El 16 de junio de 2004 se cumplieron cien años de Bloomsday, probablemente el día más famoso, y ciertamente el más largo, de la literatura. El 16 de junio de 1904 transcurre el Ulises de Joyce, día que recorremos hora por hora —por momentos, minuto a minuto— siguiendo las andanzas del protagonista, Leopold Bloom, y de otros dos personajes centrales, Stephen Dedalus y Molly Bloom. Se ha hecho costumbre celebrarlo en Dublín, donde transcurre la novela, recreando el día en sus mínimos detalles, lo cual implica, entre otras cosas, desayunar riñón de cerdo a las ocho de la mañana, concurrir al pub Davy Byrne's a la una y a las tres atravesar la ciudad en carruaje. En otras latitudes se sostienen maratones de lectura, para comprobar, ente otras cosas, si es cierto que la novela transcurre en tiempo real, o sea, si las 24 horas de su acción requieren de 24 horas de lectura corrida. Pero nosotros, en la Argentina, tenemos algo adicional que festejar. El Ulises es, con toda probabilidad, la novela extranjera que más ha influido en nuestra narrativa, y por momentos se siente tan nuestra como si la hubiéramos escrito aquí. De hecho, no hemos dejado de hacerlo.
El Ulises se publica en París en 1922, y su recorrido por nuestra
literatura comienza, como era de esperarse, por Borges, quien ya en
1925 temerariamente afirma "soy el primer aventurero hispánico que ha
arribado al libro de Joyce" (el año anterior había intentado lo que bien
puede ser la primera versión española del texto, una versión aporteñada
del final del monólogo de Molly Bloom). Borges dice acercarse al Ulises con
"la vaga intensidad que hubo en los viajadores antiguos al descubrir
tierra que era nueva a su asombro errante", y se apura a anticipar la
respuesta a la pregunta que indefectiblemente se le hace a todo lector
de esta novela infinita: "¿La leíste toda?". Borges contesta que
no, pero que aun así sabe lo que es, de la misma manera en que puede
decir que conoce una ciudad sin haber recorrido cada una de sus calles. La respuesta de Borges, más que una boutade, es la perspicaz exposición de un método: el Ulises efectivamente
debe leerse como se camina una ciudad, inventando recorridos, volviendo
a veces sobre las mismas calles, ignorando otras por completo. De
manera análoga, un escritor no puede ser influido por todo el Ulises, sino por alguno de sus capítulos, o alguno de sus aspectos.
Borges no imita los estilos y las técnicas de Joyce, pero ese Borges de
veinticinco años queda fascinado por la magnitud de la empresa joyceana,
por la concepción de un libro total: el libro de arena, la biblioteca
de Babel, el poema "La tierra" que Carlos Argentino Daneri intenta
escribir en "El Aleph" surgen de la fascinación de Borges con la novela
de Joyce, que (como los poemas totales de Dante o Whitman, como el Polyolbion de Michael Drayton) sugiere la posibilidad de poner toda la realidad en un libro. En sus últimos años, seguía siendo lo que más lo atraía: "Se entiende que el Ulises es
una especie de microcosmos, ¿no? y abarca el mundo... aunque desde
luego es bastante extenso, no creo que nadie lo haya leído. Mucha gente
lo ha analizado. Ahora, en cuanto a leer el libro desde el principio
hasta el fin, no sé si alguien lo ha hecho", dijo en alguna de sus
conversaciones con Osvaldo Ferrari. Lo propio de Borges, especialmente
cuando se enfrenta con magnitudes inabarcables como el universo o la
eternidad, es la condensación. Procede por metáfora o metonimia, nunca
por acumulación. En el Ulises Joyce expande los hechos de un día a
700 páginas, en "El inmortal" Borges comprime los de 2800 años en diez.
Frente a la ambición de Daneri, "Borges" (el personaje Borges de "El
Aleph") da cuenta del aleph en un párrafo, cuya eficacia radica en
sugerir la vastedad del aleph y lo imposible de la empresa de ponerlo en
palabras. Joyce, en cambio, si bien con más talento, hubiera procedido
como Daneri. "Su tesonero examen de las minucias más irreducibles que
forman la conciencia obliga a Joyce a restañar la fugacidad temporal y a
diferir el movimiento del tiempo con un gesto apaciguador, adverso a la
impaciencia de picana que hubo en el drama inglés y que encerró la vida
de sus héroes en la atropellada estrechura de algunas horas populosas.
Si Shakespeare —según su propia metáfora— puso en la vuelta de un reloj
de arena las proezas de los años, Joyce invierte el procedimiento y
despliega la única jornada de su héroe sobre muchas jornadas del
lector."
Joyce y Borges tenían estilos casi contrapuestos (si es que puede atribuirse un estilo a Joyce), los que Borges denominaría, en su Evaristo Carriego,
el "estilo de la realidad", "propio de la novela", minucioso,
incesante, omnívoro —el joyceano por excelencia— y el que Borges
cultivaría, el "del recuerdo", que tiende a la simplificación y a la
economía de los hechos y del lenguaje. "La noche nos agrada porque
suprime los ociosos detalles, como el recuerdo", agrega en "Nueva
refutación del tiempo", y "La noche que en el sur lo velaron" contiene
las líneas "la noche / que de la mayor congoja nos libra / la prolijidad
de lo real". Lo que Borges denomina "el estilo de la realidad" es por
supuesto el estilo de la percepción, que define la estética de la novela
realista y alcanza su paroxismo en el nouveau roman. Frente a la
descripción sistemática y orgánicamente trabada que intenta quien tiene
o simula tener el modelo antes sus ojos, lo propio de la memoria
—memoria de la cual el olvido no es su opuesto sino un mecanismo
fundamental, el componente creativo por excelencia— es "la perduración
de rasgos aislados". Salvo, por supuesto, que uno sea Funes: su memoria
carece de olvido y lo haría incapaz de escribir cuentos. Esta lógica
borgeana excluye, por supuesto, a Proust, para quien los recuerdos son
más vívidos y minuciosos —y sobre todo más intensos, vibrantes de
intensidad casi visionaria— que lo que se tiene ante los ojos. "Funes el memorioso" puede, de hecho, ser leído como la broma de Borges sobre Proust (escritor del que raramente habla).
Lo que sí acerca a Borges y Joyce es su colocación literaria: ambos
escritores de países occidentales periféricos, coloniales o
neocoloniales, supieron a partir de la limitación crear literaturas que
abarcaran toda la cultura, tanto la propia como la del amo, cuya lengua
ambos redefinieron: Joyce enseñándoles a los ingleses cómo escribir en
inglés, Borges haciendo lo propio con los españoles.
Si Borges se define, en parte, por ser el primer lector del Ulises, Roberto Arlt se define como aquel que no puede leerlo. Encolerizado escribe, en 1931, en el prólogo a Los lanzallamas:
"Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que
expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones
entre ambos sexos. Después, esas mismas columnas de la sociedad me han
hablado de James Joyce poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del
deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un
señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz,
en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto
antes. Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al
castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día
en que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas
de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media
docena de iniciados".
Hubo un tiempo feliz en que la opción Borges/Arlt se proponía como el
Escila-Caribdis de la literatura, argentina (hoy en día, con menor
suerte aún, se la intenta reemplazar por la opción Borges/Walsh). Lo que
está claro es que ya entre 1925 y 1931 el Ulises divide las aguas en la literatura argentina: están quienes pueden leerlo y quienes no. "Soy el primero en leer el Ulises", se ufana Borges. "Voy a ser el último en leer el Ulises", se define con igual orgullo Arlt, "y eso me hace quien soy". En palabras de Renzi, personaje de Piglia en Respiración artificial:
"Arlt se zafa de la tradición del bilingüismo; está afuera de eso, Arlt
lee traducciones. Si en todo el XIX y hasta Borges se encuentra la
paradoja de una escritura nacional construida a partir de una escisión
entre el español y el idioma en que se lee, que es siempre un idioma
extranjero... Arlt no sufre ese desdoblamiento... Es el primero, por
otro lado, que defiende la lectura de traducciones. Fíjate lo que dice
sobre Joyce en el Prólogo a Los lanzallamas y vas a ver".
Se dijo en un primer momento, y se sigue diciendo hoy, con tres versiones distintas sólo en español, que el Ulises es literalmente intraducible. Quizá por eso varios autores en distintas partes del mundo (Alfred Döblin con Berlín Alexanderplatz, Luis Martín-Santos con Tiempo de silencio, Virginia Woolf con Mrs. Dalloway, el Ulises femenino)
encararon, en lo que puede concebirse como una traducción radical, la
tarea de reescribirlo situando su acción en sus propios mundos. Leopoldo
Marechal, en su Adán Buenosayres, acometería la ambiciosa tarea de escribir el Ulises argentino: Adán Buenosayres sigue minuciosa, casi programáticamente, al Ulises,
sobre todo en su sistemático uso de los paralelos homéricos, que hacia
el final ceden paso a los dantescos. Borges siempre afirmaba
sorprenderse del entusiasmo de la crítica por los paralelos homéricos
del Ulises, y aprovechó su cuento "Pierre Menard autor del
Quijote" para tomarlos en solfa: "...uno de esos libros parasitarios que
sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebière o a don
Quijote en Wall Street". A Marechal fue éste uno de los aspectos que más
le interesó, y en su obra aparecen, prolijamente el escudo de Aquiles,
Polifemo, Circe, las sirenas y el descenso a los infiernos.
También comparte con Joyce la ambición de recuperar para la novela la
tradición épica, con la salvedad —aclara Marechal— de que él, católico
confeso, apunta a recuperar el espíritu de la epopeya, mientras
que Joyce, católico renegado y enemigo de toda metafísica que nos aleje
de la vida en su plenitud terrena, habría quedado fascinado —y perdido—
por lo que Marechal inmejorablemente denominó, en su "James Joyce y su
gran aventura novelística", el "demonio de la letra": "Por otra parte,
en la epopeya, como en toda forma clásica, los medios de expresión están
subordinados al fin, y la 'letra' no arrebata jamás su primer plano al
'espíritu'. Joyce, cuya inclinación a la letra ya he señalado, concluye
por dar a los medios de expresión una preeminencia tal, que la variación
de estilos, la continua mudanza de recursos y el juego libre de los
vocablos terminan por hacernos perder la visión de la escena, de los
personajes y de la obra misma. No se ha detenido ahí, ciertamente,
porque hay un 'demonio de la letra' y es un diablo temible. A juzgar por
sus últimos trabajos, el demonio de la letra venció a Joyce
definitivamente".
Adán Buenosayres, comenzado a principios del 30, se publicaría en
1948. Tres años antes había llegado el momento profetizado por Arlt: en
1945, apenas tres años después de su muerte, se publica la primera
traducción del Ulises al español, realizada, claro está, en
nuestro país, por el casi desconocido J. Salas Subirat. A esta seguirían
dos, ambas hechas en España. La versión local es sin duda la más
prolífica en errores, pero también en aciertos, y cuando consideramos
que nuestro compatriota no dispuso del vastísimo aparato crítico que sí
pudieron aprovechar sus sucesores, su empresa y sus logros bien pueden
calificarse de épicos, constituyendo, además, un melancólico testimonio
del tiempo aquel en que Buenos Aires podía considerarse la capital de la
cultura hispánica.
Gran parte de la literatura latinoamericana de los 60 toma a Faulkner
como modelo, en parte porque pertenece, como él, al área Caribe, y la
fórmula faulkneriana de combinar literatura regionalista y rural con
procedimientos modernistas de vanguardia es, sin más, la fórmula del boom,
desde Méjico al Uruguay. En la literatura argentina, en cambio, en el
siglo xx el foco pasa decisivamente del campo a la ciudad, ciudad que es
además una metrópoli cosmopolita, marcada por la inmigración europea.
Joyce, que acomete él sólo la tarea de convertir la bucólica irlandesa
—la literatura del "revival céltico" de Yeats y sus seguidores— en una
literatura moderna y urbana, ha sido por eso, más que Faulkner, nuestro
modelo. Incluso los pueblos, sobre todo los de la pampa gringa, que son
los representados con mayor frecuencia en nuestra narrativa (Walsh,
Puig, Haroldo Conti, Osvaldo Soriano, César Aira) se caracterizan más
por su aspiración a la cultura de Buenos Aires que por una cultura
tradicional propia, como evidencia el Coronel Vallejos de Manuel Puig.
Puig confesaba no haber leído el Ulises completo, afirmando que
le bastaba con saber que cada capítulo estaba escrito con una técnica,
estilo y lenguaje diferentes. Ya en su primera novela, La traición de Rita Hayworth,
se suceden algunos puramente dialogados, otros en monólogo interior y
formas escritas "bajas" (la carta, la composición escolar, el diario
íntimo de señoritas, el anónimo). Boquitas pintadas parece surgida entera del capítulo pop del Ulises,
"Nausica" (aquel monólogo interior de una adolescente cuya
sensibilidad, lenguaje y alma fueron formadas por las revistas
femeninas), y The Buenos Aires Affaire la más programáticamente
joyceana de todas. Si Borges es quien incorpora el componente culto, o
propiamente modernista, de Joyce, Puig es quien mejor lee la veta
posmoderna del Ulises, su sensibilidad camp y pop hacia lo
kitsch, lo cursi, y los productos de la cultura de masas (que son
anatema para la literatura borgeana).
La obra de Rodolfo Walsh, que las lecturas simplificadoras todavía en
boga harían pasar únicamente por la militancia y la denuncia, tiene a
Joyce presente todo el tiempo. De familia irlandesa, en un país donde
dicha comunidad ha mantenido con ferocidad su cohesión a través de
lengua, religión y tradiciones, y educado al igual que Joyce en un
internado irlandés y católico, Walsh no podía escapar al influjo de su
casi compatriota, aunque en su caso es más bien el de Dublineses y sobre todo El retrato del artista adolescente, del
cual sus "cuentos de irlandeses" parecen desprendimientos. Walsh
tendía, como Borges, a la economía verbal, y la desmesura del Ulises pudo
parecerle ajena y hasta hostil; sin embargo, sus cuentos de la pampa,
como "Cartas" y "Fotos", constituyen (la ajustada observación es de
Ricardo Piglia) pequeños universos joyceanos, condensados Ulises rurales.
Joyce,
que se convierte en escritor al liberarse del doble yugo de la Iglesia
católica y el imperativo de servir a la revolución irlandesa, es hostil a
toda idea de compromiso ideológico o político. La obra de Joyce no
excluye lo político (de hecho está saturada de política, desde el cuento
"Día de la hiedra en el comité", la cena navideña del Retrato y, de principio al fin, el Ulises y el Finnegans Wake).
Pero hace justamente eso: lo incluye. La misión de la literatura es
nada menos que la de "forjar la conciencia increada de la raza" y así
política y religión se subordinan a ella. En el capítulo 5 del Retrato,
Stephen Dedalus expone su teoría estética: "Quiero decir que la emoción
trágica es estática. O más bien que la emoción dramática lo es. Los
sentimientos excitados por un arte impuro son cinéticos, deseo y
repulsión. El deseo nos incita a la posesión, a movernos hacia algo; la
repulsión nos incita al abandono, a apartarnos de algo. Las artes que
sugieren esos sentimientos, pornográficas o didácticas, no son, por lo
tanto, artes puras. La emoción estética es por consiguiente estática. El
espíritu queda paralizado por encima de todo deseo, de toda repulsión".
La respuesta de Walsh aparece en su cuento."Fotos":
Cosas para decirle a M.:
El goce estético es estático.
Integritas. Consonantia. Claritas.
Aristóteles. Croce. Joyce.
Mauricio:
Me cago en Croce.
No, viejo, si ya caigo. El arte es para ustedes.
Si lo puede hacer cualquiera, ya no es arte.
Quien habla en primer lugar es Jacinto Tolosa, hijo de un estanciero y
aspirante a poeta y abogado. Mauricio, su amigo, es un vago, simpático y
entrador, hijo de un comerciante y apasionado —pero inseguro—
fotógrafo, y el primero está usando a Joyce para convencer al segundo de
que la fotografía no es arte. Walsh veía claramente las implicancias de
la estética joyceana: la experiencia estética se basta —como la
religiosa— a sí misma, no hace falta, para justificar al arte, invocar
su supuesta utilidad social o individual. Las artes cinéticas
—didácticas, moralizantes, políticas o pornográficas— nos exigen una
conducta, nos llevan hacia fuera de la obra, a algún tipo de acción:
hacer la revolución, por ejemplo, o masturbarnos. Para Joyce, la
literatura modifica —crea— la conciencia, da forma al alma: es tan
profundamente política que no puede subordinarse a la política: la idea
del compromiso es antitética a su arte. Yeats quería escribir poemas
capaces de acompañar a los hombres al cadalso, Joyce escribió cuentos y
novelas para inmunizar a los hombres contra la estúpida tentación de
subir sus peldaños.
En Juan José Saer el influjo de Joyce aparece en principio como menos
obvio, salvo quizás en el día, progresivamente ampliado, de su novela El limonero real.
Pero su particular estilo resulta de la conjunción aparentemente
imposible, de la inundación verbal y narrativa de Faulkner (discípulo de
Joyce al fin) con el apego clínico a la minucia del objetivismo francés
de Robbe-Grillet y otros —y cabe recordar que todo el objetivismo
francés cabe en el capítulo 17 del Ulises, "Ítaca". El interés de Saer en el Ulises, de todos modos, está bien evidenciado en sus artículos críticos, como el titulado "J. Salas Subirat" recogido en Trabajos: "El Ulises de
J. Salas Subirat (la inicial imprecisa le daba al nombre una
connotación misteriosa) aparecía todo el tiempo en las conversaciones, y
sus inagotables hallazgos verbales se intercalaban en ellas sin
necesidad de ser aclaradas: toda persona con veleidades de narrador que
andaba entre los dieciocho y los treinta años en Santa Fe, Paraná,
Rosario y Buenos Aires los conocía de memoria y los citaba. Muchos
escritores de la generación del 50 o del 60 aprendieron varios de sus
recursos y de sus técnicas narrativas en esa traducción. La razón es muy
simple: el río turbulento de la prosa joyceana, al ser traducido al
castellano por un hombre de Buenos Aires, arrastraba consigo la materia
viviente del habla que ningún otro autor —aparte quizá de Roberto Arlt—
había sido capaz de utilizar con tanta inventiva, exactitud y libertad.
La lección de ese trabajo es clarísima: la lengua de todos los días era
la fuente de energía que fecundaba la más universal de las literaturas".
La lista se completa, por ahora, con dos novelas de Ricardo Piglia: Respiración artificial —que se propone la ímproba tarea de elegir entre Joyce y Kafka, diciendo una cosa y haciendo la otra— y La ciudad ausente, fascinada por igual con la proteica mutabilidad verbal del Finnegans Wake y la hija esquizofrénica de Joyce, Lucia. Y con Luis Gusmán, quien en En el corazón de junio explora los sutiles, y quizás imaginarios, vínculos entre el 16 de junio más famoso de la literatura irlandesa, Bloomsday, y el más famoso de la historia argentina, Bombsday, el 16 de junio de 1955, siguiendo los pasos de, entre otros personajes, J. R. Wilcock, que tradujo fragmentos del Finnegans Wake al italiano.
Tenemos, como se ve, muchas razones para festejar este centenario. Porque el Ulises,
además del deleite —más bien el éxtasis— estético que su lectura
produce, suele inducir en su lector el insensato anhelo de percibir,
pensar y sentir cada instante de cada día de su vida con la intensidad y
la atención con que lo hacen Bloom, Stephen y Molly. O, para concluir
donde empezamos, con Borges, esta vez en las palabras de su poema "James
Joyce":
Entre el alba y la noche está la historia
universal. Desde la noche veo
a mis pies los caminos del hebreo,
Cartago aniquilada, Infierno y Gloria.
Dame, Señor, coraje y alegría
para escalar la cumbre de este día.
Buenos Aires, Norma, 2006
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