miércoles, 18 de diciembre de 2013

Entrevista con Giuseppe Tornatore: "No me interesaba hacer una película realista"


 Como en tantas otras trayectorias cinematográficas, en la carrera de Giuseppe Tornatore (1956) hay una mezcla de éxito e incomprensión del todo admirable. Pero, a diferencia de lo que suelen ser las filmografías de muchos directores, en el caso de Tornatore el éxito llegó pronto, con el éxito internacional de ‘Cinema Paradiso’ (Nuovo Cinema Paradiso, 1988) que se alzó con la estatuilla a la mejor película extranjera, aunque Tornatore siempre recuerda que el éxito de la película nunca fue en el momento de su estreno sino con su resonancia internacional.
La trayectoria posterior del cineasta ha sido, en mi opinión, infinitamente más interesante y variada. Ha filmado dos películas intimistas y magníficas, la olvidada comedia ‘Están todos bien’ (Stanno Tutti Bene, 1990), la que no ha dejado de ser su mejor película, ‘Una pura formalidad’ (Una pura formalità, 1994) y la bellísima ‘La leyenda del pianista en el océano’ (La leggenda del pianista sull’oceano, 1998).
En las últimas películas de Tornatore hay una cercanía italia. Desde la cercanía de nuevo autobiográfica con ‘Malèna’ (id, 2000) hasta ‘Baarià’ (id, 2009) su tanteo con el drama histórico. Ahora ha vuelto, con un nuevo éxito en taquilla en Italia, ‘La mejor oferta’ (La migliore offerta, 2013) un interesantísimo y sugestivo film que propone una sorprendente variante del thriller sin recurrir a violencia alguna. En su reparto, un magnífico Geoffrey Rush y un sorprendente Jim Sturgess, además de la revelación, al menos para el público español, de Sylvia Hoeks y la siempre solvente presencia de Donald Sutherland. Es una historia de deseo, amor y engaño.
  



Después de una rueda de prensa, nos sentamos a charlar con un Tornatore que parece responder a todas las cuestiones con bonhomia, alegría y trenzando su pensamiento vigoroso en cada nueva frase, entusiasta aunque repita, siempre amable. Debe saber el lector que la quinta pregunta contiene importantes revelaciones argumentales.


Aunque han sido muchas las comparaciones con Hitchcock, por aquello de contar una historia en la que hay un tipo de fobia y una mujer y un objeto de deseo, tengo que decir que lo que más me ha gustado de su película es que no hay ningún asesinato, ni prácticamente nada truculento, excepto en una escena. Es lo que, en mi opinión, la distancia más de Hitchcock y lo que me parece refrescante en el panorama actual: no hay asesinato, ni perversión. ¿Cómo concibió esta historia?

Muchas gracias. Es verdad que Hitchock es un maestro, pero, como ya he dicho antes, creo que la influencia trabaja de un modo inconsciente. Para mi era mucho más interesante crear un misterio y hacerlo a través del personaje y no sentí que debiera recurrir al asesinato, porque no era lo que pedía la historia. Sin embargo, debo decir, que cualquier historia funciona si sus personajes son interesantes, no creo que ningún efecto pueda suplir esto.


Creo que esta comparte muchos elementos con ‘Una pura formalidad’. Y uno que me ha parecido fascinante es la irrealidad que transmite la ciudad y el escenario, en ambas películas tiene mucha importancia. ¿Fue una decisión que tomó deliberadamente?
Sí, totalmente. De hecho, esa fue la razón por la cual me alejé completamente de Roma para rodar esta película. Cuando rodé ‘Cinema Paradiso’ o ‘Malena’ sabía que tenían que transcurrir en Roma porque eran películas totalmente autobiográficas. Pero si te fijas, esta película tiene muchos escenarios (Londres, Viena, Trieste, Praga) porque no podía suceder en Roma, sentía que tenía una relación muy estrecha con esa ciudad y que además sería demasiado familiar para mi. La idea principal en ambas películas fue que transcurrieran en espacios donde pudiera expresar el ánimo del personaje por encima de cualquier otra cosa. En este caso, no me interesaba hacer una película realista.


Es evidente que Geoffrey Rush está mereciendo todas las alabanzas que ha obtenido. Su interpretación es muy clásica, confidente y agradable, pero me gustaría saber cómo seleccionó a Sylvia Hoeks y por qué. Su personaje es francamente difícil, y su momento más dramático es hábilemente elidido. ¿Cuando se fijó en ella y por qué?
Fue una elección realmente complicada. Ninguna actriz aceptaba el papel, lógicamente. Hicimos muchos cástings, en Londres, en Roma, en Los Ángeles y no encontrábamos el perfil. ¡Imagine! Es un personaje que se pasa media película fuera de pantalla, debido a su fobia al exterior, y del que solamente oímos la voz. Un día, encontré a Hoeks en Los Ángeles y expresó un gran interés en el papel. Era una actriz holandesa y al verla supe que era el personaje. Porque, además de ser un personaje complicado, ella era un tipo de belleza muy peculiar: escribí el personaje sintiendo que podía ser muy bello en ocasiones pero que también podía resultar vulgar y Hoeks lograba ese efecto. Luego le pregunté lo que le interesó más del personaje y me dijo que cómo pensaba rodar esas escenas en las que ella está escondida y solamente habla a través de una puerta. Le dije que lo haríamos tal cual, con ella detrás de la puerta y que sería su voz la que se oiría. Me respondió que eso era lo que le interesaba del papel. Y así supe que solamente podía ser ella.


Una cualidad de su trabajo, una sorprendente, es que siempre logra sacar interpretaciones intimistas de sus personajes. De un actor tan legendario como Mastroianni logró un papel de hombre común, casi vecinal. Y aquí con Jim Sturgess, más conocido por sus roles juveniles, logra un papel lleno de aristas, sorprendente ¿Cómo trabaja con los actores?
Bueno, no es que haga un trabajo especialmente enfático con los actores, pero fue un honor trabajar con Mastroianni y ha sido un placer trabajar con Jim Sturgess. Lo que intento siempre es que el ambiente esté relajado y los personajes formen parte de la historia, tengan mucho sentido todo lo que hacen e incluso su papel en la ciudad. Cuando vi a Sturgess, supe que era esa clase de personaje y trabajamos con gran fluidez, sin mayor problema. Pero es que también hay un gran mérito en el enfoque.


Aunque hay, por supuesto, muchas de sus películas que rompen esto, aquí volvemos a una de sus constantes. La narración subjetiva. Es algo que ha aparecido en sus películas más optimistas, como ‘Cinema Paradiso’ o ‘La leyenda del pianista en el océano’ o en las más turbias. ¿Por qué le interesa ese tipo de narraciones?
Bueno (risas) ¡yo venía de rodar ‘Baarià’ (id, 2009)! Era un drama histórico, sabía muy bien que todo cuanto contara tenía que ser lo más objetivo posible y fue un reto, claro. En realidad, todo esto surge en el momento en el que me siento a escribir y me planteo cómo lo vería el personaje. Verás, la historia de ‘La mejor oferta’ la habríamos podido contar de mil maneras. A fin de cuentas, es una historia sencilla, de un hombre que es estafado y no se ha dado cuenta de ello hasta el final. Podíamos seguir los planes de los estafadores, como urden toda esa trama y como se escapan con el botín. Pero eso no me interesaba. A mi me interesaba quien era ese hombre y por qué se había dejado engañar. Qué mecanismos se fueron de él y una vez decidí eso, supe que la película solamente podía existir a través de su mirada, a partir de él. Fue una decisión temprana y estructural y por eso me interesó esta historia, porque era ese personaje el que despertaba mi curiosidad.



Por @Alvy_Singer

lunes, 16 de diciembre de 2013

Jean Baudrillard: La cirugía de la alteridad




La liquidación del Otro va acompañada de una síntesis artificial de la alteridad, cirugía estética radical, de la cual la cirugía de la cara y la del cuerpo no son más que el síntoma. Pues el crimen sólo es perfecto cuando hasta las huellas de la destrucción del Otro han desaparecido.

Con la modernidad, entramos en la era de la producción del otro. Ya no se trata de matarlo, de devorarlo, de seducirlo, de rivalizar con él, de amarlo o de odiarlo; se trata fundamentalmente de producirlo. Ya no es un objeto de pasión, es un objeto de producción.
¿Es posible que el Otro, en su singularidad irreductible, se haya vuelto peligroso o insoportable, y sea preciso exorcizar su seducción? ¿O más sencillamente la alteridad y la relación dual desaparecen progresivamente con el aumento de poder de los valores individuales? El caso es que la alteridad se echa en falta, y que es absolutamente necesario producir al Otro como diferencia, si no queremos vivir la alteridad como destino. Esto sirve también para el cuerpo, el sexo y la relación social. Para escapar al mundo como destino, al cuerpo como destino, al sexo (y al otro sexo) como destino, inventamos la producción del Otro como diferencia. Ocurre lo mismo con la diferencia sexual. Querer desentrañar la inexplicable alteridad de lo masculino y de lo femenino para devolver a cada uno de los dos a su especificidad y a su diferencia es un absurdo; Pero eso es lo que hace, no obstante, nuestra cultura sexual de liberación y de emancipación del deseo. Cada sexo con sus características anatómicas, psicológicas, con su deseo propio, y todas las peripecias irresolubles qué de ahí se deducen, incluida la ideología del sexo y la utopía de una diferencia basada simultáneamente en el derecho y en la naturaleza.
Este invento de la diferencia coincide con el de una nueva imagen de la mujer, y por tanto con un cambio del paradigma sexual. Es la producción por la histeria masculina, en las fronteras entre el siglo XIX y la modernidad, de una imaginación de la mujer en lugar de la feminidad robada (Christina von Braun, Nicht-Ich y Die schamlose Schönheit des Vergangenen, 1985, 1989). Es esta configuración histérica, es en cierto modo la feminidad del hombre la que se proyecta en la mujer y la modela como figura ideal a su imagen y semejanza. Ya no se trata, como en la figura cortés y aristocrática de la seducción, de conquistar a la mujer, de seducirla o de ser seducido por ella, se trata de producirla como utopía realizada; mujer ideal o mujer fatal, metáfora histérica y sobrenatural. El Eros romántico se encargó de poner en escena este ideal: la mujer como resurrección proyectiva de lo mismo, figura gemela casi incestuosa, artefacto condenado a partir de entonces a la confusión amorosa, es decir a un patetismo de la semejanza ideal de los seres y de los sexos. La diferencia sexual, el concepto de diferencia sexual que se instala en el mismo impulso no es más que un subterfugio de la forma incestuosa. En ella, hombre y mujer no son más que un espejo recíproco. La separación y la diferencia les sirve para convertirse mejor en el espejo, indiferente muchas veces, mutuo. Toda la mecánica erótica cambia de sentido, ya que la atracción erótica que emanaba antes de la extrañeza y de la alteridad se instala ahora en el lado de lo semejante y lo parecido.
Así pues, El mundo sin mujeres de Martini no es tan alegórico como pudiera parecer. Gracias al invento de una feminidad que hace superflua a la mujer, que la convierte en una encarnación supletoria, la mujer ha desaparecido realmente, si no físicamente, sí por lo menos bajo el peso de una feminidad de sustitución.
Ni que decir tiene que esto vale también para el hombre, ya que lo que éste transpone en el espejo teatral del papel y de la idea de la mujer es su propia feminidad robada. Y si la mujer real parece desaparecer en esta invención histérica, hay que ver que también el deseo masculino pasa a ser completamente problemático, pues ya sólo es capaz de proyectarse en su imagen y de convertirse de ese modo, en puramente especulativo.
Así pues, todas las glosas sobre el privilegio sexual de lo masculino no son más que tonterías. En la ilusión sexual de nuestro tiempo, existe una especie de justicia inmanente que hace que, en esta diferencia en trampantojo, ambos sexos pierdan conjuntamente su singularidad, ya que su diferencia culmina inexorablemente en la indiferenciación. El proceso de extrapolación de lo Mismo, de gemelización de los sexos (si la gemelidad es un tema tan actual es porque refleja de este modo la clonación libidinal), concluye en una asimilación progresiva que llega a convertir la sexualidad en una función inútil, adelantándose a los clones futuros, inútilmente sexuados, puesto que la sexualidad ya no será necesaria para su reproducción.
La aparición de la problemática del «género» (gender) que sustituye a la del sexo, ilustra esta dilución progresiva de la función sexual. Estamos en la era de lo Transexual, donde los conflictos ligados a la diferencia, e incluso los signos biológicos y anatómicos de la diferencia, se perpetúan mucho después de que la alteridad real de los sexos haya desaparecido. Cuando, los sexos se miran sesgadamente el uno al otro, uno a través del otro. El masculino bizquea sobre el femenino, el femenino sobre el masculino. Ya no es la mirada de la seducción, es un estrabismo sexual generalizado, que refleja el de los valores morales y culturales: lo verdadero bizquea sobre lo falso, lo hermoso bizquea sobre lo feo, el bien bizquea sobre el mal, y viceversa. Se conectan entre sí, en un intento de desviación de sus signos distintivos. De hecho, son cómplices para saltarse la diferencia. Funcionan como vasos comunicantes, obedeciendo a unos nuevos rituales maquínicos de conmutación. La utopía de la diferencia sexual culmina en la conmutación de los polos sexuales y en el intercambio interactivo. En lugar de una relación dual, el sexo se convierte en una función reversible. En lugar de la alteridad, una corriente alternativa.
Es en la seducción, en la ilusión, en el artificio, donde se halla su intensidad máxima, cuando cada uno de los sexos es fatal para el otro, es decir portador de una alteridad radical. En términos naturalistas, por el contrario, en los cuales se basa nuestra diferencia, y por consiguiente nuestra «liberación», los sexos son menos diferentes de lo que se cree. Tienen más bien tendencia a confundirse, por no decir a intercambiarse. Lo que se ha «liberado» no es precisamente su singularidad, sino su confusión relativa, y, claro está, una vez ha quedado atrás la orgía y el éxtasis del deseo, su indiferencia respectiva. ¿Cómo hablar de pasión en tal caso? Sería más bien de compasión sexual. Ni siquiera se oye hablar mucho de deseo. Su declive ha sido rápido en el firmamento de los conceptos. Se ha convertido en el tema astral de una jerga, psicoanalítica y publicitaria.
La liberación siempre es naturalista: naturaliza el deseo como función, como energía, como libido. Y esta naturalización de los placeres y de las diferencias lleva también «naturalmente» a la pérdida de la ilusión sexual. El sexo arrebatado al artificio, a la ilusión, a la seducción, devuelto a su economía consciente o inconsciente (muy listo el que afirme que ahí está la «realidad» del sexo). La mujer arrancada a su condición artificial y devuelta a su ser natural, a su estatuto «legítimo» de ser sexual, y a un reconocimiento jurídico. Ahora bien, la seducción y la pasión no tienen nada que ver con el reconocimiento del otro. La singularidad tampoco tiene nada que ver con la identidad o la diferencia; se presenta como singular, ilegal, y basta. El reconocimiento va acompañado de la diferencia, y ambas son virtudes burguesas.
De todos modos, en esta historia de diferencia, siempre hay un término más diferente que el otro. En efecto, la mujer es más diferente que el hombre. Y no sólo más diferente que él, sino más que diferente, El hombre sólo es diferente, la mujer es otra cosa: extraña, ausente, enigmática, antagónica. Y para conjurar esta alteridad radical se ha inventado la diferencia biológica, pero también psicológica, ideológica, política, etc. Todo ello puede negociarse en una oposición pactada, aunque sea en términos de correlación de fuerzas. Pero, hablando con exactitud, esta oposición no existe, no es más que la sustitución de una forma dual y disimétrica por una forma simétrica y diferencial. Es lo mismo que decir que esta forma de compromiso «natural» es extremadamente frágil. No se puede confiar en la naturaleza.
La mujer fatal, por su parte, nunca lo es como elemento natural. Lo es como artificio, como seductora, como artefacto proyectivo de la histeria masculina. La mujer ausente, ideal o diabólica, pero siempre fetichizada, esa mujer construida, esa Eva maquínica, ese objeto mental, se ríe de la diferencia de los sexos. Se fíe del deseo, y del sujeto del deseo. Más femenina que lo femenino: la mujer-objeto. Pero no se trata de alienación, se trata de un objeto mental, de un objeto puro (que no se cree un sujeto), un ser irreal, maquillado, cerebral, devorador de materia gris y libidinal. A través de ella, el sexo niega la diferencia sexual, el propio deseo se tiende una trampa, el objeto se venga. La mujer-objeto, la mujer fatal, se ríe de esta feminidad histérica de esencia masculina. Se ríe de esta imagen especulativa con una especulación incondicional, con un incremento de poder de su propia imagen. Mediante una saturación de su condición de objeto, se convierte en fatal para sí misma, y así es como llega a serlo para los demás. Lo femenino se transparenta a través de los mismos rasgos del ideal artificial que se le ha fabricado, no para alcanzar la mujer «real» que se supone que debe ser, sino para alejarla aún más de su naturaleza y hacer de ese artificio un; destino triunfante.
Pero los sexos tienen un destino asimétrico. El mismo jugárselo a doble o nada que se le impone sobre el ideal-tipo de virilidad no es posible para el hombre. No le queda más remedio que descartarse en lugar de sobrepujar. Y si cada vez hay menos mujeres fatales es porque ya no quedan hombres para caer en sus manos.
De todos modos, este histerismo respectivo de los sexos disminuye a medida que la creencia de la naturaleza se borra en la época contemporánea y estalla, con su «liberación», el carácter problemático y ambiguo de la diferencia. La histeria fue la última forma de estrategia fatal de la sexualidad. Así pues, no es casualidad que desaparezca ahora después de haber fomentado las figuras extremas de la mitología sexual de todo un siglo. Las estrategias fatales se borran ante la solución final.
Ha aparecido un nuevo espectro de dispersión, y en este juego sexual de baja definición (Low Definition Sexual Game) parece que nos deslizamos del éxtasis a la metástasis, la metástasis de innumerables pequeños dispositivos de transfusión y de perfusión libidinal, micro-argumentos de la insexualidad y de la transexualidad bajo todas sus formas. Resolución del sexo en sus miembros sueltos, en sus objetos parciales, en sus elementos fractales.
En este viraje sexual de la indiferencia, la única alternativa correspondería a la mujer.
Como quiere producirse a sí misma como diferencia, como ya no quiere ser producida como tal por la histeria masculina, le corresponde producir al otro de rebote, producir una nueva figura del otro como objeto de seducción, de la misma manera que lo masculino lo ha conseguido en cierto modo al producir una cultura de la imagen seductora de la mujer. Es el problema de una mujer que se ha convertido en sujeto de deseo, pero que ya no encuentra al otro que podría desear como tal (es el problema más general de nuestra época: devenir-sujeto en un mundo donde entretanto el objeto ha desaparecido). Pues el secreto no está jamás en el intercambio equivalente de los deseos, bajo el signo de una diferencia igualitaria, está en inventar al otro que sabrá jugar y burlarse de mi propio deseo, diferirlo, suspenderlo, y por tanto suscitarlo indefinidamente.
¿Acaso lo femenino es capaz actualmente de producir, ya que no quiere encarnarlo, esta misma alteridad seductora? ¿Acaso lo femenino sigue siendo suficientemente histérico como para inventar al otro?
Lamentablemente parece que nos estamos acercando al extremo inverso, es decir, a la forma exacerbada de la diferencia, es decir, a la solución final: el acoso sexual. Desarrollo último de la histeria femenina, mientras la pornografía es el desarrollo último y caricaturesco de la histeria masculina. En el fondo, son las dos vertientes de la misma indiferencia histérica.
El acoso sexual: caricatura fóbica de cualquier aproximación sexual, rechazo incondicional de seducir y de ser seducido. ¿Esta compulsión no es más que la coartada de la indiferencia o bien oculta, como cualquier síntoma alérgico, una hipersensibilidad al otro? El caso es que cualquier veleidad de seducción, cualquier expresión del deseo, cae bajo la inculpación de violación. Habría presunción de violación en cada una de las fases de la relación, incluso conyugal, si no es expresamente consentida. La ley italiana prevé como delito la inducción, es decir, no forzar el deseo del otro, ni siquiera la seducción, sino el mero hecho de inducir su consentimiento por cualquier tipo de gesto o de signo. Convendría además, dentro de la misma línea, poner en el índice al espermatozoide, ya que su esfuerzo por penetrar el óvulo es exactamente el prototipo del acoso sexual (¿o tal vez existe inducción por parte del ovario?).
¿Dónde comienza la violación, donde comienza el acoso sexual? Una vez trazada la línea fronteriza, la línea de una diferencia inexpugnable entre los sexos, no hay otra posibilidad de aproximación que la violencia. Así por ejemplo, en una película de Bellochio, El veredicto, el problema está en saber si la ha violado realmente, ya que ella ha tenido un orgasmo. La acusación sostiene que sí, la defensa invoca el consentimiento final de la víctima. Pero nadie se pregunta si el orgasmo es o no una circunstancia agravante. Cabe sostener, en efecto, que forzar el placer del otro, forzar su arrebato, es el colmo de la violación, más grave que forzar al otro a darnos placer.
De todos modos, esto ilustra el absurdo de toda esta problemática. El acoso sexual significa la entrada en escena de una sexualidad victimista e impotente para constituirse en objeto o en sujeto de deseo en su voluntad paranoica de identidad y de diferencia. Ya no es el pudor lo que está amenazado por la violación sino el sexo, o mejor dicho la estupidez sexista, que se hace justicia a sí misma.
Esto ilustra al mismo tiempo la situación sin salida de la diferencia. El problema de la diferencia es irresoluble debido a que los términos enfrentados no son diferentes, sino incomparables. Los términos que estamos acostumbrados a enfrentar son mera y simplemente incompatibles, lo que hace que el concepto de diferencia carezca de sentido. Así, lo Femenino y lo Masculino son dos términos incomparables, y, si en el fondo no existe diferencia sexual, se debe a que los dos sexos no son enfrentables. 
Esto vale para todas las oposiciones tradicionales. Cabe decir lo mismo del Bien y el Mal.
No están en un mismo plano, y su oposición es un señuelo. Lo malo es precisamente la extrañeza, la impermeabilidad radical del Bien y el Mal, que hace que no exista reconciliación, ni superación, ni, por tanto, solución ética al problema de su oposición. La alteridad inexorable del Mal cruza la eclíptica de la moral. Le ocurre lo mismo a la libertad enfrentada a la información, leitmotiv de nuestra ética mediática: ese conflicto es un falso conflicto, debido a que no existe una auténtica confrontación, ya que los dos términos no están en un mismo plano. No hay una ética de la información. Lo que define la alteridad no es que los dos términos no sean identificables, sino que no sean enfrentables entre sí. La alteridad pertenece al orden de las cosas incomparables. No es intercambiable según una equivalencia general, no es negociable, pero circula en las formas de la complicidad y de la relación dual, tanto en la seducción como en la guerra.
Ni siquiera se opone a la identidad: juega con ella, de la misma manera que la ilusión no se opone a lo real sino que juega con ello, de la misma manera que el simulacro no se opone a la verdad sino que juega con la verdad —más allá, por tanto, de lo verdadero y de lo falso, más allá de la diferencia—, de la misma manera que lo femenino no se opone a lo masculino sino que juega con lo masculino, en algún lugar más allá de la diferencia sexual. Los dos términos no se contraponen: el segundo juega siempre con el primero. El segundo siempre es una realidad más sutil que rodea al primero con el signo de su desaparición. Todo el esfuerzo consistiría en reducir este principio antagónico, esta incompatibilidad, a una simple diferencia, a un juego de oposición bien templado, a una negociación de la identidad y de la diferencia en lugar de la alteridad robada.
Todo lo que se pretende singular e incomparable, y no entra en el juego de la diferencia, debe ser exterminado, bien físicamente, bien por integración en el juego diferencial, donde todas las singularidades se desvanecen en el campo universal. Es lo que ocurre con las culturas primitivas: sus mitos han pasado a ser comparables bajo el signo del análisis estructural. Sus signos han pasado a ser intercambiables a la sombra de una cultura universal, a cambio de su derecho a la diferencia. Negados por el racismo, o arrasados por el culturalismo diferencial, significaba en cualquier caso para ellos la solución final. Lo peor está en esta reconciliación de todas las formas antagónicas bajo el signo del consenso y de la buena convivencia. No hay que reconciliar nada. Hay que mantener abiertas la alteridad de las formas, la disparidad de los términos, hay que mantener vivas las formas de lo irreductible.

En El crimen perfecto
Título original: Le crime parfait
Jean Baudrillard, 1995
Traducción: Joaquín Jordá
Foto: JB © Sophie Bassouls/Sygma/Corbis


domingo, 8 de diciembre de 2013

Tristan Tzara: Agua salvaje




los dientes hambrientos del ojo
cubiertos de hollín de seda
abiertos a la lluvia
todo el año
el agua desnuda
oscurece el sudor de la frente de la noche
el ojo está encerrado en un triángulo
el triángulo sostiene otro triángulo


el ojo a velocidad reducida
mastica fragmentos de sueño
mastica dientes de sol dientes cargados de sueño

el ruido ordenado en la periferia del resplandor
es un ángel
que sirve de cerradura a la seguridad de la canción
una pipa que se fuma en el compartimiento de fumadores
en su carne los gritos se filtran por los nervios
que conducen la lluvia y sus dibujos
las mujeres lo usan a modo de collar
y despierta la alegría de los astrónomos

todos lo toman por un juego de pliegues marinos
aterciopelado por el calor y el insomnio que lo colora

su ojo sólo se abre para el mío
no hay nadie sino yo que tenga miedo cuando lo mira
y me deja en estado de respetuoso sufrimiento
allí donde los músculos de su vientre y de sus piernas inflexibles
se encuentran en un soplido animal de hálito salino
aparto con pudor las formaciones nubosas y su meta
carne inexplorada que bruñen y suavizan las aguas más sutiles




De nos oiseaux
Versión castellana de Aldo Pellegrini

lunes, 2 de diciembre de 2013

René Char y nosotros


Marie-Claude Char me telefonea alborozada: “¡Gallimard decidió publicarlo!”. Y yo, tan exaltado como ella, me sentí parte de un milagro.

La célebre editorial lanza en París la correspondencia, hasta hoy inédita, que el gran poeta francés René Char (1907-1988) sostuvo entre 1952 y 1982 con nuestro Raúl Gustavo Aguirre (1927-1983), fundador y director de la revista de vanguardia Poesía Buenos Aires, que entre 1950 y 1960 lanzó una treintena de números y otros tantos títulos publicados.
En octubre Marie-Claude vino a Buenos Aires para rememorar aquel n.º 11-12 (1953) de Poesía Buenos Aires, obra de Aguirre, que constituye la primera versión de Char al castellano. Ella tenía todas las cartas de Raúl. Me preguntó por las de Char y me ocupé. Parecía imposible. Pero finalmente se produjo. Primero de a una y luego en grupos, fui descubriendo copias digitales.
Así como iban apareciendo, las enviaba a Marie-Claude. Ella estaba tan conmovida como yo. Gracias a su fidelidad y devoción, Gallimard ya prepara la primera edición de esa correspondencia invalorable, a la cual me pidieron que prologara, y que será presentada en el Salón del Libro de París, del 21 al 24 de marzo, dedicado a la Argentina.
Quien sepa aprovechar la escrupulosa bibliografía que culmina las Obras completas de René Char, bellamente editadas por Gallimard para su Bibliothèque de la Pléiade, acaso encuentre llamativo advertir que su primera traducción al castellano es del argentino Raúl Gustavo Aguirre, en el nº 11-12 (1953) de su revista Poesía Buenos Aires. Menos sorpresivo es que, tras figurar apenas en una selección colectiva de Madrid, el primer libro individual de Char en nuestro idioma también fuera traducido por Aguirre (1968).
Para mí, en cambio, los nombres de Raúl Gustavo Aguirre y de Poesía Buenos Aires, junto al de René Char, son algo muy personal, se unen directamente con mi vida ya que, en plena adolescencia, me vi convertido en el miembro más joven de la publicación.
Poesía Buenos Aires mantuvo su criterio central: “La abierta rebelión contra los supuestos formales de la poesía, contra las maneras tenidas por prestigiosas, contra las convenciones literarias” pero sin incurrir en nuevos dogmas. Al cerrar el n,º 25 (1957), Aguirre reitera: “Ninguna fórmula, ninguna receta, en conclusión, queda de todos estos años. Una vez más hay que decirlo: no sabemos qué es la poesía y, mucho menos, cómo se hace un poema”.
Característica esencial de Poesía Buenos Aires fue su carencia de astucia o complacencia, el desdén por la mal llamada “vida literaria”. De no ser convicción íntegra, ¿cómo explicar que, a diferencia de tantos, Aguirre ni pensó en obtener el más mínimo “provecho” exhibiendo su contacto con Char? ¿Cómo no admirar que lo mantuvo celosamente oculto incluso para nosotros, sus íntimos? En una carta de 1954, Raúl agradece a Char la lectura de sus poemas, que jamás reveló.
Esa correspondencia honra sin duda a ambos. Al gran poeta, porque lo confirma en su altura despojada, en su esencial fraternidad. Al joven, porque lo desnuda en su fervor y discreción. Y un poco a todos, si somos dignos de advertirlo. Y a la joven revista austral, libre y rebelde como ellos. Y a la misma poesía, que los unió y nos une.


por Rodolfo Alonso

jueves, 28 de noviembre de 2013

Franz Kafka - Desdicha



Cuando ya se volvía insoportable —en un atardecer de noviembre—, cansado de ir y venir por la estrecha alfombra de mi habitación, como en una pista de carreras, y de eludir la imagen de la calle iluminada, me volví hacia el fondo del cuarto, y en la profundidad del espejo encontré una nueva meta, y grité, solamente para oír mi propio grito, que no halló respuesta ni nada que disminuyera su vigor, de modo que ascendió sin resistencia, sin cesar ni siquiera cuando ya no fue audible; frente a mí se abrió en ese momento la puerta, rápidamente, porque hacía falta rapidez, y hasta los caballos de los coches piafaban en la calle enloquecidos como en una batalla, ofreciendo sus gargantas.


Como un pequeño fantasma, penetró una niña desde el oscuro corredor, donde la lámpara no había sido encendida aún, y permaneció allí, de puntillas, sobre una tabla del piso que se estremecía levemente. De inmediato deslumbrada por el crepúsculo de mi habitación, intentó cubrirse la cara con las manos, pero se contentó inesperadamente con echar una mirada hacia la ventana, frente a cuya cruz el vapor ascendente de la luz callejera se había al fin acurrucado en la oscuridad. Con el codo derecho se apoyó en la pared, ante la puerta abierta, permitiendo que la corriente que entraba le acariciara los tobillos, y también el pelo y las sienes.

La miré un instante, luego le dije: "Buenas tardes", y tomé mi chaqueta, que estaba sobre la pantalla frente a la estufa, porque no quería que me viera así, a medio vestir. Permanecí un momento con la boca abierta, para que la agitación se me escapara por la boca. Sentía un mal gusto en la boca, las pestañas me temblaban, en fin, esta visita tan esperada no me causaba ningún placer.

La niña seguía junto a la pared, en el mismo lugar; había colocado la mano derecha contra la pared, y con las mejillas ruborizadas acababa de descubrir con asombro que el muro encalado era áspero y le lastimaba la punta de los dedos. Le dije:

—¿Me busca realmente a mí? ¿No habrá un error? Nada más fácil que cometer un error en esta casa tan grande. Me llamo Tal-y-tal, vivo en el tercer piso, ¿Soy acaso la persona que usted busca?

—Calle, calle —dijo la criatura volviendo la cabeza—, no hay ningún error.

—Entonces, entre del todo en la habitación, quisiera cerrar la puerta.

—Acabo de cerrarla yo. No se moleste. Sobre todo, cálmese.

—No es ninguna molestia. Pero en este corredor vive mucha gente, y naturalmente todos son conocidos míos; la mayoría vuelve ahora de su trabajo; cuando oyen hablar en un cuarto se consideran con derecho a abrir la puerta y mirar qué ocurre. Siempre lo hacen. Esa gente ha trabajado el día entero, y nadie podría amargarles su provisional libertad nocturna. Además, usted lo sabe tan bien como yo. Permítame cerrar la puerta.

—¿Cómo, qué le ocurre? ¿Qué pasa? Por mí, puede venir toda la casa. Y le repito una vez más: ya he cerrado la puerta; ¿se cree que usted es el único que sabe cerrar la puerta? Hasta la he cerrado con llave.

—Muy bien, entonces. No pido más. No hacía falta que cerrara con llave. Y ahora que está usted aquí, le ruego que se considere como en su casa. Es mi invitada. Confíe totalmente en mí. Póngase cómoda, sin temor. No insistiré para que se quede, ni para que se vaya. ¿Necesito decírselo? ¿Tan mal me conoce usted?

—No. Realmente, no hacía falta que lo dijera. Aún más, no ha debido decírmelo. Soy una criatura; ¿por qué entonces tantas ceremonias conmigo?

—Exagera. Naturalmente, es una criatura. Pero no tan pequeña. Ha crecido bastante. Si fuera una muchacha no se atrevería a encerrarse con llave en una habitación, a solas con un hombre.

—No tenemos que preocuparnos por eso. Sólo quería decirle que el hecho de conocerlo tan bien no me protege mucho, y sólo le evita a usted el trabajo de mantener conmigo las apariencias. Y sin embargo, quiere hacer cumplimientos. ¡Déjese de tonterías, se lo ruego, déjese de tonterías! Debo decirle que no lo reconozco en todas partes y todo el tiempo, y menos en esta penumbra. Sería mejor que encendiera la luz. No, mejor que no. En todo caso, no olvidaré que acaba de amenazarme.

—¿Cómo? ¿Que yo la he amenazado? Pero escúcheme. Estoy muy contento de que por fin haya venido. Digo "al fin" porque es tarde. No puedo comprender por qué ha venido tan tarde. Es posible que la alegría me haya hecho hablar desordenadamente, y que usted haya entendido mal mis palabras. Admito todas las veces que usted quiera que tiene razón, que todo ha sido una amenaza, lo que usted prefiera. Pero nada de peleas, por Dios. ¿Cómo puede usted creer semejante cosa? ¿Cómo puede herirme de ese modo? ¿Por qué desea con tanta intensidad estropear este breve instante de su presencia? Un desconocido sería más condescendiente.

—No lo dudo; no es un gran descubrimiento. Yo estoy más cerca de usted, por mi propia naturaleza, que el desconocido más condescendiente. También usted lo sabe; entonces, ¿por qué toda esta tragedia? Si quiere representar conmigo una comedia, me voy de inmediato.

—¿Ah, sí? ¿Se atreve también a decirme eso? Es casi demasiado atrevida. Después de todo, está en mi habitación. Frotando los dedos como una loca sobre la pared del cuarto.
¡Mi cuarto, mi pared! Y además, lo que usted dice no sólo es insolente, sino también ridículo. Dice que su naturaleza la impulsa a hablar conmigo de ese modo. ¿Realmente? ¿Su naturaleza le impulsa? Su naturaleza es muy amable. Su naturaleza es la mía, y cuando yo por naturaleza me siento amable hacia usted, usted no puede entonces sentirse sino amable hacia mí.

—¿Le parece eso amable?

—Hablo de antes.

 
—¿Sabe usted cómo seré después?

—No sé nada.

Y me dirigí hacia la mesita de noche, y encendí la bujía. En aquella época no tenía gas ni luz eléctrica en mi habitación. Luego me quedé un rato sentado junto a la mesa, hasta que me cansé, me puse el abrigo, cogí el sombrero sobre el sofá, y apagué la vela. Al salir tropecé con la pata de una silla.







En Obras Completas
Traducción: Joan Bosch Estrada

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Pat Martino, el genio del jazz que olvidó cómo se tocaba la guitarra



Siéntense y alucine con esta historia de tanto como lo hice yo cuando la escuché por primera vez. Su protagonista, Pat Martino, que era considerado ya como uno de los guitarristas más grandes de la historia del jazz cuando, a los 36 años, comenzó a sentir fuertes dolores de cabeza que apenas le dejaban moverse.
Tras las pruebas pertinentes, en 1980, los médicos le diagnosticaron un aneurisma cerebral severo que, si no operaban de inmediato, podría acabar con su vida. La intervención era complicada, pero no había alternativa. Al acabar la operación, los especialistas le comunicaron a su esposa dos noticias: una buena y otra mala. La buena era que Martino había sobrevivido y se encontraba bien. La mala, que no recordaba absolutamente nada de su vida anterior.
Aquel percance había borrado de un plumazo todos los recuerdos de su intensa vida. Un total de 36 años llenos de experiencias musicales al alcance de unos pocos privilegiados. Tras salir del quirófano no recordaba que había nacido en Filadelfia en 1944, el mismo día que las tropas Aliadas liberaban París. Tampoco se acordaba del inicio de su carrera como guitarrista profesional, con solo 15 años y gracias a un talento desbordante. Ni su incursión en las formaciones lideradas por saxofonistas como Willis Jackson, Red Holloway o Red Holloway, u organistas como Jimmy McGriff, Don Patterson, Jimmy Smith, Jack McDuff o Richard Groove Holmes. Ni que había girado con el gran John Handy, en 1966, con 22 años. Tampoco que a esa misma edad había comenzado a liderar sus propios grupos en sesiones para Prestige, Muse y Warner Bros. Ni había rastro en su cabecita del interés que había mostrado por la vanguardia jazzística, el rock, el pop y las músicas del mundo, las cuales había incorporado a su estilo hard bop, convirtiéndole en uno de los más grandes.

 

Toda esta vida desapareció entera de un golpe en tan solo unas horas de intervención quirúrgica. Apenas reconocía a sus padres, ni a él mismo, ni su carrera como músico. Y por encima de todo, había olvidado como se tocaba cada uno de los acordes que había aprendido, perdiendo por completo sus habilidades como guitarrista. No sabía ni lo que era un do. «No reconocía a mis padres, no tenía memoria ni de mi guitarra ni de mi carrera musical. Me encontraba vacío, desnudo, muerto», contaba años después.
Al principio sus padres le enseñaban las carátulas de sus discos y no reconocía ninguna. Después se puso a escuchar los discos que había grabado ese tipo al que no conocía de nada, contrariado y triste. Sin embargo, no se vino abajo y luchó contra su memoria perdida, tomando una decisión que le devolvería a la vida, a su anterior vida: convertirse otra vez en sí mismo, en su mejor imitador, en una especie de él reencarnado.
Pat Martino nos trae a la memoria a Django Reinhardt, que reaprendió a tocar la guitarra con los dos únicos dedos que le quedaron cuando se quemó el carromato en el que vivía cuando tenía 18 años. Para ello, Martino utilizó otro camino, el de sus propios discos, que se ponía una y otra vez tratando de sacar los acordes poco a poco, aprendiéndolos de nuevo como si fuera aquel niño al que sus padres le habían regalado una guitarra. Y así fue desenterrando su genio, que ya no era tan precoz.
Aquella batalla le llevó unos cuantos años. En 1984, comenzó a realizar con mayor intensidad largas e intensas sesiones de estudio escuchando aquellas históricas grabaciones y volvió a aprender a tocar su instrumento. Sus viejos discos se convirtieron en «viejos amigos que le ayudaron a recuperar la belleza y la honestidad de su música», dijo.
En 1987, tras años alejado de los estudios de grabación, sacó «The Return» (El Regreso). El nombre lo dice todo. Martino consiguió recuperar la forma, grabando de nuevo para Muse, Evidence y, finalmente, para el mítico sello Blue Note. Y volvió a ser uno de los mejores.



por

sábado, 16 de noviembre de 2013

Simon Leys: A propósito de Sartre



Hace doscientos cincuenta años, Samuel Johnson dijo con acierto: «A medida que el uso del tabaco disminuye, aumenta la insania». Los celosos funcionarios que han censurado, en los carteles de una exposición parisiense consagrada a Sartre, el tabaquismo de este último eliminando su perpetuo cigarrillo, lo único que han conseguido ha sido provocar la hilaridad de todo el planeta. Hasta la prensa de las antípodas se ha hecho eco de esta proeza, ya destacada en Londres por el TLS. Frívolo pretexto para hablar aquí de un gran escritor, pero mi propósito no es muy serio.


Los pieles rojas del Lejano Oeste consideraban a los locos y a los idiotas criaturas inspiradas por Dios, y, como tales, les reservaban un lugar de honor en sus tribus. Parece que los franceses hacen lo propio con sus escritores ilustres: les toman por guías, les consultan sobre todos los problemas y, cuando estos oráculos se equivocan —cosa que les ocurre a menudo—, se les concede esa inmunidad de la que normalmente sólo gozan los niños pequeños y los pobres de espíritu.

Somerset Maugham, que conocía bien Francia y la amaba, aprobaba esta actitud y reprochaba a los ingleses que se la tomaran a risa: sólo un filisteo puede encontrar cómico tomarse el arte en serio.

En la biografía de los grandes hombres, una sola anécdota es a veces más reveladora que una montaña de información. En su edad madura, Sartre, por haber olvidado durante mucho tiempo pagar sus impuestos, recibió un día una reclamación colosal del Fisco. Consternado, se fue corriendo a casa de su madre, que pagó en su nombre aquella cuenta espantosa. ¿Hubo hipocresía en ello por parte de ese perdonavidas de las hipocresías burguesas? En absoluto. Sólo dio muestras de esa espléndida irresponsabilidad que a menudo es la marca y el atributo de las inteligencias inspiradas. «El Cielo me ha dado mi genio —escribía el inmenso poeta Li Po, cuando tiraba su fortuna por la ventana—, ¡tiene que servir para algo!».

La irresponsabilidad —que es otro nombre de la felicidad— constituye un privilegio denegado a la gente trabajadora y concienzuda, pobres diablos sobre cuyos hombros descansa la marcha más o menos positiva de este bajo mundo. En el fondo, la vida de Sartre fue una permanente comedia fantástica: no hay posición más divertida, más seductora, más original —y, en definitiva, mejor recompensada— que la del disidente en el seno de una sociedad tolerante, estable y próspera. No obstante, por placentero que sea, este lujo es efímero. En una carta a Virginia Woolf, John Maynard Keynes profetizaba la muerte de Occidente: las nuevas generaciones quieren disfrutar de todas las ventajas que les ha proporcionado el mundo de sus padres, pero sin pagar ningún precio, como sería cultivar los valores en que se fundamentaba este mundo. Esta situación no puede durar; salta a la vista.

Pero estas cuestiones me sobrepasan. Si he vuelto a la lectura de Sartre es por una razón estrambótica: mientras rehacía mi tercer tomo de La Mer dans la littérature française 9 lo releí desde un punto de vista marino. Esta perspectiva es evidentemente absurda (lo que no le quita nada de su encanto): a Sartre le horrorizaba la Naturaleza, rasgo que comparte, por otra parte, con Baudelaire (para quien sólo contaban la Ciudad y el Artificio; y tres inmortales poemas marinos no deben llamarnos a engaño al respecto); ahora bien, el mar es la naturaleza llevada al paroxismo. No es de extrañar que mi pesca no haya reportado gran cosa. He aquí el modesto botín:

1. Algunos paisajes marinos en La náusea: observaciones raras y breves, pero cuya fuerza de evocación hace pensar en esos fragmentos de paisaje que forman el fondo de algunas telas de Degas. A éste tampoco le gustaba la Naturaleza, y sin embargo le debemos algunas de las sensaciones paisajísticas más agudas de todo el impresionismo.

2. Natación en el Mediterráneo: de vacaciones en la Costa Azul, Sartre describe en una carta cómo, cuando nada, enseguida le domina una insoportable angustia ante la idea de que los cangrejos vengan a comerle el vientre, y ha de regresar cada vez a la orilla presa del pánico.

3. En Saint-Malo, el hecho de orinarse sobre la tumba de Chateaubriand: Simone de Beauvoir ha contado este antiperegrinaje al Grand-Bé, y Mauriac comentó de forma memorable esta «micción sartriana», y el giro que supone para la historia de la sensibilidad literaria. Pero ¿de veras estaba Sartre deshonrando a Chateaubriand? Lo dicho al final de su vida hace dudar de ello: «Ser escritor es alcanzar la esencia del arte de escribir, me refiero a los verdaderos escritores, Chateaubriand, por ejemplo, o Proust». El genio de escribir comporta el riesgo espléndido que se toma uno con las palabras: «Hay frases de Chateaubriand para las que hace falta realmente valor».10
La verdad raras veces es pura, decía Oscar Wilde, y nunca simple.




Notas

9 Simon Leys, T. 2, París, Plon, 2003.

10 Simone de Beauvoir; «Entrevistas con Jean-Paul Sartre, agosto-septiembre de 1979», en La ceremonia de los adioses, París, Gallimard, 1981.


En La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas
Título original: Le bonheur des petits poisons
Traductor: Monreal Salvador, José Ramón
©2008, Simon Leys

jueves, 7 de noviembre de 2013

Octavio Paz: Pasado en claro





A Roman Jakobson


Oídos con el alma,
pasos mentales más que sombras,
sombras del pensamiento más que pasos,
por el camino de ecos
que la memoria inventa y borra:
sin caminar caminan
sobre este ahora, puente
tendido entre una letra y otra.
Como llovizna sobre brasas
dentro de mí los pasos pasan
hacia lugares que se vuelven aire.
Nombres: en una pausa
desaparecen, entre dos palabras.
El sol camina sobre los escombros
de lo que digo, el sol arrasa los parajes
confusamente apenas
amaneciendo en esta página,
el sol abre mi frente,
balcón al voladero
dentro de mí.

Me alejo de mí mismo,
sigo los titubeos de esta frase,
senda de piedras y de cabras.
Relumbran las palabras en la sombra.
Y la negra marea de las sílabas
cubre el papel y entierra
sus raíces de tinta
en el subsuelo del lenguaje.
Desde mi frente salgo a un mediodía
del tamaño del tiempo.
El asalto de siglos del baniano
contra la vertical paciencia de la tapia
es menos largo que esta momentánea
bifurcación del pensamiento
entre lo presentido y lo sentido.
Ni allá ni aquí: por esa linde
de duda, transitada
sólo por espejeos y vislumbres,
donde el lenguaje se desdice,
voy al encuentro de mí mismo.
La hora es bola de cristal.
Entro en un patio abandonado:
aparición de un fresno.
Verdes exclamaciones
del viento entre las ramas.
Del otro lado está el vacío.
Patio inconcluso, amenazado
por la escritura y sus incertidumbres.
Ando entre las imágenes de un ojo
desmemoriado. Soy una de sus imágenes.
El fresno, sinuosa llama líquida,
es un rumor que se levanta
hasta volverse torre hablante.
Jardín ya matorral: su fiebre inventa bichos
que luego copian las mitologías.
Adobes, cal y tiempo:
entre ser y no ser los pardos muros.
Infinitesimales prodigios en sus grietas:
el hongo duende, vegetal Mitrídates,
la lagartija y sus exhalaciones.
Estoy dentro del ojo: el pozo
donde desde el principio un niño
está cayendo, el pozo donde cuento
lo que tardo en caer desde el principio,
el pozo de la cuenta de mi cuento
por donde sube el agua y baja
mi sombra.

El patio, el muro, el fresno, el pozo
en una claridad en forma de laguna
se desvanecen. Crece en sus orillas
una vegetación de transparencias.
Rima feliz de montes y edificios,
se desdobla el paisaje en el abstracto
espejo de la arquitectura.
Apenas dibujada,
suerte de coma horizontal (-)
entre el cielo y la tierra,
una piragua solitaria.
Las olas hablan nahua.
Cruza un signo volante las alturas.
Tal vez es una fecha, conjunción de destinos:
el haz de cañas, prefiguración del brasero.
El pedernal, la cruz, esas llaves de sangre
¿alguna vez abrieron las puertas de la muerte?
La luz poniente se demora,
alza sobre la alfombra simétricos incendios,
vuelve llama quimérica
este volumen lacre que hojeo
(estampas: los volcanes, los cúes y, tendido,
manto de plumas sobre el agua,
Tenochtitlán todo empapado en sangre).
Los libros del estante son ya brasas
que el sol atiza con sus manos rojas.
Se rebela el lápiz a seguir el dictado.
En la escritura que la nombra
se eclipsa la laguna.
Doblo la hoja. Cuchicheos:
me espían entre los follajes
de las letras.

Un charco es mi memoria.
Lodoso espejo: ¿dónde estuve?
Sin piedad y sin cólera mis ojos
me miran a los ojos
desde las aguas turbias de ese charco
que convocan ahora mis palabras.
No veo con los ojos: las palabras
son mis ojos. vivimos entre nombres;
lo que no tiene nombre todavía
no existe: Adán de lodo,
No un muñeco de barro, una metáfora.
Ver al mundo es deletrearlo.
Espejo de palabras: ¿dónde estuve?
Mis palabras me miran desde el charco
de mi memoria. Brillan,
entre enramadas de reflejos,
nubes varadas y burbujas,
sobre un fondo del ocre al brasilado,
las sílabas de agua.
Ondulación de sombras, visos, ecos,
no escritura de signos: de rumores.
Mis ojos tienen sed. El charco es senequista:
el agua, aunque potable, no se bebe: se lee.
Al sol del altiplano se evaporan los charcos.
Queda un polvo desleal
y unos cuantos vestigios intestados.
¿Dónde estuve?

Yo estoy en donde estuve:
entre los muros indecisos
del mismo patio de palabras.
Abderramán, Pompeyo, Xicoténcatl,
batallas en el Oxus o en la barda
con Ernesto y Guillermo. La mil hojas,
verdinegra escultura del murmullo,
jaula del sol y la centella
breve del chupamirto: la higuera primordial,
capilla vegetal de rituales
polimorfos, diversos y perversos.
Revelaciones y abominaciones:
el cuerpo y sus lenguajes
entretejidos, nudo de fantasmas
palpados por el pensamiento
y por el tacto disipados,
argolla de la sangre, idea fija
en mi frente clavada.
El deseo es señor de espectros,
somos enredaderas de aire
en árboles de viento,
manto de llamas inventado
y devorado por la llama.
La hendedura del tronco:
sexo, sello, pasaje serpentino
cerrado al sol y a mis miradas,
abierto a las hormigas.

La hendedura fue pórtico
del más allá de lo mirado y lo pensado:
allá dentro son verdes las mareas,
la sangre es verde, el fuego verde,
entre las yerbas negras arden estrellas verdes:
es la música verde de los élitros
en la prístina noche de la higuera;
-allá dentro son ojos las yemas de los dedos,
el tacto mira, palpan las miradas,
los ojos oyen los olores;
-allá dentro es afuera,
es todas partes y ninguna parte,
las cosas son las mismas y son otras,
encarcelado en un icosaedro
hay un insecto tejedor de música
y hay otro insecto que desteje
los silogismos que la araña teje
colgada de los hilos de la luna;
-allá dentro el espacio
en una mano abierta y una frente
que no piensa ideas sino formas
que respiran, caminan, hablan, cambian
y silenciosamente se evaporan;
-allá dentro, país de entretejidos ecos,
se despeña la luz, lenta cascada,
entre los labios de las grietas:
la luz es agua, el agua tiempo diáfano
donde los ojos lavan sus imágenes;
-allá dentro los cables del deseo
fingen eternidades de un segundo
que la mental corriente eléctrica
enciende, apaga, enciende,
resurrecciones llameantes
del alfabeto calcinado;
-no hay escuela allá dentro,
siempre es el mismo día, la misma noche siempre,
no han inventado el tiempo todavía,
no ha envejecido el sol,
esta nieve es idéntica a la yerba,
siempre y nunca es lo mismo,
nunca ha llovido y llueve siempre,
todo está siendo y nunca ha sido,
pueblo sin nombre de las sensaciones,
nombres que buscan cuerpo,
impías transparencias,
jaulas de claridad donde se anulan
la identidad entre sus semejanzas,
la diferencia en sus contradicciones.
La higuera, sus falacias y su sabiduría:
prodigios de la tierra
-fidedignos, puntuales, redundantes-
y la conversación con los espectros.
Aprendizajes con la higuera:
hablar con vivos y con muertos.
También conmigo mismo.

La procesión del año:
cambios que son repeticiones.
El paso de las horas y su peso.
La madrugada: más que luz, un vaho
de claridad cambiada en gotas grávidas
sobre los vidrios y las hojas:
el mundo se atenúa
en esas oscilantes geometrías
hasta volverse el filo de un reflejo.
Brota el día, prorrumpe entre las hojas
gira sobre sí mismo
y de la vacuidad en que se precipita
surge, otra vez corpóreo.
El tiempo es luz filtrada.
Revienta el fruto negro
en encarnada florescencia,
la rota rama escurre savia lechosa y acre.
Metamorfosis de la higuera:
si el otoño la quema, su luz la transfigura.
Por los espacios diáfanos
se eleva descarnada virgen negra.
El cielo es giratorio lapizlázuli:
viran au ralenti, sus continentes,
insubstanciales geografías.
Llamas entre las nieves de las nubes.
La tarde más y más es miel quemada.
Derrumbe silencioso de horizontes:
la luz se precipita de las cumbres,
la sombra se derrama por el llano.

A la luz de la lámpara –la noche
ya dueña de la casa y el fantasma
de mi abuelo ya dueño de la noche-
yo penetraba en el silencio,
cuerpo sin cuerpo, tiempo
sin horas. Cada noche,
máquinas transparentes del delirio,
dentro de mí los libros levantaban
arquitecturas sobre una sima edificadas.
Las alza un soplo del espíritu,
un parpadeo las deshace.
Yo junté leña con los otros
y lloré con el humo de la pira
del domador de potros;
vagué por la arboleda navegante
que arrastra el Tajo turbiamente verde:
la líquida espesura se encrespaba
tras de la fugitiva Galatea;
vi en racimos las sombras agolpadas
para beber la sangre de la zanja:
mejor quebrar terrones
por la ración de perro del labrador avaro
que regir las naciones pálidas de los muertos;
tuve sed, vi demonios en el Gobi;
en la gruta nadé con la sirena
(y después, en el sueño purgativo,
fendendo i drappi, e mostravami’l ventre,
quel mí svegliò col puzzo che n’nuscia);
grabé sobre mi tumba imaginaria:
no muevas esta lápida,
soy rico sólo en huesos;
aquellas memorables
pecosas peras encontradas
en la cesta verbal de Villaurrutia;
Carlos Garrote, eterno medio hermano,
Dios te salve, me dijo al derribarme
y era, por los espejos del insomnio
repetido, yo mismo el que me hería;
Isis y el asno Lucio; el pulpo y Nemo;
y los libros marcados por las armas de Príapo,
leídos en las tardes diluviales
el cuerpo tenso, la mirada intensa.
Nombres anclados en el golfo
de mi frente: yo escribo porque el druida,
bajo el rumor de sílabas del himno,
encina bien plantada en una página,
me dio el gajo de muérdago, el conjuro
que hace brotar palabras de la peña.
Los nombres acumulan sus imágenes.
Las imágenes acumulan sus gaseosas,
conjeturales confederaciones.
Nubes y nubes, fantasmal galope
de las nubes sobre las crestas
de mi memoria. Adolescencia,
país de nubes.

Casa grande,
encallada en un tiempo
azolvado. La plaza, los árboles enormes
donde anidaba el sol, la iglesia enana
-su torre les llegaba a las rodillas
pero su doble lengua de metal
a los difuntos despertaba.
Bajo la arcada, en garbas militares,
las cañas, lanzas verdes,
carabinas de azúcar;
en el portal, el tendejón magenta:
frescor de agua en penumbra,
ancestrales petates, luz trenzada,
y sobre el zinc del mostrador,
diminutos planetas desprendidos
del árbol meridiano,
los tejocotes y las mandarinas,
amarillos montones de dulzura.
Giran los años en la plaza,
rueda de Santa Catalina,
y no se mueven.

Mis palabras,
al hablar de la casa, se agrietan.
Cuartos y cuartos, habitados
sólo por sus fantasmas,
sólo por el rencor de los mayores
habitados. Familias,
criaderos de alacranes:
como a los perros dan con la pitanza
vidrio molido, nos alimentan con sus odios
y la ambición dudosa de ser alguien.
También me dieron pan, me dieron tiempo,
claros en los recodos de los días,
remansos para estar solo conmigo.
Niño entre adultos taciturnos
y sus terribles niñerías,
niño por los pasillos de altas puertas,
habitaciones con retratos,
crepusculares cofradías de los ausentes,
niño sobreviviente
de los espejos sin memoria
y su pueblo de viento:
el tiempo y sus encarnaciones
resuelto en simulacros de reflejos.
En mi casa los muertos eran más que los vivos.
Mi madre, niña de mil años,
madre del mundo, huérfana de mí,
abnegada, feroz, obtusa, providente,
jilguera, perra, hormiga, jabalina,
carta de amor con faltas de lenguaje,
mi madre: pan que yo cortaba
con su propio cuchillo cada día.
Los fresnos me enseñaron,
bajo la lluvia, la paciencia,
a cantar cara al viento vehemente.
Virgen somnílocua, una tía
me enseñó a ver con los ojos cerrados,
ver hacia dentro y a través del muro.
Mi abuelo a sonreír en la caída
y a repetir en los desastres: al hecho, pecho.
(Esto que digo es tierra
sobre tu nombre derramada: blanda te sea.)
Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.
Hablamos siempre de otras cosas.
Mientras la casa se desmoronaba
yo crecía. Fui (soy) yerba, maleza
entre escombros anónimos.

Días
como una frente libre, un libro abierto.
No me multiplicaron los espejos
codiciosos que vuelven
cosas los hombres, número las cosas:
ni mando ni ganancia. La santidad tampoco:
el cielo para mí pronto fue un cielo
deshabitado, una hermosura hueca
y adorable. Presencia suficiente,
cambiante: el tiempo y sus epifanías.
No me habló dios entre las nubes:
entre las hojas de la higuera
me habló el cuerpo, los cuerpos de mi cuerpo.
Encarnaciones instantáneas:
tarde lavada por la lluvia,
luz recién salida del agua,
el vaho femenino de las plantas
piel a mi piel pegada: ¡súcubo!
-como si al fin el tiempo coincidiese
consigo mismo y yo con él,
como si el tiempo y sus dos tiempos
fuesen un solo tiempo
que ya no fuese tiempo, un tiempo
donde siempre es ahora y a todas horas siempre,
como si yo y mi doble fuesen uno
y yo no fuese ya.
Granada de la hora: bebí sol, comí tiempo.
Dedos de luz abrían los follajes.
Zumbar de abejas en mi sangre:
el blanco advenimiento.
Me arrojó la descarga
a la orilla más sola. Fui un extraño
entre las vastas ruinas de la tarde.
Vértigo abstracto: hablé conmigo,
fui doble, el tiempo se rompió.

Atónita en lo alto del minuto
la carne se hace verbo –y el verbo se despeña.
Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra,
es saberse mortal. Secreto a voces
y también secreto vacío, sin nada adentro:
no hay muertos, sólo hay muerte, madre nuestra.
Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:
el agua es fuego y en su tránsito
nosotros somos sólo llamaradas.
La muerte es madre de las formas…
El sonido, bastón de ciego del sentido:
escribo muerte y vivo en ella
por un instante. Habito su sonido:
es un cubo neumático de vidrio,
vibra sobre esta página,
desaparece entre sus ecos.
Paisajes de palabras:
los despueblan mis ojos al leerlos.
No importa: los propagan mis oídos.
Brotan allá, en las zonas indecisas
del lenguaje, palustres poblaciones.
Son criaturas anfibias, con palabras.
Pasan de un elemento a otro,
se bañan en el fuego, reposan en el aire.
Están del otro lado. No las oigo, ¿qué dicen?
No dicen: hablan, hablan.

Salto de un cuento a otro
por un puente colgante de once sílabas.
Un cuerpo vivo aunque intangible el aire,
en todas partes siempre y en ninguna.
Duerme con los ojos abiertos,
se acuesta entre las yerbas y amanece rocío,
se persigue a sí mismo y habla solo en los túneles,
es un tornillo que perfora montes,
nadador en la mar brava del fuego
es invisible surtidor de ayes
levanta a pulso dos océanos,
anda perdido por las calles
palabra en pena en busca de sentido,
aire que se disipa en aire.
¿Y para qué digo todo esto?
Para decir que en pleno mediodía
el aire se poblaba de fantasmas,
sol acuñado en alas,
ingrávidas monedas, mariposas.
Anochecer. En la terraza
oficiaba la luna silenciaria.
La cabeza de muerto, mensajera
de las ánimas, la fascinante fascinada
por las camelias y la luz eléctrica,
sobre nuestras cabezas era un revoloteo
de conjuros opacos. ¡Mátala!
gritaban las mujeres
y la quemaban como bruja.
Después, con un suspiro feroz, se santiguaban.
Luz esparcida, Psiquis…

¿Hay mensajeros? Sí,
cuerpo tatuado de señales
es el espacio, el aire es invisible
tejido de llamadas y respuestas.
Animales y cosas se hacen lenguas,
a través de nosotros habla consigo mismo
el universo. Somos un fragmento
-pero cabal en su inacabamiento-
de su discurso. Solipsismo
coherente y vacío:
desde el principio del principio
¿qué dice? Dice que nos dice.
Se lo dice a sí mismo. Oh madness of discourse,
that cause sets up with and against itself!

Desde lo alto del minuto
despeñado en la tarde plantas fanerógamas
me descubrió la muerte.
Y yo en la muerte descubrí al lenguaje.
El universo habla solo
pero los hombres hablan con los hombres:
hay historia. Guillermo, Alfonso, Emilio:
el corral de los juegos era historia
y era historia jugar a morir juntos.
La polvareda, el grito, la caída:
algarabía, no discurso.
En el vaivén errante de las cosas,
por las revoluciones de las formas
y de los tiempos arrastradas,
cada una pelea con las otras,
cada una se alza, ciega, contra sí misma.
Así, según la hora cae desen-
lazada, su injusticia pagan. (Anaximandro.)
La injusticia de ser: las cosas sufren
unas con otras y consigo mismas
por ser un querer más, siempre ser más que más.
Ser tiempo es la condena, nuestra pena es la historia.
Pero también es el lugar de prueba:
reconocer en el borrón de sangre
del lienzo de Verónica la cara
del otro-siempre el otro es nuestra víctima.
Túneles, galerías de la historia
¿sólo la muerte es puerta de salida?
El escape, quizás, es hacia dentro.
Purgación del lenguaje, la historia se consume
en la disolución de los pronombres:
ni yo soy ni yo más sino más ser sin yo.
En el centro del tiempo ya no hay tiempo,
es movimiento hecho fijeza, círculo
anulado en sus giros.

Mediodía:
llamas verdes los árboles del patio.
Crepitación de brasas últimas
entre la yerba: insectos obstinados.
Sobre los prados amarillos
claridades: los pasos de vidrio del otoño.
Una congregación fortuita de reflejos,
pájaro momentáneo,
entra por la enramada de estas letras.
El sol en mi escritura bebe sombra.
Entre muros –de piedra no:
por la memoria levantados-
transitoria arboleda:
luz reflexiva entre los troncos
y la respiración del viento.
El dios sin cuerpo, el dios sin nombre
que llamamos con nombres
vacíos –con los nombres del vacío-,
el dios del tiempo, el dios que es tiempo,
pasa entre los ramajes
que escribo. Dispersión de nubes
sobre un espejo neutro:
en la disipación de las imágenes
el alma es ya, vacante, espacio puro.
En quietud se resuelve el movimiento.
Insiste el sol, se clava
en la corola de la hora absorta.
Llama en el tallo de agua
de las palabras que la dicen,
la flor es otro sol.
La quietud en sí misma
se disuelve. Transcurre el tiempo
sin transcurrir. Pasa y se queda. Acaso,
aunque todos pasamos, no pasa ni se queda:
hay un tercer estado.

Hay un estar tercero:
el ser sin ser, la plenitud vacía,
hora sin horas y otros nombres
con que se muestra y se dispersa
en las confluencias del lenguaje
no la presencia: su presentimiento.
Los nombres que la nombran dicen: nada,
palabras de dos filos, palabra entre dos huecos.
Su casa, edificada sobre el aire
con ladrillos de fuego y muros de agua,
se hace y se deshace y es la misma
desde el principio. Es dios:
habita nombres que lo niegan.
En las conversaciones con la higuera
o entre los blancos del discurso,
en la conjuración de las imágenes
contra mis párpados cerrados
el desvarío de las simetrías,
los arenales del insomnio,
el dudoso jardín de la memoria
o en los senderos divagantes
era el eclipse de las claridades.
Aparecía en cada forma
de desvanecimiento.

Dios sin cuerpo,
con lenguajes de cuerpo lo nombraban
mis sentidos. Quise nombrarlo
con un nombre solar,
una palabra sin revés.
Fatigué el cubilete y el ars combinatoria.
Una sonaja de semillas secas
las letras rotas de los nombres:
hemos quebrantado a los nombres
hemos deshonrado a los nombres.
Ando en busca del nombre desde entonces.
Me fui tras un murmullo de lenguajes,
ríos entre los pedregales
color ferrigno de estos tiempos.
Pirámides de huesos, pudrideros verbales:
nuestros señores son gárrulos y feroces.
Alcé con las palabras y sus sombras
una casa ambulante de reflejos
torre que anda, construcción en viento.
El tiempo y sus combinaciones:
los años y los muertos y las sílabas,
cuentos distintos de la misma cuenta.
Espiral de los ecos, el poema
es aire que se esculpe y se disipa,
fugaz alegoría de los nombres
verdaderos. A veces la página respira:
los enjambres de signos, las repúblicas
errantes de sonidos y sentidos,
en rotación magnética se enlazan y dispersan
sobre el papel.

Estoy en donde estuve:
voy detrás del murmullo,
pasos dentro de mí, oídos con los ojos,
el murmullo es mental, yo soy mis pasos,
oigo las voces que yo pienso,
las voces que me piensan al pensarlas.
Soy la sombra que arrojan mis palabras.



México, FCE, 1975/1985

martes, 29 de octubre de 2013

Stéphane Mallarmé - La tumba de Charles Baudelaire



EL enterrado templo divulga por la boca
Sepulcral de la cloaca que escupe lodo
Y rubíes, abominablemente (algún ídolo Anubis
De hocico chamuscado cual esquivo ladrido

O si el reciente gas tuerce la turbia mecha
Que, sabemos, enjuga los oprobios sufridos,
Y huraño alumbra entonces en pubis inmortal
Cuyo vuelo se eclipsa según el reverbero.

¡Qué follaje secado en ciudades sin noche,
Podrá bendecir, votivo, y ella volver en vano
Ausentarse en el mármol de-Baudelaire!

Ausente con temblores del velo que la ciñe,
Ésta su Sombra, igual a un tutelar veneno
Que aun cuando nos mate debemos respirar.


Le tombeau de Charles Baudelaire

LE temple enseveli divulgue par la bouche
Sépulcrale d'égout bavant boue et rubis
Abominablement quelque idole Anubis
Tout le museau flambé comme un aboi farouche

Ou que le gaz récent torde la mèche louche
Essuyeuse on le sait des opprobres subis
Il allume hagard un immortel pubis
Dont le vol selon le réverbère découche

Quel feuillage séché dans les cités sans soir
Votif pourra bénir comme elle se rasseoir
Contre le marbre vainement de Baudelaire

Au voile qui la ceint absente avec frissons
Celle son Ombre même un poisont tutélaire
Toujours à respirer si nous en périssons.





En Homenajes y tumbas
Traducción: Federico Gorbea
Imagen: Paul Gauguin, retrato de Stéphane Mallarmé, 1891

sábado, 19 de octubre de 2013

Ernesto Sabato - Sofismas sobre literatura popular




Muchos admiran a Arlt por sus defectos, que creen sus virtudes. Pero es grande a pesar de ellos, a pesar de esa mala retórica de la que no tuvo tiempo de deshacerse. Hay en sus obras demasiada «literatura», lo que puede parecer incompatible para un hombre cuya única universidad fue la calle. Pero es que también en la calle hay retórica, y la peor. Una retórica que se adquiere leyendo la mala literatura de las radio-novelas y las crónicas deportivas o policiales de los diarios; allí donde se lee equino en lugar de caballo y precipitación pluvial en lugar de lluvia. Ya Stendhal se reía de los cursis que decían coursier en lugar del modesto, servicial y cotidiano cheval. Porque ha sido siempre rasgo característico de una mala educación literaria la idea de que el estilo consiste en emplear palabras grandiosas para reemplazar a las modestas palabras que empleamos todos los días. Y la mayor parte de la gente de la calle, que del mismo modo (y por motivos psicológicos idénticos), intenta imitar las modas de la alta sociedad que ve en las revistas, trata de emplear el lenguaje que considera distinguido, que no puede ser otro que el propalado por los diarios, la radio, la historieta y la televisión. De modo que el pueblo, sobre todo el de hoy (acondicionado monstruosamente por esos instrumentos masivos y centralizados) no es esa fresca y virginal fuente de toda sabiduría y de toda belleza que imaginan ciertos estéticos del populismo, sino el alumnado de una pésima universidad, envenenado por el folletín de la historieta o la fotonovela, por un cine para oficinistas y por una retórica para chicas semianalfabetas y cursis.

Acaso el pueblo, tal como existía en las primitivas comunidades, tenía un sentido profundo y verdadero del amor y la muerte, de la piedad y el heroísmo. Ese sentido profundo y verdadero que se manifestaba en la mitología, en sus cuentos folklóricos y leyendas, en la alfarería y en las danzas rituales. Cuando el pueblo estaba aún entrañablemente unido a los hechos esenciales de la existencia: al nacimiento y la muerte, a la salida y puesta del sol, a las cosechas y al comienzo de la adolescencia, al sexo y el sueño. Pero ahora ¿qué es, realmente, el pueblo? Y, sobre todo, ¿cómo puede tomárselo como piedra de toque de un arte genuino cuando está falsificado, cosificado y corrompido por la peor literatura y por un arte de bazar barato? Basta comparar la vulgaridad de cualquier estatuita fabricada en serie para el adorno del hogar o para una iglesia contemporánea con un icono popular o un fetiche africano para advertir el enorme foso que se ha abierto entre el pueblo y la belleza. En la tribu más salvaje del Amazonas o del África Central no encontraremos jamás la vulgaridad ni en sus potiches ni en sus vasijas ni en sus trajes que hoy nos rodean por todos lados.

Así llegamos a otra conclusión que podría parecer paradojal.

Y es que en nuestro tiempo sólo los grandes e insobornables artistas son los herederos del mito y de la magia, son los que guardan en el cofre de su noche y de su imaginación aquella reserva básica del ser humano, a través de estos siglos de bárbara enajenación que soportamos.
No es, en suma, el artista quien está deshumanizado, no es Van Gogh o Kafka quienes están deshumanizados, sino la humanidad, el público.


En El escritor y sus fantasmas

sábado, 12 de octubre de 2013

Arthur Rimbaud - Frases




Cuando el mundo se reduzca a un solo bosque negro para nuestros cuatro ojos asombrados, — a una playa para dos niños fieles, — a una casa musical para nuestra clara simpatía, — te encontraré.


No quede aquí abajo más que un viejo solo, tranquilo y hermoso, rodeado de «un lujo inaudito», — y abrazo tus rodillas.


Sea yo quien haya cumplido todos tus recuerdos, — ¿quién retrocede? Estamos muy alegres, — ¿quién se cae de ridículo? Cuando somos malísimos, — ¿qué harían con nosotros?


Engalánate, danza, ríe. — Nunca podré tirar el amor por la ventana.


— ¡Compañera mía, mendiga, niña monstruo! Qué poco te importan estas desdichas y estas maniobras, y mis apuros. Apégate a nosotros con tu voz imposible, ¡tu voz!, única aduladora
de esta vil desesperación.

Una mañana encapotada, en julio. Un sabor a ceniza revolotea por el aire; — un olor a madera que suda en el lar, — las flores maceradas — el saqueo de las avenidas — la llovizna de los
canales en los campos — ¿por qué no ya los juguetes y el incienso?


* * *

He tendido cuerdas de campanario en campanario; guirnaldas de ventana en ventana; cadenas de oro de estrella en estrella, y bailo.


* * *

El alto estanque humea de continuo. ¿Qué bruja va a salir por el poniente blanco? ¿Qué violentas frondosidades van a ponerse?


* * *

Mientras los fondos públicos se consumen en fiestas de fraternidad, repica una campana de fuego rosa en las nubes.


* * *

Avivando un agradable sabor a tinta china un polvo negro llueve suavemente sobre mi velada. — Amortiguo las luces de la araña, me tumbo en la cama, y vuelto hacia el lado de la sombra os veo, ¡niñas mías! ¡reinas mías!


* * *

En Iluminaciones
Traducción: Ramón Buenaventura