Había una vez una madre que lo pasaba muy, pero que muy mal, emocionalmente, por dentro.
Por lo que ella recordaba, siempre lo había pasado mal, incluso de niña.
Recordaba pocos detalles específicos de su infancia, pero sí recordaba
haber sentido un odio hacia sí misma, un terror y una desesperación que
parecían haberla acompañado desde siempre.
Desde una perspectiva objetiva, no sería descabellado decir que aquella
futura madre tragó mucha mierda psíquica cuando era una niña y que parte
de aquella mierda podía describirse como abusos sexuales por parte de
sus padres. Sin embargo, aunque todo esto era verdad, no era el
problema.
El problema era que, hasta donde alcanzaban sus recuerdos, aquella
futura madre se odiaba a sí misma. Percibía todas las situaciones de la
vida con aprensión, como si cualquier ocasión u oportunidad fueran una
especie de examen importante y terrible y ella hubiera sido demasiado
estúpida o perezosa para prepararse con antelación. Se sentía como si
tuviera que sacar la nota máxima en todos aquellos exámenes para evitar
algún castigo terrorífico.41 Se sentía aterrorizada por todo y le aterrorizaba que se notara.
La futura madre sabía perfectamente, desde una edad temprana, que
aquella presión constante y horrible venía de su propio interior. Que no
era culpa de nadie más que de ella. Aquello la hacía odiarse más
todavía. Esperaba de sí misma una perfección absoluta, y cada vez que no
la conseguía la colmaba una desesperación profunda e insoportable que
amenazaba con romperla en pedazos como si fuera un espejo barato.42
La futura madre proyectaba aquellas expectativas tan altas en todos los
ámbitos de su vida futura, particularmente en aquellos que involucraban
la aprobación o desaprobación de los demás. Por esta razón, durante su
niñez y su adolescencia, todos la percibían como a una chica brillante,
atractiva, popular y admirable; la elogiaban y la aprobaban. Sus
compañeras parecían envidiar su energía, su dinamismo, su aspecto, su
inteligencia, su disposición y su atención infalible a las necesidades y
sentimientos ajenos;43 tenía
pocas amigas íntimas. A lo largo de su adolescencia, las autoridades
como, por ejemplo, profesores, patrones, líderes militares, pastores y
asesores de asociaciones de alumnos universitarios comentaron que la
joven «parec[ía] tener expectativas muy, muy altas de [sí misma]», y
aunque a menudo aquellos comentarios se emitían desde una voluntad de
preocupación o reprobación amables, casi siempre se podía distinguir en
ellos una nota ligera pero inconfundible de aprobación —de que la
autoridad había emitido un juicio objetivo e imparcial y había otorgado
su aprobación—, y en todo caso la futura madre se sentía (por entonces)
aprobada. Se sentía tenida en cuenta: sus criterios eran altos. Sentía
una especie de orgullo abyecto por la falta de piedad que mostraba hacia
sí misma.44
Cuando llegó a la vida adulta, ya resultaba adecuado afirmar que la
futura madre lo estaba pasando interiormente muy, pero que muy mal.
Cuando se convirtió en madre, las cosas fueron todavía más duras. Las
expectativas de la madre hacia su criatura resultaron también ser
imposiblemente elevadas. Y cada vez que la criatura no lograba algo, la
inclinación natural de la madre era odiarla. En otras palabras, cada vez
que él (la criatura) amenazaba con comprometer los criterios elevados
que eran lo único que la madre creía tener, para sus adentros, el odio
instintivo de la madre hacia sí misma tendía a proyectarse hacia el
exterior y hacia la criatura. A aquella tendencia se le añadía el hecho
de que en la mente de la madre no había más que una separación minúscula
e imprecisa entre su propia identidad y la de la criatura. La criatura
parecía en cierto sentido ser el reflejo de la propia madre en un espejo
que reducía las imágenes y las distorsionaba de forma grotesca. Por
tanto, cada vez que la criatura era maleducada, codiciosa, grosera, dura
de mollera, egoísta, cruel, desobediente, perezosa, tonta, testaruda o
infantil, la inclinación más profunda y natural de su madre era odiarla.
Pero no podía odiarla. Ninguna buena madre puede odiar a su criatura,
juzgarla, abusar de ella o desearle ningún daño de ninguna clase. La
madre lo sabía. Y los criterios que usaba consigo misma como madre era,
tal como uno podría esperar, muy elevados. Y era por esta razón por la
que siempre que «metía la pata», «hablaba con brusquedad», «perdía la
paciencia» o expresaba (aunque fuera mentalmente) odio (por breve que
fuera) hacia la criatura, la madre se hundía instantáneamente en un
abismo de recriminaciones hacia sí misma y de desesperación que le
resultaba imposible de soportar. De modo que la madre entró en guerra.
Sus expectativas libraban un conflicto fundamental. Un conflicto en el
que sentía que su propia vida estaba en jaque: no poder vencer la
insatisfacción instintiva que sentía hacia su criatura daría lugar a un
castigo terrible y devastador que en su interior sabía que ella misma
iba a infligir. Estaba decidida a tener éxito, desesperada por tenerlo,
por satisfacer las expectativas que tenía de sí misma como madre sin
importar cuál fuera el precio.
Desde una perspectiva objetiva, la madre tuvo un éxito tremendo en sus
esfuerzos por controlarse. En su conducta externa hacia la criatura, la
madre mostró un cariño infatigable, fue compasiva, comprensiva,
paciente, amable, efusiva, incondicional y desprovista de toda capacidad
aparente de juzgar, desaprobar o negar de cualquier forma su amor.
Cuanto más abyecta era la criatura, más cariño se exigía a sí misma la
madre. Su conducta resultaba impecable de acuerdo con cualquier criterio
de lo que ha de ser una madre excelente.
A cambio, la criatura, a medida que crecía, quiso a su madre más que a
todo lo demás que hay en el mundo. Si hubiera tenido la posibilidad de
hablar verdaderamente acerca de sí misma, la criatura habría dicho que
se percibía a sí misma como una criatura realmente perversa y repulsiva a
quien, gracias a algún golpe inmerecido de buena suerte, le había
tocado la mejor madre del mundo entero, la más cariñosa, paciente y
guapa.
Pero por dentro, a medida que la criatura crecía, la madre seguía llena
de odio hacia sí misma y de desesperación. Probablemente, se decía, el
hecho de que la criatura mintiera, hiciera trampas y aterrorizara a las
mascotas del vecindario era culpa de su madre. Probablemente la criatura
no estaba haciendo más que expresar para que lo viera todo el mundo los
defectos grotescos y patéticos que ella tenía como madre. Por tanto,
cuando la criatura robó el dinero para UNICEF de su clase o agarró a un
gato de la cola y lo golpeó varias veces contra la esquina afilada de la
casa de ladrillo vecina a la suya, la madre asumió como suyos los
grotescos defectos de la criatura, recompensando las lágrimas de la
criatura y las recriminaciones que ésta se hacía con una generosidad y
un amor incondicional que hizo que la criatura la considerara su único
refugio en un mundo de expectativas imposibles, juicios implacables y
mierda psíquica sin fin. A medida que él crecía (la criatura), la madre
asumió todas sus imperfecciones, las guardó en su propio interior y de
ese modo lo absolvió, lo redimió y lo regeneró, sin importar que
estuviera acrecentando su propio fondo interior de odio hacia sí misma.
Y así fue durante toda la infancia y la adolescencia de su criatura, de
manera que, para cuando la criatura fue lo bastante mayor como para
solicitar diversas licencias y permisos, la madre se sintió casi colmada
de odio en su interior: odio hacia sí misma, hacia su criatura
defectuosa e infeliz y hacia un mundo de expectativas imposibles y de
juicios implacables. No podía, por supuesto, expresar nada de aquello.
De manera que fue el hijo —desesperado, igual que todas las criaturas,
por devolver ese amor perfecto que solamente se puede esperar de las
madres— el que lo expresó todo por ella.
Notas
41 Sus padres, por cierto, nunca le pegaron ni trataron de imponerle mu güila disciplina, ni tampoco la presionaron.
42 Sus padres habían sido gente con
pocos recursos, físicamente imperfectos y no muy inteligentes, y la niña
se disgustaba con ella misma por ser capaz de percibir aquellos rasgos.
43 Por entonces todavía no se usaban las expresiones ser positivo ni tampoco relajarse psicológicamente (ni tampoco, por cierto, mierda psíquica; ni abusos sexuales por parte de los padres ni perspectiva objetiva).
44 De hecho, una explicación que los
padres de aquella chica a la que ya le faltaba poco para ser madre
solían darle para imponerle tan poca disciplina era que su hija parecía
reprenderse a sí misma sin piedad por cualquier pequeño fracaso o
transgresión, de tal modo que imponerle alguna disciplina habría sido,
entre comillas, «un poco como darle patadas a un perro».
Relato incluido en Entrevistas breves con hombres repulsivos
Título original: Brief interviews with hideus men
Barcelona, Literatura Mondadori, 2001
Traducción de Javier Calvo
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