Dicen que Vitalie Rimbaud, de soltera Cuif, mujer del campo y hembra
perversa, sufridora y perversa, fue la autora de los días de Arthur
Rimbaud. No sabemos si renegó primero y padeció después, o si renegó del
padecimiento que la aguardaba y en ese reniego persistió; o si el
anatema y el padecimiento, asociados en su mente como los dedos de la
mano, se superponían, se alternaban, se hostigaban, de suerte que, entre
sus dedos negros que se irritaban con el contacto mutuo, Vitalie
trituraba su vida, y a su hijo, a sus vivos y a sus muertos. Pero sí
sabemos que el marido de esa mujer, que era el padre de ese hijo, llegó a
ser en vida un fantasma, en el purgatorio de las guarniciones remotas
donde no fue sino un nombre allá por la época en que el hijo contaba
seis años. Hay quienes disputan acerca de si ese padre de liviano peso,
que era capitán, que gustaba de añadir fútiles anotaciones a las
gramáticas y sabía leer en árabe, tuvo sobrados motivos para abandonar a
esa hembra de sombra que a su sombra quería arrastrarlo, o si ella sólo
se volvió tal por la sombra a la que la arrojó esa ausencia; de ello
nada sabemos. Dicen que aquel niño, teniendo a aquel fantasma a un
costado del pupitre, y al otro a esa hembra de imprecaciones y desastre,
fue idealmente escolar y sintió por el ejercicio antiguo de los versos
una intensa atracción: es posible que el viejo
tempo escueto de
doce pies fuera para él eco de la corneta fantasmal de las guarniciones
remotas, y también de los padrenuestros de la hembra de desastre, quien,
para medir cadenciosamente su sufrimiento maligno, halló a Dios, de la
misma forma que su hijo con análoga pretensión halló el verso; y en esa
cadenciosa medida desposó idealmente la corneta y los padrenuestros. El
verso es casamentera vieja. Parece ser, pues, que compuso desde la edad
más tierna gran cantidad de versos, latinos unos y franceses otros; en
esos versos, que pueden consultarse, no aconteció el milagro: son obra
de un niño de provincias con buenas dotes, cuya ira no ha dado aún con
su cadencia personal y consustancial podría decirse, esa cadencia exacta
que permite que la ira se convierta en caridad sin mella alguna, en ira
y caridad confundidas en un mismo impulso, alzándose en un único
surtidor y volviendo a caer por su propio peso, o alzando el vuelo sin
dejar por ello de estar presentes, confundidas, grávidas, tullidas, como
un cohete que se nos va en humo entre las manos por más que estalle en
impecable salpicadura, es decir, con todo cuanto más adelante llevó el
nombre de Arthur Rimbaud. Son escalas de principiante. Y, en los años en
que Rimbaud cubría páginas cuadriculadas con esas escalas, podemos
estar seguros de que su mayor habilidad no era la grata sonrisa, y solía
andar enfurruñado, como lo demuestran esas fotos que algunas manos
devotas han reunido acá y acullá para que se multiplicasen como
panecillos y fuesen pasando inalteradas por todas las manos devotas del
mundo, y en las que ora sostiene en las rodillas esa miniatura de quepis
de artillero de la Institución Rossat de Charleville, ora luce en el
brazo el indescriptible harapo de lencería clerical que antaño infligían
las madres a los hijos en el día de su comunión. Y, en esta foto, los
deditos se hunden entre las páginas de un misal que no nos extrañaría
que fuera verde como un repollo; mientras que, en la otra, se hallan
bien ocultos en la recóndita copa del quepis; pero en ambas la mirada es
siempre aviesa y directa, proyectada hacia adelante igual que un puño,
como si le inspirara gran aborrecimiento o gran deseo el fotógrafo, que,
en aquellos años, se metía bajo una caperuza negra para fabricar
artesanalmente el porvenir con el pasado, para manipular el tiempo, y el
niño está de morros, inasequible al desaliento. Y su vida posterior, o
nuestra devoción, nos informan de que bajo esa apariencia el auténtico
alcance de su ira era considerable: no sólo contra el brazal y el
quepis, aunque también contra el brazal y el quepis. Ya que, tras esos
trapajos, según dicen, se hallaban la sombra del Capitán y la tangible
hembra de rechazo y desastre, de rechazo en nombre de Dios; y ambos le
fustigaban el alma para que se convirtiese en Rimbaud, no ellos en
persona, sino su efigie fabulosa a ambos lados del pupitre; y es
posible, aunque odiase con todas sus fuerzas a ambos, y odiase, pues,
los versos en que se desposaban los padrenuestros y las cornetas, que
sintiera el niño un amoroso afán por la misión que de él exigían. Por
eso estaba de morros. En ello persistió y ya sabemos lo que pasó luego.
O también puede ser que no los odiase ni poco ni mucho: el odio no es
buen casamentero. Los versos son para darlos y que, a cambio, nos den un
algo que tiene que ver con el amor; los versos trenzan coronas de
novia; y, por muy desastrosa que fuese, o quizá porque lo era, la hembra
tenía más vocación que ninguna otra para recibir amor y, ¿por qué no?,
para darlo: igual que las demás, aspiraba a imposibles nupcias, sin
saberlo o sabiéndolo. Pero por haberse abismado en padrenuestros y
haberse abocado al negro, al vaivén de los dedos negros que
deshilachaban su gozo, por estar hundida hasta el cuello en lo
irremediable, en lo inconmensurable, porque, en resumidas cuentas,
también estaba enfurruñada, los usuales presentes infantiles, las flores
y las sonrisas mimosas, las blandenguerías de los poemas de Víctor Hugo
que, en último término, también son ciertas y permiten que circule el
amor entre seres no desastrosos, todo lo recién enumerado no venía a
cuento con ella. Deshilachaba las flores y las sonrisas mimosas, al
igual que todo lo demás: porque no quería a ese hijo, que era ella
misma, o porque no se quería a sí misma, vete tú a saber; porque lo
único que quería de sí misma era ese pozo desmedido en que todo se
sumía; y estaba demasiado absorta palpando a tientas los costados del
pozo y buscando el fondo para fijarse en las florecillas que crecían en
el brocal. Precisaba de ofrendas de más enjundia. Y el hijo, sabedor
desde siempre de que no bastaban ni los ramos de flores o las monerías,
ni el nudo de la corbata bien hecho, ni el pantalón impecable, ni la
compostura de hombrecito y la boquita de cereza, ninguno de esos
artificios filiales que se atienen a lo que Víctor Hugo manda, de que
ninguno funcionaba, de que ninguno era de recibo, de que iban a parar al
pozo triturados entre dos dedos negros, aquel hijo suyo había dado con
una solución que no desmerecía de la solución de la madre, y fabricaba
artesanalmente para aquel inconmensurable luto unos regalitos
inconmensurables, unos padrenuestros de su propia cosecha: parrafadas de
lengua rimada, que su madre no entendía, pero en las que, inclinando
quizá hacia ellas la cabeza sin conseguir leerlas, vislumbraba un algo
tan desaforado como su pozo y tan obstinado como sus dedos, la señal de
una pasión arrolladora que ya no conservaba memoria alguna de su causa y
trascendía su efecto, un amor puro carente de efecto; creaciones que
parecían cosa de iglesia y se arropaban en lúgubres remates, que olían a
botas de tortura y recónditos calabozos; una lengua huera cuya primicia
le brindaba el hijo como un regalo de año nuevo; tostones en latín que
hablaban de Yugurta, de Hércules, de los muertos Capitanes de la lengua
muerta; y cierto es que en esos tostones había bandadas de palomas y
mañanas de junio, y trompetas, pero todo se le venía encima a la página
en un idioma opaco, un absoluto diciembre, y adoptando la disposición
caligráfica de los versos, es decir, con un margen a cada lado, un
delgado pozo de tinta despeñándose abruptamente, hasta cuyo fondo vamos
cayendo al hilo de las páginas. Y es posible que la madre, aun sin decir
palabra, se exaltase al ver esas creaciones, que se reconociese en
ellas; y, en un comedor de Charleville, el niño sentado que hacia su
madre alzaba la cabeza veía que se quedaba un momento boquiabierta, como
asombrada, como embargada de respeto, como envidiosa, pero los dedos
dejaban de triturar los negros pensamientos, y se agostaba la fuente del
reniego, como si en esa lengua huera que no era capaz de leer intuyese
la obra de un excavador de pozos más poderoso que ella, que ahondaba más
y de forma más irremediable, que era su amo y maestro y, en cierto
modo, la liberaba. Le acariciaba entonces la cabeza, cabe dentro de lo
posible. Pues, hasta cierto punto, se trataba efectivamente de un
regalo. Y cuando, en otras ocasiones, el niño leía en voz alta la más
reciente molienda de sus tostones virgilianos pulidos al máximo con
vistas a concursos provincianos, como podemos suponer que hizo
frecuentemente ante su madre, lo mismo que en Saint-Cyr leían las
muchachas ante el rey, mientras ella, la hembra campesina, permanecía
sentada igual que el rey, extrañadísima pero reticente, desdeñosa,
regia, es decir, implacable, así que cuando en presencia de su madre
soltaba el niño sus insignes padrenuestros, asimismo regio y exaltado,
admirable y ridículo como Bonaparte niño en Brienne, y, como éste, un
tanto aterrador, podemos suponer que a la sazón se hallaban ambos más
próximos entre sí de lo que hubieran podido figurarse, aunque muy
alejados, cada cual en su trono, del que no querían bajarse, a semejanza
de dos soberanos de capitales distantes que mantuviesen mutua
correspondencia. Así que, en sus tiernos años, decía él su poema y ella
lo escuchaba, estoy seguro. Se hacían ese mutuo regalo, igual que otros
regalan un ramo y su madre les da después un beso, mientras los
contempla el risueño padre; y también en este caso estaba presente el
padre, en la lengua huera oían los dos la corneta perdida. Sí, aquellos
dos desaforados, en mutua compañía en unos cuantos comedores de
Charleville, se restregaban uno contra otro, se brindaban algo parecido
al amor: y lo hacían mediante esa lengua suspendida en el aire y
cadenciosa. Pero mientras la lengua, en las alturas, rumbo a la araña
del techo, organizaba su aquelarre, ellos, sus cuerpos, abajo, sentada
ella en una silla, o de pie, y recitando él, apoyado en una mesa, sus
cuerpos, en cambio, estaban de morros.
Y esto también se ha dicho, seguramente, porque acerca de aquel mohín
infantil ante el fotógrafo, y acerca del mohín de Vitalie Rimbaud, que
nadie conoce porque ningún fotógrafo lo aprehendió de forma definitiva
bajo la caperuza negra, se ha dicho ya cuanto puede decirse. Y también
se ha dicho casi todo de aquel que tampoco debía de ser la alegría de la
huerta, de la sombra que asistía in absentia a esas justas
verbales del comedor, del Capitán, con cuya foto tampoco contamos hoy
por hoy, aunque no cabe duda que alguna vez debió de posar ante un
objetivo, en el purgatorio, junto con unos cuantos suboficiales de
remotas guarniciones, atusándose con dos dedos la perilla, o jugando a
las cartas, o con la mano en la empuñadura del sable, y quizá en ese
preciso instante se estaba acordando del niño, de Arthur. Ahí está
recordando a Arthur, en un sobrado de las Ardenas, en una cartulina
sepia que ya amarillea; hace cien años que no lo ha visto nadie; detrás
de él suena una corneta que nadie oye. Los devotos localizarán esa foto
un buen día, y todos podrán mirarla pensativos, todo el mundo verá esa
mano en la empuñadura, o atusándose el bigote, y nadie sabrá en qué
estaba pensando el Capitán. Pero, hoy por hoy, nadie sabe qué cara
tenía.
Se sabe en cambio cómo era la otra parentela del niño, porque de ella sí
hay fotos, y, anteriormente, retratos pintados, de esa época en que
sólo la mano del pintor manipulaba el tiempo con pigmentos nacidos de la
tierra, y no lo manipulaban aún las sales de plata en la caja mágica,
bajo la caperuza negra. Ya que sabido es que lo echaron al mundo otros
antepasados, y permanecieron a su lado, en carne y hueso, ellos y no
únicamente sus fotos, y fueron tan disponibles y fáciles de someter
cuanto arisca era la madre, y menos fantasmales, en resumidas cuentas,
que el padre, más evidentes, más atestiguados, en gruesos tomos en que
constan sus nombres, de lo que lo estuvo aquel padre en la gramática
Bescherelle que olvidó en Charleville con las prisas de la partida,
gruesa también por cierto, pero en cuyos márgenes dejó una huella
mínima: eruditos comentarios y patas de mosca; y, además, en aquella
gramática no figuraba en letras de molde el apellido Rimbaud, sino el de
los hermanos Bescherelle. Sí, ajenos a cualquier parentesco con el
Capitán o con la mujer del Capitán, y quizá tan contingentes en relación
con ellos como los siete planetas distantes en relación con la luna o
el sol, surgieron magistralmente los abuelos, los faros, como solía
decirse, las remotas estrellas, en la oscuridad de los colegios de
segunda enseñanza: Malherbe y Racine, Hugo, Baudelaire, y el bendito
Banville, quienes, procedente cada cual del anterior, se alumbraron más o
menos en ese mismo orden, reanudando con la filiación canónica que
templa, de dos en dos, los doce pies, ese común origen del que todos
proceden, todos enhebrados en la larga varilla de doce pies como otros
tantos arillos relucientes, diversos aunque semejantes, y naciendo de
esa sutil variación, tomando de ella nombre; y todos, mediante ese
prolongado cordón umbilical, se remontaban hasta Virgilio, Virgilio que
no precisó de los doce pies porque él fue el Anciano, el fundador, y
suyas eran las licencias; y es posible que, remontándose más allá de
Virgilio y más allá de Homero, tuvieran quizá firmemente echada el ancla
en el Nombre inefable; que, para perpetuar el linaje, contasen todos
con una licencia singular del más allá; que, para engendrarse de ese
modo, usasen por turno ciertas mujeres, ciertas imprecadoras, y voceasen
más alto que las imprecadoras en gruesos tomos mudos; y el último
retoño tenía a su completa disposición, en Charleville, en su pupitre
infantil, ese montón de antepasados. No podía estar seguro de si algún
día llegaría a verse incluido en sus filas; aunque ya lo estaba porque,
si bien los veneraba con absoluta lealtad, no se limitaba a venerarlos,
sino que los aborrecía con igual arrebato: existían, interpuestos entre
él y el Nombre inefable, abultaban y estaban de más. Sabido es que acabó
por superarlos, que los domeñó y se convirtió en su maestro: partió la
varilla y también, visto y no visto, se partió la cara contra ella.
En Rimbaud el hijo, I
Título Original: Rimbaud le fils
Traducción: María Teresa Gallego Urrutia
Barcelona, Anagrama, 2001