que hacen sus películas mucho más tipográficas que otras películas de los años 60 y los años 70. La importancia de los títulos de crédito y de la tipografía en cineastas como Hitchkock o Godard es indiscutible y no puedo concebir una clase de cine en la que no se haga un extenso review del trabajo de artistas como Saul Bass (diseñador gráfico y creador de algunos de los créditos mas representativos de la historia del cine), que tanto se esta recordando en los últimos años de manera más que merecida. El estudio Atelier Carvalho Bernau ofreció gratuitamente hace unos meses una maravillosa tipografía para celebrar el cumpleaños nº80 del director francés. La tipografía estuvo inspirada en la secuencia de títulos de las películas de Godard ‘Made in U.S.A’ (1966) y ’2 ou 3 choses que je sais d’elle’ (1967)
Es interesante observar a los diseños evolucionar. En esta era digital es estimulante ver tipografía que no está hecha desde la computadora: la apariencia imperfecta y hecha a mano de las letras o la rara capital de la letra I. Incluso cuando utiliza una fuente existente, como Antique Olive en ‘Week End‘ (1967), las formas de las letras se ven como si fueran recortadas. ‘Sauve qui peut (la vie)’ (1980) es la última película cuyos títulos de créditos fueron hechos de manera personalizada. En sus últimas películas Godard utiliza tipografías existentes, como Futura, Univers, Helvetica y Garamond. A continuación, pueden observar los títulos de algunas de las películas de este maravilloso director (y clickearlas para poder verlas más grande):
Como aún no hemos comenzado con el trabajo de Sistemas, me pareció interesante mostrarlo desde el enfoque cinematográfico, especialmente en los títulos de crédito. Jean Luc-Godard fué uno de los miembros de la llamada “Nouvelle Vague” y uno de los mayores precursores del cine de vanguardia, del humor ácido y de una edición y narración contemporáneas, poco o nada convencionales para su época. El universo de los títulos de crédito se ha llegado a convertir en una rama del séptimo arte, hasta el punto de haber agencias de motion graphics especializadas en esta disciplina como es el caso de Digital Kitchen o Imaginary Forces. Se han localizado casi todas las películas de la primera parte de la carrera de Godard y todas las imágenes fijas que contienen tipografía: títulos de las secuencias de títulos de apertura, intertítulos y títulos finales. Al igual que las películas mudas, Godard utiliza un montón de intertítulos, que hacen sus películas mucho más tipográficas que otras películas de los años 60 y los años 70. La importancia de los títulos de crédito y de la tipografía en cineastas como Hitchkock o Godard es indiscutible y no puedo concebir una clase de cine en la que no se haga un extenso review del trabajo de artistas como Saul Bass (diseñador gráfico y creador de algunos de los créditos mas representativos de la historia del cine), que tanto se esta recordando en los últimos años de manera más que merecida. El estudio Atelier Carvalho Bernau ofreció gratuitamente hace unos meses una maravillosa tipografía para celebrar el cumpleaños nº80 del director francés. La tipografía estuvo inspirada en la secuencia de títulos de las películas de Godard ‘Made in U.S.A’ (1966) y ’2 ou 3 choses que je sais d’elle’ (1967)
Es interesante observar a los diseños evolucionar. En esta era digital es estimulante ver tipografía que no está hecha desde la computadora: la apariencia imperfecta y hecha a mano de las letras o la rara capital de la letra I. Incluso cuando utiliza una fuente existente, como Antique Olive en ‘Week End‘ (1967), las formas de las letras se ven como si fueran recortadas. ‘Sauve qui peut (la vie)’ (1980) es la última película cuyos títulos de créditos fueron hechos de manera personalizada. En sus últimas películas Godard utiliza tipografías existentes, como Futura, Univers, Helvetica y Garamond. A continuación, pueden observar los títulos de algunas de las películas de este maravilloso director (y clickearlas para poder verlas más grande):
miércoles, 21 de agosto de 2013
LA PERRA DEL JAZZ
"La perra del Jazz"
Confesión en formato vintage que narra la relación entre el poder y la psiquis esclavista a través de una aguda obsesión del animal a la tarea alienada. Mirada canina que interactúa con la sombra del sometimiento y la represión.
Miguel Ruibal: tres dibujos originales (Obras recibidas)
A partir de un texto de Emile Cioran
Carbonilla y tinta china - 29,7 x 21 cm. - 2010
Derivaciones no calculadas
Apunte hecho en Munich
Carbonilla y acuarelas - 29,6 x 21 cm. - 2011
Pier Paolo Pasolini – Reaparición poética de Roma
Carbonilla y pasteles - 29,7 x 21 cm. - 2010
Jean Starobinski, "La espada de Ayax” (en Breve historia de la conciencia del cuerpo)
En el personaje de Ayax, hace Sófocles que intervengan sucesivamente, en el decurso de un solo día mortal, los dos estados contrapuestos del desvarío absoluto y de la extrema lucidez, de la fatalidad impuesta y la libre decisión de morir. Estados que pertenecen a momentos perfectamente diferenciados, cuya oposición, con tanta claridad subrayada, corre sin duda pareja con la intención de lograr el efecto trágico. De la rebelión al desvarío, del desvarío al reconocimiento de la deshonra, de este conocimiento humillante a la muerte voluntaria, va Sófocles acompasando con precisión asombrosa la sucesión, concatenación y diferencia de las actitudes pasionales: el lector moderno tiene la impresión de estar viendo desplegarse, en el curso temporal de la representación, los colores puros en los que se descompone la luz cegadora del suicidio. La obra da comienzo al término de una noche de sangre. Ayax ha destrozado el ganado, creyendo herir de muerte a los Atridas; se ha encerrado en su tienda, y allí está todavía, presa del delirio. Atenea, que ha empujado al héroe al desvarío, domina la escena. Ulises se ha acercado cautelosamentre paras "aclarar la verdad". La diosa le llama... Mas ningún espectador ignora los antecedentes: la muerte de Aquiles, sus armas destinadas al más valiente y la preferencia otorgada a Ulises en detrimento de Ayax. Y esto ya se presta a reflexión: ha desaparecido la gran figura heroica, aquella en quien se daba cumplimiento una perfección espontánea, una supremacía indivisa. El puesto está vacante. Ningún nuevo Aquiles podía reemplazar a este protagonista absoluto. Son tiempos nuevos -tiempos de los herederos- los que dan comienzo. Pero las armas codiciadas, herencia del guerrero muerto, preservan los vínculos con los tiempos precedentes (que eran los tiempos épicos). La ruda expedición aún no ha terminado, queda intacta la tarea: queda tomar Troya. La oposición de Ulises y de Ayax, herederos rivales, pone tal vez de manifiesto la escisión de lo que estaba aún unido en la persona de Aquiles: fuerza y reflexión. Desde el instante en que el asunto pasa a ser materia de debate, y la decisión se pone a votación, es de esperar el triunfo de la reflexión. Todo sufragio corona una obra de lenguaje. Y Ulises es aquél que sabe hablar y convencer, su habilidad está en el miramiento para con los dioses y los jefes: nada mejor para ganarse los favores. Los nuevos tiempos -tiempos del debate- delimitan mediante la palabra un campo clauso, gobernado por las reglas de la persuasión y de la autoridad verbal: la violencia deberá ser abandonada. El campo clauso de los tiempos anteriores era el campo de batalla, campo del encuentro armado, de la pelea aguerrida y del furor que las palabras no pueden detener. Los hombres no se niegan a entrar de nuevo en él, pero se han percatado de lo que así pueden perder. La Ilíada, poema guerrero, acaba antes de la muerte de Aquiles: pero sobre todo antes de la toma de Troya. Todo lo que puede la fuerza nos lo dice la Ilíada (y todo lo que pueden las súplicas contra la fuerza). Sabemos, definitivamente, que la captura final no se decidirá en campo abierto, en victoria regular. Para hacerse con la ciudad enemiga, hará falta utilizar astucia y reflexión. La conquista es obra de Ulises. El haber tomado acuerdo sobre las armas de Aquiles por mayoría de sufragios tiene valor de símbolo. La fuerza y sus instrumentos pasan a ser elemento subordinado. Las armas, instrumentos de violencia, son ciertamente los objetos más disputados; pero al ir a adjudicarlas, la palabra es la que zanja, y el cómputo de votos. El debate en torno a las armas, sin romper con los usos de una sociedad "feudal" y guerrera, prefigura la deliberación de la sociedad democrática. Ahora bien, la asamblea deliberante, compuesta por ciudadanos, requiere la obediencia de los jefes militares. Subordinación que no acepta Ayax precisamente. Él ha venido a combatir como aliado y como par, ligado tan sólo por la virtud del juramento. Es un jefe de guerra, que quiere depender sólo de él; le indispone toda autoridad que pretende dominarlo. No le debe atención alguna. El conoce su vigor sin igual. No tolera, pues, que nadie le suplante. ¿No resulta indignante que las armas gloriosas no sean otorgadas a quien con todo derecho se tiene como el hombre de armas por excelencia? Han elegido a Ulises: en lugar del "guerrero esforzado" han dado preferencia al taimado, al ingenioso, al que sabe manejar la palabra. La fuerza ha sido humillada. Ayax se ve desacreditado en todo su ser, que es un puro arrojo. Si de esta cualidad se le despoja, ninguna otra cosa le queda. La existencia de Ayax descansa en base exigua; los valores que admite y que respeta no son muchos, haciéndole así tanto más vulnerable. Para él sólo cuenta el honor, la lealtad, la energía intrépida. En todo lugar quiere ser un poder independiente. Declaró un día ser bastante fuerte como para vencer sin el auxilio de los dioses: era demasiado aventurarse en la convicción de omnipotencia. Ulises, en cambio, conocedor de los múltiples poderes de los que dependen los mortales, es el hombre de inexhaustos recursos. Ayax se mantiene, para ruina suya, como el hombre de una sola virtud ostentada con orgullo. No ha aceptado Ayax una votación que le frustra y que le ofende. Herido, malparado, no consentirá en doblegarse. Y de esta suerte se excluye de la comunidad definida por el respeto a la sentencia mayoritaria. Su gesto de rechazo le arroja a la soledad. No ser el primero es, para él, no verse ya valorado, y réplica negándose a reconocer la validez de la voz colectiva que le despoja de lo que es debido. Pero no se contenta, como Aquiles, con alejarse, negándose a prestar su ayuda. Violentamente se revuelve contra aquellos a los que, con su juramento, habíase aliado. El fraude del que a sus ojos se han hecho responsables le da plena libertad. La resolución está tomada: los tratará como enemigos, los hará perecer. Hela así, abandonada, aquella lealtad que fuera en el pasado complemento compensador de la fuerza. Roto el equilibrio. La fuerza ofendida se muda en violencia ofensiva. Para Ayax, semejante felonía no es incompatible con la idea que él se hace del honor personal. Reacción elemental en la que destaca el orgullo humillado. Aun a costa de parecer inoportuna la intrusión de conceptos psicológicos modernos en el terreno mítico, podríamos decir que el suicido de Ayax -como todo hara-kiri- constituye, al no poder dar muerte a los ofensores, la reparación triunfal que se procura el narcisismo humillado, la prueba de virilidad "fálica" que se obstina en dar ante los enemigos que antes le negarán tal virilidad. Prosiguiendo con el lenguaje contemporáneo: el dolor de no haber obtenido las armas equivale a una castración; y la muerte voluntaria a espada borra el insulto: es un acto que proclama, en la cima del arrojo, la integridad del vigor masculino. Reparemos en la siguiente observación; en el material legendario más antiguo tan sólo consta el despecho de Ayax y su desespero suicida. El rasgo político de la rebelión contra los jefes adquirió sin duda en Sófocles una importancia que la tradición anterior no le otorgaba. De este modo, el destino fatal del héroe expoliado se convierte por añadidura en el destino del traidor y del rebelde. Esta nueva dimensión, a ojos del espectador, arroja sobre Ayax una nueva culpa, estrechándose las mallas de la red en que se encuentra atrapado. No es que Ayax, en momento alguno, se siente culpable ante sus enemigos. Mas, tal como lo construye Sófocles, no es capaz de ver que la rebelión agrava su dependencia. Si detesta a los Atridas y planea darles muerte, señal es de que ante él no han dejado de ser los jefes supremos. Al revolverse contra ellos, se obstina en hacerles frente. En todo instante se cree visto por ellos: objeto de su risa burlona. En su rebeldía, no cuenta Ayax con aliado alguno. Nada ha dicho de sus planes a su hermanastro, el arquero Teucro: este se encuentra guerreando lejos. La independencia de Ayax se convierte en angosta soledad. Tiempo ha, y de forma reiterada, había rechazado la asistencia de los dioses. El honor de la proeza hubiérale parecido ínfimo, de haber aceptado el favor de una divinidad. Buscaba la victoria por sí solo, y para sí solo, sin solicitar el menor auxilio exterior. La certeza de ostentar en su brazo todas las prendas del éxito es la expresión misma del narcisismo del vigor que hace un instante comentábamos. De modo más acorde con el espíritu griego, diremos que es la expresión de la ausencia de miramiento para con las demás, ausencia de miramiento que tarde o temprano se expone al castigo. Quien pretende realizarse plenamente sin el otro (sin que venga un dios a socorrerle) puede que un día se vea despojado de todas sus conquistas, expoliado de su gloria, y condenado a verse reducido a la nada. Ayax se encuentra, pues, en estricta soledad, pues su presunción le ha llevado hasta la impiedad, y su sentido del honor hasta la rebeldía. Otros, al apartarse de los hombres, conservan, cuando menos, la tutela de un dios. No así Ayax: por propio impulso se ha arrojado a la exterioridad más completa. Al margen de humana alianza (la esposa y el hijo no difieren de él mismo), al margen del respeto a los dioses, habita en una sola fuerza, que lo es todo para él. Para decirlo con una imagen espacial: Aquiles, para manifestar su cólera, habíase contentado con hacer campo aparte y encerrarse. Ayax, cuya tienda se encuentra "al extremo de la fila de navíos" no es únicamente el que se sitúa en el límite. Se sale resueltamente de la comunidad de guerreros asociados. Salida de la que la tragedia de Sófocles hará ver las consecuencias fatales: quien cuenta sólo consigo mismo para vivir sin los dioses y en contra de los hombres se halla destinado a perecer; se adentra en la carrera del exceso y, echándose fuera del orden colectivo, termina ineludiblemente por echarse fuera de la vida. Ni aun para oponerse a una injusta decisión del grupo le está permitido al individuo excluirse de él y tratar de hacerse justicia a punta de espada. El oráculo de Calcas -anunciado ya demasiado tarde- predice literal y simbólicamente que Ayax morirá si sale en este día de la tienda. Acabamos de reconstruir los aspecto del carácter de Ayax, tal como a lo largo del texto de Sófocles se dan a conocer: tal debió ser el héroe que se convirtiera en el hombre de sus últimos actos; tales fueron las virtudes, más también las torpezas que le precipitaron en el exceso fatal.
Traducción: María Isabel Fontao.
Fuente: La posesión demoníaca.
En Tres estudios, Madrid, Taurus, 1974
Jean Starobinski: Ginebra, 1920
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