No tiene excusa que escriba yo este artículo para los lectores japoneses. No soy erudito sobre Japón ni lo he visitado jamás —aunque a punto estuve, varias veces. Es verdad que mi esposa es japonesa y que he recibido a muchos japoneses en mi casa. Amigos de mi mujer han residido con nosotros durante cierto tiempo. Cuando me encuentro con un japonés, sea hombre o mujer, lo bombardeo con preguntas sobre Japón, su pueblo, sus usos, sus problemas. Añádase que soy un devoto de la cinematografía japonesa, cuyas mejores películas están muy por encima de las de cualquier otro país.
Actualmente Japón es el país que más me interesa, aparte la China. Y
debo afirmar con toda humildad que el Zen me interesa más que cualquier
otra visión del mundo o modo de vida.
Estoy relacionado con japoneses de todos los sectores sociales
—escritores, actores, cineastas, ingenieros, arquitectos, pintores,
cantantes, animadores, hombres de negocios, editores, coleccionistas de
arte, etc. Todos tienen opiniones y comportamientos diferentes, como
cualquier sector de europeos o americanos.
Sin embargo, como pueblo tanto como individualmente, los rodea siempre
un aura de misterio, de impenetrabilidad. Hasta cierto punto los
comprendo y simpatizo con ellos —con las mujeres más que con los hombres
—y luego... me pierdo. Nunca estoy seguro de cuándo ocurrirá lo
inesperado, lo impredecible. No por ello me siento incómodo: me
intrigan, eso sí. Siempre me ha encantado lo foráneo. Me gusta que me
estimulen, me sacudan, me asombren.
Por eso cuando leí acerca de la dramática desaparición de Mishima me
invadieron sentimientos opuestos. Pensé inmediatamente en sus
contradicciones y, al mismo tiempo, me dije: ¡Qué japonés es todo esto!
Quizá me haya familiarizado —sin jamás perder la sorpresa, el choque y
el encanto —con la mezcla japonesa de crueldad y ternura, de violencia y
sosiego, de belleza y fealdad, por las películas japonesas. Los
japoneses no son los únicos en ser así. Pero, a mi modo de ver, en ellos
la ambigüedad es mucho más abrupta y acerba. Hasta cierto punto eso
explica su consumado oficio en todas las artes, la poesía, el teatro, la
pintura. Lo estético siempre está perfectamente ensamblado con lo
emotivo. Lo horroroso puede ser también bello: lo monstruoso y lo bello
no están en conflicto, se complementan como colores primarios hábilmente
yuxtapuestos. Una mujer con el corazón destrozado, me refiero a una
japonesa, una mujer en la desesperación de la derrota total, es capaz de
mostrar la sonrisa de un ángel misericordioso. En las películas de
antiguos Samurai hay personajes, generalmente Señores, que se han
dedicado por entero a la espada; sin embargo son capaces de demostrar la
absoluta futilidad de la violencia.
La juventud, la belleza, la muerte —son los temas que impregnan la obra
de Mishima. Sus obsesiones, podríamos decir. Típicas, se diría, de los
poetas occidentales, al menos de los románticos. Por esta trinidad
Mishima se crucifica a sí mismo, no menos mártir que los cristianos
primitivos.
¡Era un fanático! Es la primera acusación, y la más fácil, que le
hace un occidental. Pero hay fanáticos y fanáticos. En opinión del
mundo indudablemente Hitler lo era. Pero también lo fue san Pablo. Estoy
convencido de tener yo mismo una fibra fanática: me daría miedo asumir
los poderes de un dictador. A veces, fingiendo disponer de poderes
totales, fingiéndome Dios, me digo a mí mismo: “¿Qué harías para cambiar
el mundo a tu guisa?” Y me paralizo. Instantáneamente me doy cuenta de
que no haría nada, de que un trabajo de reparación no tiene la mínima
relación con un acto de creación.
No, no estoy explicando el suicidio de Mishima como resultado de su
fanatismo. Si realmente tenía esa determinación, o esa obsesión, ¿a qué dedicó o en
qué empleó su vida? ¿En cultivar un hermoso cuerpo, en su arte, en la
restauración del espíritu de los Samurai? En todo ello, pero en primer
lugar y por encima de todo, en su país, Japón. Fue un patriota en el más
estricto sentido de la palabra. No sólo amó a su país: estaba listo
para a sacrificarlo todo por salvarlo.
Se dice que preparó su muerte sensacional con meses de antelación. Había
por cierto vivido años pensando en la muerte, la muerte por su propia
mano. Se dice también que quería morir en la flor de la edad, en el
apogeo de su belleza, de su fuerza física y de su carrera. No quería una
muerte de perro, como muchos compatriotas suyos. ¿Y por qué no elegir
el momento y la manera de su propia muerte? ¿Acaso los antiguos no
recurrían al suicidio, ahítos de los placeres y tristezas de la vida?
(Sin embargo, ¡qué diferente, la manera romana de abrirse las venas en
un baño caliente! Nada había de dramático, de sensacional en ese
espectáculo. Era como si sencillamente se facilitaran salir de este
mundo.)
Afortunadamente para Mishima, fue capaz de amalgamar sus ideas sobre
cómo quitarse la vida con la de, con ello, ser útil a su país. El
artista que llevaba dentro fue sin duda quien decidió cómo hacer el
mejor uso de la muerte. Por muy horrible que nos parezca su muerte,
tanto a nosotros como a sus compatriotas, no se puede negar que tuvo un
toque de nobleza. Nadie dirá que fue obra de un loco, ni siquiera de un
momento de locura. Por espantosa que haya sido, no nos afectó como el
suicidio de Hemingway, por ejemplo —que se puso una escopeta en la boca y
se hizo saltar los sesos.
Y a propósito de Hemingway, qué curioso que Mishima, deliberadamente tan
sumergido en la cultura occidental y el pensamiento occidental, haya
sin embargo muerto no sólo según el estilo japonés tradicional sino para preservar
las tradiciones peculiares del Japón. No lo veo meramente preocupado
por restaurar la monarquía, ni siquiera por reconstruir un ejército
japonés, sino más bien por despertar al pueblo japonés a la belleza y
eficacia de su propio modo de vida tradicional. ¿Quién, mejor que él en
Japón, para presentir los peligros que amenazan a un Japón que sigue las
pautas de nuestras ideas occidentales? Todos, fascistas, comunistas o
demócratas, conocemos el veneno que contienen nuestras raquíticas ideas
de progreso, eficiencia, seguridad, etc. El precio de estos supuestos
progresos cacareados por Occidente es demasiado alto: la muerte, no las
pequeñas muertes sino la muerte al por mayor. La muerte del individuo,
la muerte del colectivo, la muerte del planeta entero —eso esconden las
halagüeñas palabras de los paladines del progreso.
La tradición, para los americanos, es palabra de poco peso. No tenemos
más tradición que la de los pioneros. Ya no hay fronteras; nuestro mundo
se empequeñece día a día. Sólo hay lugar para quien tiene mente de
pionero —no me refiero a los astronautas. Los verdaderos pioneros son
iconoclastas; ellos conservan la tradición, no quienes luchan por
conservarla y nos asfixian. La tradición sólo se expresa por el espíritu
de coraje y desafío, no por la observancia y preservación superficial
de las costumbres. Es en este sentido que Mishima intentó restaurar los
usos de sus ancestros. Quiso restaurar la dignidad, el respeto de sí, la
verdadera fraternidad, la autoconfianza, el amor por la naturaleza —y
no la eficiencia—, el amor por el país —y no el chauvinismo—, el
Emperador como guía en contraposición al rebaño que sigue, obediente,
ideologías cambiantes cuyo valor lo deciden los teóricos de la política.
Sé que parezco querer blanquear a Mishima (conozco todo de lo que se lo
acusa). Pero mi intención no es blanquearlo ni condenarlo. No soy su
juez. Su muerte, en su forma y fondo, me incitó a cuestionar algunos de
mis propios valores, a hacer un examen de conciencia. Cuando pongo en
duda las ideas de Mishima, sus motivos, su modo de vivir o lo que sea,
pongo en duda también los míos. Siento que es hora de que el mundo
cuestione los valores, las creencias, las verdades que sostiene. Más que
nunca necesitamos preguntamos —todos, santos y pecadores, pordioseros,
legisladores, militares—¿a dónde vamos? ¿Podemos parar? ¿Podemos dar media vuelta? ¿Podemos creer en nosotros mismos? ¿O ya es demasiado tarde?
Uno de mis primeros héroes fue Aguinaldo, el rebelde filipino que hizo
frente durante años a las fuerzas americanas después de la rendición de
España. Como Ho Chi Minh, Aguinaldo era un verdadero líder de su pueblo.
Otro héroe fue para mí John Brown, conocido por haberse apoderado con
su banda de rebeldes, en 1859, del arsenal de Harper's Ferry, en
Virginia. Después fue capturado, juzgado y ahorcado. Brown se jactaba de
que con sólo cien hombres como él habría derrotado al ejército
americano, y me inclino a creerle. No diría que Aguinaldo haya sido un
fanático, pero John Brown lo fue, sin duda. Logró maravillas con sus
hazañas, temerarias, fantásticas, para liberar a los esclavos. Tanto
Aguinaldo como John Brown habían dedicado sus vidas a una gran causa, y
aunque su triunfo nunca fue obvio, moral o espiritualmente sí lo fue.
Tengo entendido que el pequeño ejército de Mishima ya se ha desbandado,
pero el gesto dramático de Mishima, su desafío a los poderes fácticos,
puede todavía damos sorpresas. "El final no ha llegado.”
Mishima era demasiado inteligente, demasiado intelectual, demasiado
sensible, demasiado estético, demasiado narcisista, demasiado artista
para organizar no más que un simulacro de ejército, un ejército
simbólico. No lo concibo retirado a las plazas fuertes de la montaña
para embarcarse en una larga guerra de guerrillas contra las fuerzas
armadas de su país. Su preocupación no era la de una pronta victoria
sobre las fuerzas contrarias sino la de despertar a sus compatriotas a
los peligros en acecho. Mishima era un extraordinario individualista
pero también un hombre de razón, de discernimiento, con una idea clara
de las limitaciones humanas. Conocía el poder y la magia de la palabra,
como conocía el poder dramático y simbólico del acto. Creía en sí mismo,
en sus propios poderes, pero no al punto de intentar lo imposible.
El aspecto más flojo de su intento de recomponer el ejército japonés
fue, a mi juicio, el no haber comprendido que el poder corrompe, que
Japón, exento de poderío militar, logró lo que muy pocos países han
logrado aun con ese poderío. Como Alemania, Japón ha prosperado en la
derrota. Parece raro, casi increíble, y sin embargo es muy simple. La
derrota militar no sólo devolvió la razón al pueblo japonés sino que,
mediante una paz impuesta, le permitió conseguir lo que sus
conquistadores no consiguieron. Hablaré sólo de América. ¡Mirad esta
nación supuestamente poderosa! ¿No os da la impresión de estar enferma,
sumida en el caos y la locura? Libra una guerra insensata contra una
pequeña nación a miles de millas de distancia —¿para qué? ¿Para
preservar la independencia de una parte de esa nación, un pueblo con el
que no tiene vínculos ni parentesco? ¿Para proteger “nuestros intereses”
en Asia? ¿Para no perder la cara? ¿Para salvaguardar el mundo para la
democracia? Mientras tanto, independientemente del motivo, nuestro
propio país se desmorona: ciudades y estados están al borde de la
quiebra, cunde el disenso, faltan fondos para la educación, millones
viven al borde del hambre, el racismo está desatado, el alcohol y las
drogas minan las vidas de jóvenes y viejos, el crimen va en aumento,
disminuye el respeto de las leyes y el orden, la polución de nuestros
recursos naturales raya niveles de miedo y no se ve un líder en el
horizonte... Se podría seguir enumerando los males que nos aquejan. Y
sin embargo vamos por el mundo jactándonos de que nuestro modo de vida
es el mejor, nuestra democracia un regalo para el mundo, etc. ¡Qué
estúpido, qué absurdo, qué arrogante!
No, por mucho que los japoneses tengan derecho a su propio ejército, a
su marina, a sus armas nucleares, a sus propias bombas, al entero
arsenal de la destrucción, como cualquier otra nación, mi ferviente
deseo es que no sucumban a esta tentación. No quiera Dios que los
militares se hagan cargo, que otra vez lleven al pueblo japonés al
matadero. Si tiene que haber un ejército, ¿por qué no un ejército de
emisarios de paz, un ejército de hombres y mujeres fuertes y
determinados que rechacen la guerra, que no teman vivir sin defensa,
abiertos y vulnerables? ¿Por qué no un ejército que crea en el poderío
de la vida, no de la muerte? ¿No podría haber otro tipo de héroe en
lugar de estos mártires obedientes que matan y mueren por la nación, por
el honor, por esta o aquella ideología o por ninguna razón? El Japón
está en una encrucijada. Pronto será la segunda o tercera potencia
mundial. ¿Podrá seguir creciendo, dominando los mercados mundiales,
superando la producción de sus competidores sin el respaldo de un
formidable ejército? ¿Puede conquistar el mundo por vías pacíficas? Es lo que pregunto. No hay precedentes. Pero es posible.
En alguna parte he leído la frase acerca de Mishima: “una explosión pirotécnica: la muerte En contraste con esto, existe otra clase de explosión: Satori.
Entre ambas la diferencia es de la noche al día, como entre la
ignorancia y la lucidez, entre el dormir y el estar despierto. Pese a lo
que Mishima sostenía de la muerte, pese a que desde los dieciocho años
cultivó el anhelo romántico de la autoeliminación, Mishima también creía
en el estar vivo y despierto en cada uno de sus poros y de sus células.
Ser perfectamente consciente, despertar del sueño profundo en el que
estamos sumidos, ése era el propósito de los antiguos gnósticos —y de
los maestros Zen. “Faites mourir la mort".
Hoy se acepta como si tal cosa que el matar —individualmente o en masa
—esté al orden del día. El horror ante la guerra parece haberse
disipado; se la da como inevitable. La expresión "guerra fría” lo
resume. ¿Qué pretende la gente que piensa así? ¿La victoria? ¿Qué
victoria? Si el matar está al orden del día, ¿quiénes son los matarifes
más excelsos: los que matan menos (y vencen) o los que matan más? ¿Hay
que aniquilar al enemigo, derrotarlo y humillarlo, o sencillamente
ponerlo fuera de combate? ¿Y cómo debemos considerar al líder que da la
orden de apretar el botón de una bomba que no perdona a viejos ni a
jóvenes, a tullidos ni a locos, a los animales ni a las cosechas ni a la
tierra misma? ¿Será un héroe, un salvador, un monstruo, un demente o un
idiota? ¿Hace falta, con todo nuestro progreso tecnológico, matar a
inocentes y culpables? Y si el enemigo de hoy ha de ser el aliado de
mañana, ¿qué sentido tiene barrer con él? O, si solamente es derrotado,
puesto de rodillas, ¿por qué el vencedor lo vuelve a poner en pie a
expensas de sí mismo? Todos conocemos la respuesta a este acertijo.
Tenemos que mantener vivos a los demás para mantener vivos a los
nuestros. Negocios. Éste es el emblema heráldico del mundo
moderno. No tiene la menor lógica. Es una forma de demencia, la demencia
de la civilización.
Mirándolo de otra manera, ¿no es el guerrero cosa del pasado, tan inútil y ridículo como el pájaro dodo? Cuando Mishima, en Sol y acero,
dice que "el objetivo de mi vida fue conseguir todos los atributos del
guerrero”, ¿hablaba de "decoración”? Sabemos que admiraba el espíritu
del Samurai y el culto de la espada pero, ¿de qué sirven espadas y
espíritus de caballería cuando existe un arma como la bomba? Ya no
estamos en la era en que Ricardo Corazón de León, admirador de su
adversario, invitaba a Saladino a hacerse miembro de su propia Orden.
Además, ya que hablamos de las escuelas de espada del tiempo de los
Samurai, ¿qué hay de la Escuela Sin Espada? ¿La ignoraba Mishima? El
mismo Samurai, entrenado para matar, viviendo sólo para matar, había
comprendido que la mejor demostración de su habilidad estaba en vivir
evitando tener que defenderse con la espada. Veo en esta actitud la
manifestación del uso inteligente de la fuerza y de la habilidad, en
contraposición al uso heroico de vencer por la muerte.
¿Quién quiere vencer, en definitiva? Sólo la gente estúpida, artera,
malvada. Lo que realmente queremos todos es mantenemos vivos lo más
posible, conservando toda nuestra lucidez y nuestro apetito por la vida.
No nos han creado héroes, poetas, legisladores, militares, eruditos ni
jueces; nos hemos inventado nosotros estas divisiones con nuestro modo
de mirar las cosas, nuestra complicada manera de vivir. El hombre
primitivo, que vivió miles de veces más que nosotros, no tenía necesidad
de estas diversificaciones. Como tampoco la tienen los más sabios de
nosotros. Son gente ejemplar pero jamás asumen el liderazgo de un
pueblo. No intentan cambiar el mundo: cambian mundos, como san
Francisco, que instaba en ese sentido a sus discípulos demasiado
fervorosos. Es decir, cambian su perspectiva y con ello aceptan el
mundo, lo que significa comprenderlo, apiadarse del prójimo, convertirse
en su hermano y no en su rival ni su competidor —y menos que nada en su
juez.
Me pregunto si Mishima realmente pensaba cambiar el comportamiento de
sus compatriotas. ¿Llegó a contemplar seriamente un cambio fundamental,
una genuina emancipación? No cuestiono la sabiduría o la futilidad de su
dramática llamada a la daga y la espada. Con su notable inteligencia,
¿cómo no se percató de la imposibilidad de cambiar la mentalidad de las
masas? Nadie lo ha logrado. Ni Alejandro Magno, ni Napoleón, ni Buda, ni
Jesús, ni Sócrates, ni Marción, ni ningún otro, que yo sepa. La gran
masa de la humanidad dormita, ha dormitado a lo largo de la historia y
probablemente seguirá dormitando cuando la bomba atómica se cobre su
última víctima. (¿Hace falta esperar final tan dramático? ¿No nos
estaremos matando rápidamente de mil maneras, perfectamente conscientes
del ya visible final?) No, uno puede mover a las masas como troncos,
como piezas de ajedrez, fustigarlos hasta el frenesí, ordenarles matar
sin cuartel —especialmente en nombre de la justicia. Pero no hay modo de
despertarlas, incitarlas a vivir inteligente, pacífica, bellamente.
Siempre hay y habrá "los vivos y los muertos”. Y ya Jesús dijo: "Dejad
que los muertos entierren a los muertos".
Lo que se interpuso en el camino de Mishima, creo, fue su total falta de
humor. Esta seriedad radical es un rasgo muy japonés. Sólo hallo un
auténtico sentido del humor en los maestros Zen. Es un tipo de humor
ajeno al humor occidental. Si lo entendiéramos, si verdaderamente lo
apreciáramos, nuestro mundo se derrumbaría. Lo importante es que esta
falta de humor lleva a la rigidez.
Aun en el cultivo de su propio cuerpo, cosa que hacía a las mil
maravillas, Mishima fue tan sumamente serio que lo convirtió en un fin
en sí mismo. También en América tenemos culturistas, hombres-músculo. Se
contonean en las playas como pavos reales. Cultivan sus cuerpos para
lograr hazañas extraordinarias. A veces parecen capaces de mover
montañas. Pero, ¿las mueven? ¿Cuál es la finalidad de tanta musculatura,
de esta fuerza hercúlea, esta perfección divina? ¿Mirarse en el espejo
satisfechos y orgullosos? ¿No hay algo afeminado, algo ridículo en este
culto del cuerpo? Recuerdo de chico haber leído acerca del puñado de
espartanos que defendieron hasta el último hombre el paso de las
Termópilas. Mi libro de historia traía ilustraciones de los espartanos
peinándose y trenzándose los largos cabellos antes de la batalla. Eran
bellos y afeminados, por muy héroes que fueran. El libro hablaba del
sentimiento de hermandad que los vinculaba. Yo ignoraba el significado
de la palabra hermandad. Era una hermandad de otro tipo, no obstante,
que el de la homosexualidad del atleta moderno y su entorno. Era una
forma mucho más amplia y profunda del amor entre hombre y hombre; se
practicaba abierta y comunitariamente, como muchísimo más tarde fue el
caso frecuente de los grupos religiosos hermana / hermano, que
florecieron en Europa y América. Eran sin dudas así los antiguos
Samurai. La sodomía en los ejércitos modernos, no hace falta decirlo, es
completamente distinta. Aquí no quedan rastros del "esplendor
melancólico”.
Si algo hubo de heroico entre los Samurai, los espartanos y hasta los kamikazes,
hoy se lo han arrogado hombres de otros órdenes, no del militar. El
mundo tiene cada vez menos interés en misiones de vida o muerte. La
conquista de la luna, por ejemplo, fue una misión que pidió la
inteligencia y la cooperación de cientos de individuos, aparte de
quienes realmente alunizaron. Antes que nada fue una hazaña de la
ingeniería, un triunfo de la tecnología. No lo digo en menoscabo del
valor de los astronautas, pero, como se ha dicho repetidamente, éstos
fueron gente extremadamente "normal. No eran del tipo heroico. Siguieron
instrucciones, hazaña de por sí difícil en este caso. No se les pidió
morir en las barricadas, ni cargar como la Brigada Ligera, ni cometer
suicidio voluntario como los pilotos kamikaze. La probabilidad de
éxito era casi del cien por ciento. Y sus logros, el tiempo lo
confirmará, tal vez resulten más importantes para la humanidad que los
heroicos sacrificios de todos los héroes y mártires que murieron en aras
a sus creencias.
Pero volvamos al sentido del humor. O a su ausencia. Ya lo dije, no he
leído todo Mishima, lejos de ello. Pero en lo que he leído no he
detectado el mínimo sentido del humor. Por alguna extraña razón soy
incapaz de comparar a Mishima con Charles Dickens, tan admirado por
Dostoievski, que era su polo opuesto. ¡Qué revelación leer el libro de
Chesterton sobre Dickens, hace pocos años, y descubrir la enorme dosis
de humor y sentimientos que hay en su obra! Ningún escritor mejor que
Chesterton para apreciar el humor de Dickens. He aquí un pasaje del
final del primer capítulo de esa obra:
El feroz poeta de la Edad Media escribió: “Abandonad toda esperanza,
quienes aquí entráis", sobre el portal del infierno. Los poetas
emancipados de hoy lo han escrito sobre los portales de este mundo. Pero
para comprender la historia que sigue debemos borrar esa línea
apocalíptica, aunque sea por una hora. Debemos recrear la fe de nuestros
padres, aunque sólo sea como telón de fondo. Si sois pesimistas, pues,
apartad por un momento, para leer esta historia, los placeres del
pesimismo. Soñad, por un breve instante de locura, con que la hierba es
verde. Olvidad la enseñanza que tan clara os parece, negad esos
conocimientos letales que creéis poseer. Deponed la flor misma de
vuestra cultura; abandonad la joya misma de vuestro orgullo; abandonad
la desesperanza, quienes aquí entráis.
¡Qué estilo tan Zen tiene esta llamada de Chesterton! En unas pocas
líneas demuele los puntales de nuestra paupérrima visión del mundo.
Regresemos a la humanidad. A la humanidad rasa. Descartemos nuestras
gafas, microscopios y telescopios, nuestras diferencias nacionales y
religiosas, nuestra sed de poder, nuestras ambiciones insensatas. A
gatas ¡y a enseñar el alfabeto a las hormigas! —si somos capaces.
Cuestionemos todo, pero no perdamos el sentido del humor. La vida no es
un asunto sumamente serio, es una tragicomedia. Somos a la vez el actor y
la obra. Somos todo lo que hay. Ni más ni menos. Es lo que leo yo en
sus palabras.
Si lo que se quiere es alterar o mover el mundo, qué mejor manera que
alzar el espejo para que nos veamos como somos, que nos riamos de
nosotros y de nuestros problemas. Más eficaz que la espada del Samurai o la corta daga del seppu —ku
es el humor de Swift, que no paraba ante nada para lograr su objetivo.
El hombre capaz de hacer reír a Hitler podría haber salvado millones de
vidas. Lo afirmo. Los que quieren hacer el bien, sean santos o
monstruos, crean más mal que bien. Louis Armstrong es un rey, Billy
Graham sólo un predicador más.
Sé lo difícil que es conservar el sentido del humor en un mundo que
fabrica bombas atómicas como verduras. Pero si tuviéramos un sentido del
humor más sólido quizá no habría que recurrir a ese doloroso
experimento de autodefensa por mutua extinción. Cuando, dice la leyenda,
Alejandro Magno ordenó comparecer ante él a cierto sabio indio so pena
de muerte, el sabio largó la carcajada. "¿Matarme a mí?", exclamó. “Yo soy indestructible."
¡Que maravilloso sentido del humor! Un despliegue, más que de coraje,
de certidumbre. Y una confianza serena, suprema, en el poder de la vida
sobre la muerte.
¿Habrá sido su extremada seriedad lo que llevó a Mishima a sentir que
había agotado su poderío, a los cuarenta y cinco años, una edad a la que
muchos escritores comienzan apenas a caminar? ¡Qué desgracia agotar las
propias energías antes de haber empezado de veras! Un famoso escritor,
Duhamel, una vez escribió acerca de América: “Pourri avant d’être mûri".
Un fruto que se pudre antes de madurar. Pensad en Hokusai, en cambio,
en Ticiano, en Miguel Ángel, en Picasso y en ese aparentemente
indestructible Pablo Casals.
En los últimos años numerosos escritores japoneses me dieron la
desagradable impresión de oficiar de esclavos para ganarse la vida o
para mantener su reputación. Cualquier sentido lúdico que hayan tenido
en el pasado, hoy parece perdido, abandonado. Tengo además la impresión
de que los miembros de la entera clase obrera japonesa trabajan como
hormigas, se matan en esta loca carrera que se llama ganarse la vida.
Como los alemanes, su contrapartida, parecen vivir para trabajar. Y de
vivir como esclavos a morir como moscas en el campo de batalla sólo hay
un paso, desde luego inevitable. Es cosa de preguntarse: si un día los
trabajadores del mundo se unieran, ¿cuál sería el resultado? ¿La Utopía o
el suicidio en masa? El mundo deportivo, campo en el que los japoneses
descuellan, no es una expresión del instinto lúdico sino, como el mundo
industrial, la expresión de la competencia, del récord, del lenocinio de
la chusma, del lucro. Los viejos sabios chinos que se divertían
remontando cometas lo tenían claro, vivían más, se reían más fuerte y
más a menudo. Quizá no tuvieran músculos para matar una mosca, pero no
terminaban mutilados ni chalados, ni les importaba que se los recordase
por sus hazañas después de muertos.
El sacudón que experimenté al enterarme del fin dramático y truculento
de Mishima estuvo acentuado por el recuerdo de un extraño episodio que
viví en París hace treinta y cinco años. Lo recordé haciendo antesala en
la consulta de mi médico, cuando cogí un número de Life (creo)
en donde mostraban las cabezas decapitadas de Mishima y su amigo, en el
suelo. Dos cosas me impresionaron de inmediato: uno, que las cabezas no
yacían de lado sino "de pie"; dos, que una de las cabezas exhibía un
inquietante parecido con la mía propia, que una vez vi en el suelo hecha
pedazos. Real o imaginario, el parecido daba miedo.
Siempre imaginé que si se cortaba una cabeza ésta rebotaría y rodaría
por el suelo —pero nunca terminaría "en pie". Hace años había leído el
libro Tres geishas en donde se narraba una historia,
supuestamente verdadera, titulada “Tsumakichi, la belleza sin brazos".
Es una historia que conocen todos los japoneses. En ella, el patrón de
la escuela de geishas vuelve una noche del teatro fuera de sí y,
cogiendo una enorme espada, cercena las cabezas de las bellas
durmientes. Tsumakichi, que duerme en la planta baja, se despierta por
el ruido de las cabezas que ruedan como bolas de bowling. Abre
los ojos y aterrorizada ve a su jefe de pie junto a ella, blandiendo la
espada destellante. Antes de lograr moverse, éste le corta ambos brazos y
le desfigura la cara. Sobrevive por milagro y llega a ser una de las
geishas más famosas de la historia.
***
En cuanto al parecido entre las dos cabezas... Alrededor de 1936, en el
estudio de un amigo en Villa Seurat, en París, una joven yugoslava,
Radmila Djoukic, quiso hacer una escultura de mi cabeza. El día en que
acabó —la arcilla todavía estaba húmeda—, un joven estudiante chino
estaba discutiendo de literatura inglesa conmigo. Él había mencionado el
nombre de Shakespeare una o dos veces, lo que me llevó a preguntarle si
había leído Hamlet. Repitió este título con cierta duda y luego
exclamó: "Ah sí, ya recuerdo... quiere usted decir la novela de Jack
London". Mi sorpresa fue tan grande que lancé los brazos al aire y sin
querer le di a la cabeza de arcilla, que estaba sobre el taburete de la
artista. Para mi desmayo se hizo añicos —y ni todos los caballos del rey
ni todos los hombres del rey lograron reparar al pobre Humpty Dumpty...
Por suerte el día anterior la cabeza había sido fotografiada. Esta foto
sirvió para la sobrecubierta de mi libro Un domingo después de la guerra.
Desde entonces la cabeza, que me parecía un muy buen retrato mío, me
obsesiona. Podéis imaginar mi horrorizada sorpresa cuando la vi "de pie”
en el suelo en compañía de la de un desconocido.
Fue una impresión fugaz que nunca me abandonó. Desde el aquel
reconocimiento hasta mi encuentro con Mishima en el más allá, mediaba un
paso. Es aquí donde interrumpo mi narración para comenzar un diálogo
con Mishima en el limbo. Habiendo mi muerte seguido de cerca a la de
Mishima, es como si nuestros cuerpos todavía estuviesen calientes, vivos
en todo sentido. Me sucede a veces que, durmiendo, continúe mi diálogo
con Mishima y que abordemos temas que habríamos discutido si nos
hubiéramos encontrado en vida.
Algunos de estos temas post-mortem los trató él en su libro Confesiones de una máscara.
"¿Puede existir un amor”, se pregunta, "que no tenga nada que ver con
el deseo sexual? ¿No sería un absurdo claro y obvio?” Antes de contestar
quiero citar otras palabras del mismo libro. “Para mí, Sonoko [la joven
de quien estaba enamorado] parecía ser la encamación de mi amor por la
normalidad misma, mi amor por las cosas del espíritu, de las cosas
eternas.” Espero no olvidar nunca estas palabras cuando piense en
Mishima y su destino cruel.
Entonces, ¿es posible el amor exento de deseo sexual? Permitidme agregar
otra pregunta frecuentemente discutida: ¿es posible seguir amando a
alguien cuando ya no hay respuesta? Estas dos preguntas se ensamblan.
Piden la misma solución aparentemente imposible. Sólo los monstruos o
los seres sobrenaturales serían capaces de contestar semejantes
acertijos. Llamo monstruos específicamente a los religiosos devotos que
no sólo son capaces de vivir, por así decir, como los dioses sino que
precisamente con este tipo de problemas fortalecen su espíritu, su
valentía, su fe.
En el territorio del amor todo es posible. Para el amante devoto nada es imposible. Para él o para ella lo importante es... amar.
Gentes así no se enamoran, simplemente aman. No piden poseer sino ser
poseídos, poseídos por el amor. Cuando, como sucede a veces, este amor
se torna universal y engloba al hombre, el animal, la piedra, incluso
los gusanos, uno se pregunta si el amor no será algo que nosotros, los
mortales, conocemos apenas.
El amor de Mishima por la juventud, la belleza, la muerte, también
parece entrar en una categoría particular. No tiene relación con el amor
que acabo de describir. Exagerado, como en su caso, es extremadamente
raro. Y está teñido de narcisismo. Basta abrir uno cualquiera de sus
libros para conocer inmediatamente las pautas de su vida y de su
inevitable destino. Como un músico, repite una y otra vez el triple
tema: la juventud, la belleza, la muerte. Da la impresión de ser un
exiliado en la tierra. Obsesionado por el amor de lo espiritual, por las
cosas eternas, ¿cómo no iba a ser un exiliado entre nosotros?
¿Quién puede aliviar al exiliado solitario? Sólo el gran “Consolador”
—interpretadlo como queráis. Pero en la vida de Mishima aparentemente
nunca hubo un gran "Consolador”. No era un hombre de fe sino un hombre
de principios. Era un estoico en la edad no del hedonismo sino del
materialismo crudo. Le repugnaba la manera con que sus compatriotas
parecían revolcarse en su recién conseguida libertad. Como los
occidentales a quienes emulaban, su modo de ver la vida se había
rebajado al nivel de los sapos. Las visiones apolínea y dionisíaca de la
vida: cosas idas. El dinero, la comodidad, la seguridad: he aquí los
nuevos objetivos. ¿Era extirpable el cáncer de la vida moderna? Él
pensaba que sí. ¿Lo pensó realmente? ¿Cómo injertar el antiguo espíritu,
las virtudes salvadoras de nuestros ancestros, en el patrimonio
genético desgastado y degenerado del hombre moderno? Este supuesto
hombre moderno evidentemente todavía no ha nacido. El hombre de hoy no
es sino la sombra del hombre moderno por venir. No puede avanzar ni
retroceder; está atascado en el pantano creado por su propia visión
miope de la vida. No se siente en casa consigo mismo ni en el mundo que
intenta dominar. Tiene el instinto social atrofiado, vive aislado,
fragmentado, atomizado, desolado.
Por encima de todo, para el hombre de hoy la vida no parece tener
sentido. Se dice a menudo que el fenómeno primigenio, el estado de ánimo
primero, es el de la maravilla. También esto, evidentemente, lo ha
perdido. Tratamos de explicar el universo con teorías científicas, pero
somos incapaces de explicar los fenómenos más sencillos. Pasamos por
alto el hecho de que el significado nace sólo cuando descubrimos que la
creación no tiene propósito. Confundimos el orden y la taxonomía con la
explicación. No toleramos la idea de desorden o caos, y sin embargo
admitirlo sería esencial. Y también que el sinsentido total es
necesario. Sólo el genio parece capaz de comprender y apreciar la
alegría del total sinsentido. El sinsentido es el antídoto para la
monotonía y el vacío creado por nuestra incesante búsqueda del orden, nuestro orden, el antídoto para nuestros esfuerzos compulsivos por hallar significado y propósito donde no los hay.
Muchas veces me pregunto, cuando me cruzo con los nombres de los famosos
de la historia europea citados por Mishima, quiénes eran sus héroes.
(Recuerdo que de niño adoró a Juana de Arco, hasta que descubrió que era
una mujer. También menciona a Gilíes de Rais, el esplendoroso y tan
enigmático monstruo de los días de la caballería cuyo comportamiento
sigue intrigándonos hasta hoy.)
Una noche, hace poco, en la cama pasé lista a los nombres de las
personas que tuvieron este tipo de influencia en nuestra vida cultural. Y
mientras los iba anotando los iba pareando, con el fin de plantear la
pregunta siguiente (a quien le interese): debiendo escoger, ¿con cuál de
los dos se quedaría? Aun como simple juego, las respuestas, me parece,
pueden revelar cosas interesantes. En cualquier caso, a quien tenía en
mente haciendo mi lista era a Mishima. ¿A quién habría seleccionado él,
si se le hubiera obligado a responder?:
Laotsé o san Francisco de Asís
Leonardo o Pico della Mirandola
Sócrates o Montaigne
Hitler o Tamerlán
Alejandro Magno o Napoleón
Lenin o Thomas Jefferson
Voltaire o Emerson
Juana de Arco o Mary Baker Eddy
Keats o Bashó
Rimbaud o Walt Whitman
Sigmund Freud o Paracelso
Moctezuma o Hernán Cortés
Pendes o Carlomagno
Karl Marx o Gurdieff
Hokusai o Rembrandt
Ricardo Corazón de León o Saladino
Changtsú o Rabelais
Mi ignorancia, por desgracia, me ha hecho excluir muchos nombres de
japoneses famosos que Mishima habría puesto en lugar de algunos de los
que yo doy.
Hay muchas cosas que me habría gustado discutir con Mishima en nuestro
encuentro imaginario en el Devachan. Para empezar me habría disculpado
por mi grosería cuando lo conocí vivo, en Alemania, en la época en que
todavía él era desconocido. (Me habría olvidado completamente de ello a
no ser por la prensa alemana y japonesa que recordaron el hecho.) Habría
pedido champagne y puros —champagne de sueño y puros de sueño, es
claro, pero ni él ni yo nos habríamos percatado de la diferencia. Me
habría esforzado por que se sintiera cómodo y bajara la guardia, por
hacerlo reír, de ser posible. Hacerlo reír a carcajadas. Lograrlo habría
significado, creo yo, que nuestro encuentro habría valido la pena.
(¿Pero cómo lograr que riera? Eso me atormentaba.) Sí, lo habría
embarcado en una conversación fantástica, sobre los ángeles —budistas o
no—, sobre las finuras del lenguaje, sobre los absurdos de la
metafísica, sobre el Zen en la literatura europea, sobre el amor en
Occidente y el amor en Oriente, sobre la fisiología del amor —es decir,
el amor entre insectos, entre gérmenes y bacilos, entre átomos y
moléculas—, sobre el amor celestial, el amor pervertido, el amor
satánico, el amor estéril, el amor por los no nacidos, el amor eterno, y
así ad infinitum. Le habría explicado que ahora, esperando
renacer, tendría tiempo de leer todos sus libros y tal vez discutirlos
con él, si le parecía bien. Nos habríamos metido con todo, salvo con sus
problemas personales. Habríamos tenido tiempo de discutir acerca de
Freud, Hegel, Marx, Blavatsky, Ouspensky, Proust, Rimbaud, Nietzsche,
acerca de quien se quisiera, como se quisiera. Habríamos podido hasta
afrontar el enigma del universo, tanto desde el punto de vista de
Haeckel como del nuestro. Habríamos invocado las huríes y las hadas, las
diosas y los superhombres, los extraterrestres y los astros, los héroes
y los monstruos. "Os prometí llevaros hasta el fin del mundo”, dijo
Alejandro Magno a sus soldados hastiados de la guerra. Es lo que yo
habría querido brindarle. Un trip, un auténtico trip. Un trip provocado por las ideas, no por las drogas. Un trip del brazo por la Vía Láctea, escoltados por ángeles. Un viaje por la realidad, no por principios e ideas.
¡Qué divertido! Nada más que el tiempo, o la ausencia de tiempo, como
equipaje. Aplazar nuestro renacimiento tanto como quisiéramos, hasta
decidir el momento y el lugar de nuestra próxima reencarnación. Elegir
meticulosamente nuestros padres, y también nuestras nuevas identidades.
Otra vez la elección. ¿Quién le gustaría ser en la próxima encamación,
un líder o un pescador? ¿Un héroe o un nadie? Por mi parte ya lo habría
pensado antes de morir: sería un nadie, uno cualquiera. Hombre o mujer,
indiferentemente. Una vida de los sentidos, no del intelecto. Un hombre
común, no famoso. Alguien que pasa desapercibido en la multitud.
¿Somos árbitros de nuestro destino? ¡Cuánto me habría gustado conocer la
elección de Mishima! Habría sido demasiado discreto como para
presionarlo en esto. Tal como jamás se me ocurriría preguntarle sobre su
matrimonio, o si había esperado hallar la felicidad en el amor, ya sea
con un hombre, una mujer, un chimpancé o una palmera. Más que nada
habría querido saber si todavía consideraba importante cambiar el mundo
—este mundo o el próximo, o el mundo entre los mundos. Eso y otra cosa: ¿qué sabor tenía la muerte? ¿Era realmente la culminación de todo o dejaba espacio para la imaginación?
En El pabellón del templo dorado, mi querido Mishima, para
describir un aspecto de su belleza usaste una frase que nunca olvidaré.
Hablaste de "adumbraciones de la nada". Cómo suena esto en japonés nunca
lo sabré, pero en inglés tenía magia. Y en otra parte, en Sol y acero creo,
dijiste que estabas planeando una unión entre el arte y la vida. Me
quedé pensando con qué seriedad, con qué profundidad habías sopesado
esta idea. Me pregunté si nunca habías sentido la contradicción
implícita en una idea tan noble. Siempre ibas empalándote en los cuernos
de alguna contradicción, ¿no es cierto? Toda tu vida fue un dilema cuya
única solución era la muerte. Ataste tu propio nudo gordiano y
resolviste el problema cortándolo con la espada. Quizás fuera en ese
mismo libro donde afirmabas que tu mente siempre estuvo acosada por el
aburrimiento. Impensable. ¿No había nada que realmente pudiera
satisfacerte? ¿Estás satisfecho, ahora que cumpliste, o no cumpliste, tu
cometido? ¿Te has puesto cara a cara con el Absoluto? ¿Crees que puede
haber “un héroe de la iluminación"? ¿O crees que la iluminación es un
mito inventado por algún monje?
Sí, mi querido Mishima, hay mil preguntas que me habría gustado
plantearte, no por creer que pudieras responderlas hoy, cuando es
demasiado tarde, sino porque me intriga cómo funciona tu mente.
Trabajaste tanto, tan duramente, toda tu vida, ¿para qué? ¿No podrías
darnos otro libro, desde el más allá, acerca de la futilidad del
trabajo? Tus compatriotas lo necesitan —trabajan como abejas o como
hormigas. Pero, ¿están gozando de los frutos de su labor, como era la
intención del Creador? ¿Miran su trabajo y lo hallan bueno? Quisiste
implantar en ellos las virtudes de sus antecesores, imagino que con la
intención de conferir calidad y substancia a sus vidas. ¿Pero cómo
fueron las vidas de sus antecesores, o de los míos si es por eso?
¿Estudiaste alguna vez las vidas privadas de los millones de nadies que
hacen el trabajo del mundo? ¿Crees que un hombre tiene una vida más
llena, más rica, por el hecho de ser noble y virtuoso? ¿Quién es juez en
estos asuntos? Sócrates tenía una respuesta, Jesús otra. Y antes de
ellos hubo Gautama el Buda. ¿Tenía él la respuesta? ¿O su respuesta fue
el silencio?
Estoy seguro de que el silencio fue la cosa que tú supiste finalmente
apreciar. Afanosamente quisiste decirlo todo, y luego hacerlo todo.
Fuiste prodigioso en tus proteicas hazañas. Lo único que omitiste en tu
carrera turbulenta fue el ser payaso. Escribiste sobre los ángeles pero
pasaste por alto su contrapartida, el payaso. Son de la misma semilla,
sólo que uno es celestial y el otro terrenal. De aquí a cien mil años,
cuando hayamos conquistado el espacio —¿qué significará
esto?—probablemente estaremos en contacto con los ángeles. Es decir,
aquellos entre nosotros que ya no den tanta importancia al cuerpo
físico, los que hayan aprendido a usar su cuerpo astral. En otras
palabras, los hombres que hayan descubierto que todo es Mente, que somos
lo que pensamos y que lo que tenemos es lo que realmente queremos. Aun
en un día tan lejano quizás existan dos mundos —el infierno que siempre
ha sido el mundo y el mundo de los espíritus libres que saben que el
mundo es su propia obra. En su oración Sobre la dignidad humana, Pico della Mirándola escribió:
En medio del mundo el Creador dijo a Adán, te he colocado aquí para
que puedas mirar en derredor más fácilmente y ver todo lo que hay. Te
creé como un ser ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal
solamente, para que puedas ser tu propio libre plasmador y domador;
puedes degenerar hacia el animal, o por ti mismo renacer a una
existencia divina... Sólo tú tienes el poder de desarrollarte y crecer
según tu propio albedrío; en una palabra, ¡llevas las semillas de la
vida omni incluyente en ti mismo!
Nuestros ancestros hicieron muchos experimentos, entre los cuales el
tuyo debe parecerte también a ti insignificante. Hasta en tiempos
remotos hubo gente que estuvo cinco o diez mil años por delante de sus
tiempos. Y si pudiéramos remontamos lo suficiente descubriríamos sin
dudas que una vez también las mujeres gobernaron el mundo, soñaron con
poner fin a las desgracias y las miserias terrenales. (Es irónico que
sólo el hombre primitivo haya conseguido adaptarse a su entorno y
proseguir con su antiquísimo modo de vivir sin mayor dificultad.) Hay
nombres y hechos, en la oscura niebla del pasado, que nosotros, que
pensamos que los problemas del mundo son nuevos y agobiantes, hemos
olvidado. El Tiempo lo barre todo, lo bueno tanto como lo malo. La vida
continúa como un torrente sin fin, y acumula más y más escombros que,
fatuos, llamamos historia. ¿Qué es la historia sino una ficción que nos
arrulla y duerme o aguza nuestros temores? ¿Somos parte de la historia o
la historia es parte nuestra? Dentro de cinco o diez mil años tal vez
ya no haya Japón. Podría morir de inanición o sucumbir en un glorioso
encuentro armado. ¿Quién sabe cuál será su fin? No podemos prever nada,
ni nuestra perdición ni nuestra salvación.
Probablemente de aquí a un siglo el pequeño ejército que te creaste, por
así decir tu cuerpo de élite, ya ni se recuerde. Tu nombre podrá
sobrevivir, no como el de otro presunto salvador de su país sino como el
de un animador, un hilador de palabras. Se te podrá recordar como un
amante de la belleza cuyas palabras provocaron una leve oleada de
agitación. Las palabras y los hechos viven vidas separadas. Las palabras
pueden tocar el espíritu, pero sólo el espíritu responde al espíritu.
En cuanto a los hechos, son sólo polvo. A nuestro alrededor yacen las
ruinas de antiguos esplendores; no nos inspiran cometidos más nobles ni
grandiosos.
Soy tan culpable como tú, mi querido Mishima, de intentar hacer del
mundo un lugar mejor. Al menos así empecé. De alguna curiosa manera la
práctica de la escritura me enseñó la futilidad de esta pretensión. Aun
antes de leer las palabras sabias de san Francisco había tomado la
decisión de mirar el mundo con otros ojos, aceptarlo como es y
contentarme con hacer mi propio mundo. Este cambio radical no me cegó a
los males que existen, ni me hizo indiferente al sufrimiento y a las
desgracias que soportan los hombres. Tampoco me hizo menos crítico de
las leyes, las instituciones, los códigos de comportamiento bajo los
cuales seguimos viviendo. Me resulta francamente difícil imaginar un
mundo más absurdo, más irreal que el que tenemos. Me parece —como decían
los gnósticos —más bien un “error cósmico”, la obra de un falso
Creador. Para que el mundo sea vivible tendría que ocurrir lo que
Nietzsche llamó "una transvaluación de valores". Poniéndolo en términos
suaves, es un mundo demente en el que, ay, los dementes andan sueltos.
En una palabra, así parece cuando uno pretende salirse con la suya.
Japón no es más demente ni más cuerdo que el resto del mundo. Tiene sus zombies exactamente
como los tiene Haití; tiene sus señores de la guerra exactamente como
los tiene Alemania; tiene sus inescrupulosos magnates industriales
exactamente como los tiene América. También tiene sus genios, ni mayores
ni menores que los de otras naciones. Sus problemas no son únicos, ni
tampoco sus soluciones. Fue tu mundo, tu condicionador, tal como América es el mío.
Quizá me engañe, pero siento que he encontrado mi propio manicomio.
También yo puedo estar loco, pero de manera diferente de la de mis
compatriotas. Ya no me importa ver cómo mis compatriotas marchan hacia
su propia destrucción, si es eso lo que quieren. Es su funeral, no el
mío. He aprendido a vivir con los obstáculos que me ponen en el camino,
pero a medida que pasa el tiempo son cada vez menos espantosos, cada vez
menos inhibitorios. Uno aprende a jugar el juego —no respetando las
reglas sino evitándolas. No hay más escuela que la vida misma donde se
aprende este arte. Y sólo se logra una aparente maestría. Al final nos
darán a todos por culo, a todos y cada uno de nosotros, también a
quienes pelearon por su país y a quienes no pelearon.
Con el tiempo los cementerios dan lugar a granjas y habitaciones para
los vivos. Si los muertos sólo pudieran hablar —¡no sobre el más allá
sino sobre el más acá! ¡Si sólo aprendiéramos de la experiencia de los
demás! Pero no aprendemos así, si es que aprendemos algo durante nuestra
breve estancia aquí abajo. Todo lo que podemos aspirar a aprender es
cómo vivir, pero para eso no hay profesores. Cada uno debe aprender por
sí mismo o, como dicen algunos, hallar su propio Sendero y encamarse en
él. La ironía del asunto está en que los errores que cometemos son tan
importantes, y tal vez más importantes, que los aciertos. A la verdad
por el error, a la verdad por el error —hasta que uno deja de
intentarlo, lo cual es simplemente otra manera de decir que uno deja de
darse la cabeza contra la pared.
Desde el instante mismo en que un soldado se va a la guerra su obsesión
permanente es la paz. Quizás los generales y los almirantes sueñen con
la victoria, pero no así los hombres que pelean. A juzgar por lo que leí
de ti, mi querido Mishima, el tema de la paz no parece ocupar una parte
apreciable de tu obra. Lo pensé cuando leí acerca de tu pequeña
pandilla de soldados bien vestidos —y perdóname el toque burlón. Cada
vez que veo un ejército bien entrenado que marcha a la guerra pienso en
el aspecto que tendrán esos impecables uniformes, esas botas bruñidas y
esos bruñidos botones después de la primera batalla. Pienso en que esos
millones de brillantes uniformes están destinados, no más que como
harapos mugrientos y andrajosos, a cubrir cuerpos muertos o mutilados.
Es extraña esta importancia que se le da al uniforme. Como si uno
hubiera alquilado su cuerpo por el tiempo que dura el uniforme. Me
pregunto si cuando formaste tu pequeño ejército pensaste en el final de
esos uniformes en los que tanto tiempo, esfuerzo y dinero pusiste.
Puede parecerte una afirmación sin sentido, a la vista de tus altos
propósitos, pero el hombre de acción cuyo papel presumiste asumir se
debe de haber dado cuenta de que cosas como el barro, la sangre, la
mierda y los gusanos forman parte del juego de la guerra. Para hablar
únicamente del primero y el último de los objetos mencionados, ambos
tienen una importancia fundamental en toda guerra. Pero quizás el esteta
y el dandy que llevabas dentro te vedaban consideraciones de esta
índole.
Hoy todo el mundo “civilizado" no es sino un campo armado en donde las
víctimas gritan silenciosamente: “¡Paz, paz, dadnos paz!” Y tú, mi
querido Mishima, pareces haber estado curiosamente al pairo. ¿Dabas por
sentado que no bien hubieras hecho tu jueguecito todo procedería sin
baches? ¿O te importaban un bledo las consecuencias del rearme? ¿Te
bastaba confesar el fracaso y expiarlo mediante el honroso seppuku?
No puedo creer que estuvieras tan inmunizado, que fueras tan
solipsista. Éste es un asunto del que, por supuesto, me habría encantado
discutir contigo en el limbo. Sólo nos queda ahora la conjetura.
Algunos se darán por satisfechos llamándote necio, otros fanático, otros
héroe.
Hayas sido lo que sea, tu ausencia es una pérdida para el mundo. Así
solemos decir cuando se nos muere un hombre genial. En realidad no hay
nadie, nada, que se ajuste a ese lugar común, “una gran pérdida para el
mundo". Piensa en los millones y millones asesinados sólo en las
guerras, para no hablar de los terremotos, los maremotos, la peste y
demás. Cuando se anuncian las bajas, suele proclamarse la pérdida de
unos pocos individuos de clase. Los generales que mueren en combate
reciben menciones exageradas. Pero son ellos quienes constituyen la gran
pérdida para la sociedad. Ellos son los supuestos héroes cuyo deber es
arriesgar la vida en el campo de batalla. No, lo que lloramos es la
muerte de los artistas y de los pensadores. Es posible hacer generales y
almirantes en cualquier momento, en cualquier parte, pero no individuos
creadores. Habitualmente, cuando reciben atención las palabras y los
hechos de los creadores es demasiado tarde; lo arreglamos agregando sus
nombres a los de los muertos ilustres ya embalsamados que ocupan los
panteones del mundo.
Pero, ¿qué hay de los innumerables millones que murieron o fueron
mutilados o perdieron la razón? ¿No había entre ellos algunos destinados
a ser más grandes aun que los ya enaltecidos? ¿No habrá habido entre
ellos algunos pensadores e inventores, algunos hombres de visión fuera
de lo común que, de haber vivido, habrían podido transformar el mundo?
Piensa en los tremendos cambios debidos a hombres como Edison, Marconi,
Einstein, para mencionar sólo a éstos. Seguro que no todos los
desconocidos y olvidados que murieron en combate eran mastuerzos e
idiotas. ¿Los echa de menos el mundo, los llora? El mundo no tiene
tiempo para estas especulaciones. Avanti! Avanti!, grita. ¡Adelante! aunque adelante pueda significar hacia atrás. ¡Adelante!
aunque signifique la destrucción universal. La vida, dicen, lo pide.
Pero ya sea la vida o la muerte lo que nos empuje, el mundo se las
arregla para sobrevivir. Tal vez no mi mundo ni el tuyo, sino "el
mundo". Uno se pregunta a veces lo que esta extraña palabra “mundo”
quiere decir.
Ahora que ya no formas parte de él, ¡descansa en paz!
Traductor: Mario Muchnik
©1971, Del Taller de Mario Muchnik
Barcelona, 1999
Publicado en japonés en The Weekly Post de Tokio, en 1971, después de la muerte de Yukio Mishima
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