jueves, 6 de febrero de 2014

Aizenberg, eterno


"Cuando Kafka habla de potencias ocultas está hablando, me parece, de los movimientos del universo de los que los hombres no estamos aislados", le confesaba Roberto Aizenberg al escritor Carlos Barbarito. Le dijo también cuál era el hilo conductor en su obra: "La idea de que la actividad pictórica es un instrumento y no un fin en sí mismo". Esta actitud frente al arte se comprueba en la muestra Sin edad, sin tiempo, sin espacio, pensada desde la dirección de la galería Ruth Benzacar con Silvia Bloise, responsable del acervo del artista.


En la sala principal se privilegiaron los dibujos y en el subsuelo, las pinturas; sus obras adscriben al surrealismo, especialmente en su aspecto más metafísico y con cierta preferencia por el automatismo.


Testimonios de sus amigos confirman una vida interior mucho más intensa que su currículum de exposiciones y distinciones. Había nacido en 1922 en Villa Federal, Entre Ríos, en el seno de una familia de inmigrantes judíos provenientes de Ucrania. Se trasladó a estudiar al Colegio Nacional de Buenos Aires, y a los veintidós años conoció al que sería su gran maestro, Juan Batlle Planas, quien lo inició en los misterios de la escritura automática y los postulados del surrealismo. Creó un repertorio iconográfico de arlequines, torres, figuras que llamó "humeantes", abanicos, formas geométricas y personajes varios.


Pasados sus cuarenta años conoció el amor de Matilde Herrera; los reconocimientos y el bienestar económico no bastaron para amortiguar el dolor del exilio y de la desaparición de los tres hijos de su pareja. Después de una temporada en Francia y en Italia, retornó a la Argentina con la democracia; en 1990 fallecía Matilde y seis años después, este hombre silencioso, gentil y educado, la siguió.


En nuestros días, tiempos del agotador imperio del ego, resuelta extraño leer sus declaraciones: "Yo no pretendo expresar nada, uno es un instrumento de no sé qué cosa. El artista no expresa nada. Ningún ser humano expresa nada, salvo sus genes, dentro de lo que le toca en suerte en la riqueza infinita de la naturaleza". Había reconocido la importancia de Marcel Duchamp: "Sobre todo en aquello que vincula el arte con las distintas vertientes del conocimiento espiritual. Como sabrá -le contaba a la investigadora Adriana Lauría-, Duchamp conocía bien todo lo que tuviera que ver con el esoterismo y muchas de sus obras se basan en figuras herméticas".


Él mismo abreva en estas fuentes, como se ve en Privilegio de los reyes de Hungría, serigrafía de 1976 con figuras del rey y la reina unidos por un mismo cuerpo, una fórmula muy frecuente en los tratados alquímicos. La dualidad de lo fijo y lo volátil, tan estudiada por los alquimistas, se refleja en la serie de "humeantes", personajes masculinos y femeninos sin cabeza y con humo saliendo del cuello. Más que humanos, parecen fábricas con chimeneas, o cuerpo-atanor, donde tiene lugar la gran transformación.


Entre las pinturas se seleccionó una clásica Torre, un óleo fechado entre 1990 y 1995. Esta forma arquitectónica fue un tema muy visitado por el artista, quizá por ser un antiquísimo símbolo de ascensión espiritual, una forma de marcar un eje de unión entre el cielo y la tierra. Aizenberg fue dueño de una pintura serena, que dejaba transparentar aquellas fuerzas ocultas de las que hablaba Kafka.

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