Oh, sí, era así, la vida de aquel niño había sido así, la vida había sido así en la isla pobre del barrio, unida por la pura necesidad, en medio de una familia inválida e ignorante, con su sangre joven y fragorosa, un apetito de vida devorador, una inteligencia arisca y ávida, y siempre un delirio jubiloso cortado por las bruscas frenadas que le infligía un mundo desconocido, dejándolo desconcertado pero rápidamente repuesto, tratando de comprender, de saber, de asimilar ese mundo que no conocía, y asimilándolo, sí, porque lo abordaba ávidamente, sin tratar de escurrirse en él, con buena voluntad pero sin bajeza y sin perder jamás una certeza tranquila, una seguridad, sí, puesto que era la seguridad de que conseguiría todo lo que quería y que nada, jamás, de este mundo y sólo de este mundo, le sería imposible, preparándose (y preparado también por la desnudez de su infancia) a encontrar su lugar en todas partes, porque no deseaba ningún lugar, sino sólo la alegría, los seres libres, la fuerza y todo lo que de bueno, de misterioso tiene la vida, y que no se compra ni se comprará jamás. Preparándose incluso, a fuerza de pobreza, a ser capaz un día de recibir dinero sin haberlo pedido nunca y sin someterse nunca a él, tal como era Jacques, ahora, a los cuarenta años, reinando sobre tantas cosas y al mismo tiempo seguro de ser menos que el más humilde, y nada, comparado con su madre. Sí, había vivido así entre los juegos del mar, del viento, de la calle, bajo el peso del verano y las lluvias intensas del breve invierno, sin padre, sin tradición transmitida, pero habiendo hallado durante un año, justo en el momento preciso, un padre, y avanzando a través de los seres y las cosas [ ],[177] en el conocimiento que iba adquiriendo para fabricar algo que se parecía a una conducta (suficiente en ese momento, dadas las circunstancias que se le presentaban, insuficiente más tarde frente al cáncer del mundo) y para crearse su propia tradición.
¿Pero era aquello todo, aquellos gestos, aquellos juegos, aquella
audacia, aquel ardor, la familia, la lámpara de petróleo y la escalera
negra, las palmas al viento, el nacimiento y el bautismo en el mar, y
para terminar, esos veranos oscuros y laboriosos? Había eso, oh, sí, era
así, pero había también la parte oscura del ser, lo que durante todos
esos años se había agitado sordamente en él como esas aguas profundas
que debajo de la tierra, en el fondo de los laberintos rocosos, nunca
han visto la luz del sol y, sin embargo, reflejan un resplandor sordo
que no se sabe de dónde viene, aspirado tal vez por el centro enrojecido
de la tierra, a través de capilares pedregosos, hacia el aire negro de
esos antros ocultos y de los que unos vegetales pegajosos y
[comprimidos] siguen extrayendo su alimento para vivir allí donde toda
vida parecía imposible. Y ese movimiento ciego que nunca había cesado,
que experimentaba aún ahora, fuego negro enterrado en él como uno de
esos fuegos apagados en la superficie pero que en el interior siguen
ardiendo, desplazando las fisuras y las torpes agitaciones vegetales, de
suerte que la superficie fangosa tiene los mismos movimientos que la
turba de los pantanos, y de esas ondulaciones espesas e insensibles
seguían naciendo en él, día tras día, los más violentos y terribles de
sus deseos, así como sus angustias desérticas, sus nostalgias más
fecundas, sus bruscas exigencias de desnudez y sobriedad, su aspiración a
no ser nada, sí, ese movimiento oscuro a lo largo de todos estos años
estaba de acuerdo con aquel inmenso país que lo rodeaba, cuyo peso,
siendo niño, había sentido, con el inmenso mar delante, y detrás ese
espacio interminable de montañas, mesetas y desierto que llamaban el
interior, y, entre ambos, el peligro permanente del que nadie hablaba
porque parecía natural, pero que Jacques percibía cuando, en la pequeña
finca de Birmandreis, con sus habitaciones abovedadas y sus paredes
encaladas, la tía recorría los cuartos en el momento de acostarse para
ver si estaban bien corridos los cerrojos de los postigos de gruesa
madera maciza, país donde se sentía como si allí lo hubieran arrojado,
como si fuera el primer habitante o el primer conquistador,
desembarcando allí donde todavía reinaba la ley de la fuerza y la
justicia estaba hecha para castigar implacablemente lo que las
costumbres no habían podido evitar, y alrededor aquellos hombres
atrayentes e inquietantes, cercanos y alejados, con los que uno se
codeaba a lo largo del día, y a veces nacía la amistad o la camaradería,
pero al caer la noche se retiraban a sus casas desconocidas, donde no
se entraba nunca, parapetados con sus mujeres, a las que jamás se veía, o
si se las veía en la calle, no se sabía quiénes eran, con el velo
cubriendo la mitad del rostro y los hermosos ojos sensuales y dulces por
encima de la tela blanca, y eran tan numerosos en los barrios donde
estaban concentrados, tan numerosos, que simplemente por su cantidad,
aunque resignados y cansados, hacían planear una amenaza invisible que
se husmeaba en el aire de las calles ciertas noches en que estallaba una
pelea entre un francés y un árabe, de la misma manera que hubiera
estallado entre dos franceses o entre dos árabes, pero no era recibida
de la misma manera, y los árabes del barrio, con sus monos de un azul
desteñido o sus chilabas miserables, se acercaban lentamente, desde
todas partes, con un movimiento continuo, hasta que la masa poco a poco
aglutinada expulsaba de su espesor, sin violencia, por el movimiento
mismo que lo reunía, a los pocos franceses atraídos por algunos testigos
de la pelea, y el francés que luchaba, retrocediendo, se encontraba de
pronto frente a su adversario y a una multitud de rostros sombríos y
cerrados que le hubieran despojado de todo su coraje si justamente no se
hubiese criado en ese país y no supiera que sólo el coraje permitía
vivir en él, y entonces hacía frente a esa multitud amenazadora y que,
no obstante, no amenazaba a nadie salvo con su presencia, y el
movimiento que no podía evitar, y la mayor parte del tiempo eran ellos
los que sujetaban al árabe que luchaba con furia y embriaguez, para que
se marchase antes de que llegaran los guardias, que se presentaban al
poco de llamarlos, y se llevaban sin discusión a los adversarios, que
pasaban maltrechos bajo las ventanas de Jacques, rumbo a la comisaría.
«Pobres», decía su madre viendo a los dos hombres sólidamente sujetos y
empujados por los hombros, y después por la calle rondaban la amenaza,
la violencia, el miedo para el niño, secándole la garganta con una
angustia desconocida. Aquella noche en él, sí, aquellas raíces oscuras y
enmarañadas que lo ataban a esa tierra espléndida y aterradora, a sus
días ardientes y a sus noches rápidas que embargaban el alma, y que
había sido como una segunda vida, más verdadera quizá bajo las
apariencias cotidianas de la primera y cuya historia estaba hecha de una
serie de deseos oscuros y de sensaciones poderosas e indescriptibles,
el olor de las escuelas, de las caballerizas del barrio, de la lejía en
las manos de su madre, de los jazmines y la madreselva en los barrios
altos, de las páginas del diccionario y de los libros devorados, y el
olor agrio de los retretes de su casa o de la quincallería, el de las
grandes aulas frías, donde a veces entraba solo, antes o después de las
clases, el calor de sus compañeros preferidos, el olor a lana caliente y
a deyecciones que arrastraba Didier, o el del agua de colonia con que
la madre de Marconi, el alto, lo rociaba abundantemente y que le daba
ganas, en el banco de su clase, de acercarse todavía más a su amigo, el
perfume del lápiz de labios que Pierre había robado a una de sus tías y
que olían entre ellos, perturbados e inquietos como los perros que
entran en una casa donde ha pasado una hembra perseguida, imaginando que
la mujer era ese bloque de perfume dulzón de bergamota y crema que, en
el mundo brutal de gritos, transpiración y polvo, les traía la
revelación de un universo refinado y delicado, con su indecible
seducción, del que ni siquiera las groserías que lanzaban a propósito
del lápiz de labios llegaba a defenderlos, y el amor de los cuerpos
desde su más tierna infancia, de su belleza, que le hacía reír de
felicidad en las playas, de su tibieza, que lo atraía constantemente,
sin idea precisa, animalmente, no para poseerlos, cosa que no sabía
hacer, sino simplemente para entrar en su irradiación, apoyar su hombro
contra el hombro del compañero y casi desfallecer cuando la mano de una
mujer en un tranvía atestado tocaba durante un momento la suya, el
deseo, sí, de vivir, de vivir aún más, de mezclarse a lo que de más
cálido tenía la tierra, lo que sin saberlo esperaba de su madre y que no
obtenía o tal vez no se atrevía a obtener y que encontraba en el perro Brillant cuando
se tendía junto a él al sol y respiraba su fuerte olor a pelos, o en
los olores más fuertes o más animales en los que el calor terrible de la
vida se conservaba, pese a todo, para él, y del que no podía
prescindir.
De esa oscuridad que había en Jacques, nacía ese ardor hambriento, esa
locura de vivir que siempre lo había habitado y que aún hoy conservaba
su ser intacto, haciendo simplemente más amargo —en medio de su familia
recuperada y frente a las imágenes de su infancia— el sentimiento de
pronto terrible de que el tiempo de la juventud huía, como aquella mujer
a la que había querido, oh sí, la había querido con un gran amor de
todo corazón y también del cuerpo, sí, el deseo era imperial con ella, y
el mundo, cuando se retiraba de ella con un gran grito mudo, en el
momento del goce, recuperaba su orden ardiente, y la había querido a
causa de su belleza y su locura de vivir, generosa y desesperada, que le
hacía negar, negar que el tiempo pasara, aunque supiese que estaba
pasando en ese mismo momento, por no querer que se dijera de ella un día
que aún era joven, sino al contrario, seguir siendo joven, y que
estalló en sollozos cuando él le dijo riendo que la juventud pasaba y
que los días declinaban: «Oh no, no», decía ella bañada en lágrimas,
«amo tanto el amor», e inteligente y superior en tantos sentidos, tal
vez justamente porque era realmente inteligente y superior, rechazaba el
mundo tal como el mundo era. Como aquellos días en que, al volver ella
de una breve estancia en el país donde había nacido, y de esas visitas
fúnebres a las tías, de quienes le decían: «Es la última vez que las
ves», y en efecto, veía sus caras, sus cuerpos, sus ruinas, y quería
irse gritando, o a las cenas de familia en torno a un mantel bordado por
una bisabuela muerta desde hacía mucho tiempo y en la que nadie
pensaba, salvo ella, que pensaba en su bisabuela joven, en sus placeres,
en sus ganas de vivir, como ella, maravillosamente bella en el
esplendor de su juventud, y todo el mundo le hacía cumplidos en aquella
mesa alrededor de la cual se desplegaban en las paredes los retratos de
mujeres jóvenes y bellas, las mismas que le hacían cumplidos, ahora
decrépitas y cansadas. Entonces, con la sangre inflamada, quería huir,
huir a un país donde nadie envejeciera ni muriera, donde la belleza
fuese imperecedera, la vida siempre salvaje y resplandeciente, y ese
país no existía; al regresar lloraba con amargura en sus brazos y él la
amaba desesperadamente.
Y Jacques también, quizá más que ella, porque había nacido en una tierra
sin abuelos y sin memoria, donde la aniquilación de los que lo habían
precedido era aún más absoluta y la vejez no encontraba ninguno de los
auxilios de la melancolía que recibe en los países de civilización [ ],[178]
él, como el filo de una navaja solitaria y siempre vibrante, destinada a
quebrarse de un golpe y para siempre, la pura pasión de vivir
enfrentada con la muerte total, él sentía hoy que la vida, la juventud,
los seres se le escapaban, sin poder salvar nada de ellos, abandonado a
la única esperanza ciega de que esa fuerza oscura que durante tantos
años lo había alzado por encima de los días, alimentado sin medida,
igual que las circunstancias más duras, le diese también, y con la misma
generosidad infatigable con que le diera sus razones para vivir,
razones para envejecer y morir sin rebeldía.
Notas[177] Una palabra ilegible.
[178] Una palabra ilegible.
MC falleció prematuramente en 1960 en un accidente de tránsito, poco después de declarar a un periodista: «Mi obra aún no ha empezado». El primer hombre es una novela póstuma, en la que trabajaba cuando le sorprendió la muerte. El manuscrito fue encontrado en una bolsa entre los restos del vehículo. Permaneció inédito hasta la primavera de 1994.
Título original: Le premier homme
Trad. Aurora Bernárdez (1994)
Foto: MC Paris 1956 © Henri Cartier-Bresson/Magnum Photos