No sé si has reflexionado sobre esta cosa extraña que es el yo. Cambia a medida que se lo observa, como cuando fijas la mirada en las nubes del cielo, tumbado en la hierba. Al principio se asemejan a un camello, luego a una mujer, y por último se transforman en un anciano de luenga barba. Nada sin embargo es fijo, puesto que en un abrir y cerrar de ojos vuelven a cambiar de forma.
Es como cuando vas al retrete de una casa vieja y observas las paredes
con manchones. Vas allí todos los días, pero las manchas, por más que
sean antiguas, cambian en cada ocasión. La primera vez, distingues un
rostro humano, luego un perro muerto, desventrado. La vez siguiente se
transforman en un árbol bajo el cual una chiquilla monta un jamelgo
enjuto. Diez o quince días más tarde, tal vez varios meses después, una
mañana, estás estreñido y descubres de repente que las manchas de agua
han vuelto a tomar la forma de un rostro humano.
Echado en la cama, miras al techo. La sombra de la lámpara transforma
también el blanco techo. Si concentras tu atención en tu yo, te das
cuenta de que se aleja paulatinamente de la imagen que te es familiar,
que se multiplica y reviste rostros que te asombran. Es por ello por lo
que me sentiría presa de un terror irreprimible si tuviera que expresar
la naturaleza esencial de mi yo. No sé cuál de mis múltiples rostros me
representa mejor y, cuanto más los observo, más evidentes me parecen sus
transformaciones. Finalmente, sólo queda la sorpresa.
También puedes esperar, esperar que las manchas de agua en la pared
retornen a su forma original, se vuelvan de nuevo un rostro humano,
puedes también desear que un día tu imagen adquiera tal o cual forma.
Pero por experiencia sé que cuanto más tiempo pasa, menos evoluciona
esta imagen según tus deseos y que, a menudo, por el contrario, se
vuelve monstruosa. No puedes ya aceptarla, pero, como se trata de tu yo,
al final no te queda más remedio que hacerlo.
Un día vi la foto pegada en mi carnet de autobús que había dejado sobre
la mesa. En un primer momento, encontré mi sonrisita más bien agradable,
pero acto seguido me pareció más exactamente burlona, un tanto altanera
y fría, delatando cierto amor propio mezclado con no poca
autosatisfacción, indicaba que me tomaba por un personaje superior. En
realidad, percibí en ella una especie de afectación acompañada de una
expresión de gran soledad y de vago terror; no era en absoluto el rostro
de un triunfador. Podía leerse amargura en ella. Por supuesto que no
podía haber en ella la vaga sonrisa habitual que nace de la felicidad
involuntaria, sino que era más bien una expresión de duda ante la
felicidad. Eso se volvía un poco aterrador e incluso inútil. La
sensación de caer sin que pueda encontrarse ningún asidero seguro. Nunca
más he querido volver a ver esa foto.
A continuación, me puse a observar a los demás, pero al hacerlo,
descubría que ese yo detestable y omnipresente también se entrometía,
sin poder dejar de intervenir en la percepción del rostro ajeno. Era
algo lamentable: cuando observaba a otra persona, continuaba
observándome yo mismo. Buscaba rostros que me gustaran, o una expresión
que me resultase aceptable. Si un rostro no conseguía emocionarme, si no
conseguía encontrar gentes con las que identificarme entre los que
pasaban por delante de mí, los observaba, pues, sin verles. En una sala
de espera, en un vagón de tren, en la cubierta de una embarcación, en
una fonda o en un parque, o incluso dando un paseo por la calle, no
elegía más que los rostros o las siluetas próximas a aquellos que me
resultaban familiares y en los que buscaba algún indicio que pudiera
hacer resurgir un recuerdo enterrado. Cuando observo a los otros, los
considero como espejos que me devuelven mi propia imagen y esta
observación depende enteramente de mi estado de ánimo del momento.
Incluso cuando miro a una muchacha, trato de aprehenderla con mis
propios sentidos, la imagino con mi propia experiencia antes de formular
un juicio. Mi comprensión del prójimo, incluidas las mujeres, es de
hecho superficial y arbitraria. A través de mi mirada, las mujeres no
son nada más que meras ilusiones que me he creado yo mismo y que utilizo
para mistificarme. Esto me entristece. Por eso mis relaciones con las
mujeres conducen siempre, en última instancia, al fracaso. Y a la
inversa, si fuera yo una mujer, no por ello me costaría menos el
contacto con los hombres. El problema radica en la toma de conciencia
interior de mi yo, ese monstruo que me atormenta sin cesar. El amor
propio, la autodestrucción, la reserva, la arrogancia, la satisfacción y
la tristeza, los celos y el odio, provienen de él, el yo es de hecho la
fuente de la desdicha de la humanidad. ¿Acaso la solución a esta
desdicha tiene que pasar por el ahogo del yo consciente?
He aquí porqué Buda enseñó la iluminación: todas las imágenes son mentiras, la ausencia de imagen también lo es.
En La montaña del alma
Traducción de Liao Yanping y José Ramón Monreal
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